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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (26 page)

BOOK: Fabuland
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… Y volar hacia el guardián…

¿Qué guardián? Volvió varias veces al ordenador con la esperanza de encontrar un mensaje de Paola, pero allí no había nada.

…De la prolongada sombra…

¿Un guardián con prolongada sombra? ¿Un gigante? Se esforzó por recordar algún gigante de Fabuland, pero no conocía ninguno. Aquello era ridículo. Se estaba volviendo loco. A pesar de las advertencias de su padre, se sintió tentado de llamar por teléfono y encargar una pizza.

… Que con su altura me asombra…

…Jugando entre sus antenas…

¿Un gigante con antenas? Estaba empezando a pensar que la tal Paola vivía más en la ficción que él mismo cuando una asociación de ideas le golpeó como una mano enorme. ¡Cómo podía ser tan tonto!

Volvió al ordenador y tecleó en Google; «Rascacielos Chicago».

La primera entrada le remitió a una página en la que aparecían, por orden, las torres más altas de la ciudad. Kevin sintió un calor repentino cuando vio que tres de ellos tenían antenas en su cima: El Sears Tower, el John Hancock Centery el ALL Corporate Center. Pinchó sobre todos ellos para buscar más detalles, conteniendo la respiración. El John Hancock Center estaba en la Avenida North Michigan, 875. Volvió a los cinco resultados que incluían el apellido Mabroidis y sintió una cálida sensación de triunfo.

Un tal Nicholas Mabroidis vivía en una calle lateral que salía de la calle Oak, esquina con la Avenida North Michigan, a pocas calles del John Hancock Center: el guardián de la prolongada sombra.

Capítulo 21

—¿Se habrá dormido? —preguntó Naj mirando hacia arriba. En la oscuridad de la chimenea era incapaz de distinguir la mancha roja que era Haba.

Steamboat dio una sacudida a la cuerda que ascendía por el tubo y al momento notó que tiraban de ella hacia arriba.

—No. Sigue subiendo. Habrá encontrado alguna dificultad.

Una cuadrilla de lemmings acuáticos les había guiado hasta una negra entrada situada en la base de los acantilados de Isla Neblina. Cueva Prohibida presentaba un aspecto poco hospitalario, pero los tres amigos tenían muy claras sus obligaciones. Entraron y no tardaron en descubrir que se había formado una bolsa de aire, lo que les permitió quitarse las escafandras. El aire allí encerrado debía de tener milenios, olía fatal y probablemente fuera hasta tóxico, pero para ellos resultó un alivio despojarse de los pesados cascos y poder respirar con normalidad. Al adentrarse unos metros, encontraron un agujero en el techo que a la luz de los lumis reveló un largo tubo vertical. Parecía subir hasta la isla, aunque ninguna luz indicaba que tuviera final. Era imposible para Naj o Steamboat trepar por la chimenea sin el equipo necesario, así que despertaron a Haba, le dieron una cuerda y la mandaron arriba. Al cabo de un rato, Steamboat notó unos tirones en la cuerda.

—Es la señal —dijo tirando a su vez hacia abajo—. Haba ha atado la cuerda a algún sitio. Podemos subir.

Steamboat encabezó la ascensión seguido de Naj, cuyo peso le hizo pensar que la cuerda no aguantaría mucho, pero el duque le aseguró que resistiría sin problemas. Subieron durante lo que les pareció una eternidad, y a medida que lo hacían sintieron que la temperatura del tubo iba en aumento.

—Huele a gregoch asado —dijo Naj con tono de preocupación.

—Sí, se han pasado con la calefacción.

—¿La calefacción?

—Oh, era una broma. Para aliviar la tensión, ya sabes.

—Lo único que me aliviará será salir de aquí. ¿Falta mucho para la cima?

—Ni siquiera se ve. Pero… ¡un momento! Aquí hay algo. Steamboat, situado un par de metros por encima de Naj, había dado con una especie de placa de roca incrustada en la pared. Parecía una compuerta, pero era completamente lisa, sin pomos ni agujeros de ninguna clase. Steamboat puso la mano sobre la placa… y dio un alarido.

—¡Qué! —exclamó Naj.

—Está caliente como el infierno —respondió Steamboat apretándose la dolorida mano bajo la axila—. Debe de haber un depósito de lava ahí dentro.

Esperó a recuperarse lo suficiente y siguió trepando por la cuerda. No había asideros, ni bifurcaciones, ni nada. Sólo subida. Llamaron a Haba en un par de ocasiones, pero no obtuvieron respuesta. «Ahora sí que se ha dormido», pensó Naj.

Treparon durante una eternidad hasta que al fin la parte alta de la chimenea empezó a curvarse hacia abajo y Steamboat descubrió una abertura delante de él. Entraron en una cámara ovalada llena de rocas negras que Steamboat identificó como volcánicas. No había ni rastro de Haba. Gritaron su nombre, pero fue inútil. La rana había desaparecido. Al lado derecho se abrían dos túneles, y cuando Steamboat se acercó a examinarlos descubrió que en el suelo, en la intersección de ambos, yacía un esqueleto.

—¡Oh, por el Amo y Señor! —exclamó Naj aterrorizado—. ¡Es Haba!

—No es Haba. Ella no lleva un sombrero de explorador ni una mochila. Es Animoso, el lemming acuático. El pobre no pasó de aquí —Steamboat se volvió hacia los túneles—. Vaya, parece la vieja prueba de la encrucijada. Una entrada lleva a la fortaleza de Kreesor y la otra a una muerte segura.

—¿Y cuál es cuál?

—Eso es lo que tenemos que averiguar. Pensemos con lógica. Resulta obvio que Animoso entró por la puerta incorrecta.

—Eso tiene lógica —convino Naj.

—En realidad no. Si entró por la puerta que conduce a una muerte segura, lo lógico sería que su esqueleto estuviera dentro y no aquí fuera.

—Puede que no acabara de decidirse y se muriera de aburrimiento.

—O puede que la muerte segura consista en una serpiente gigantesca que se comió su carne y luego escupió aquí sus huesos. O en un gas mortífero que le hizo huir hasta que llegó aquí y se desplomó envenenado.

—Eso también tiene lógica —murmuró Naj—. O puede ser que entrara por la puerta correcta y los guardaespaldas de Kreesor lo machacaran vivo y esparcieran aquí sus restos para advertir a los que vinieran después. O puede que…

—Es éste —le interrumpió Steamboat señalando el túnel de la derecha—. Éste es el que tenemos que seguir.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque hay una huella palmeada justo delante de él. Y otra un poco más allá.

—¡Haba! Pero ¿cómo sabemos que Haba eligió el túnel correcto? Es una buena chica, pero últimamente no anda muy espabilada.

—Piensa con lógica, Naj. ¿Cuál es la habilidad que tiene Haba que nosotros no tenemos?

—Aletas en las manos.

—No, la otra. La habilidad mágica.

—¿Hacer las cosas pequeñas? Vale, eso tiene su puntito, pero no la hace más lista.

Steamboat puso los ojos en blanco.

—Comunicarse con los muertos. Es obvio que Haba se puso en contacto con Animoso y éste le indicó el camino correcto, el que él no tomó en vida.

Naj no salía de su asombro.

—Eso sí que es lógica —dijo arrodillándose ante el cadáver.

—¿Qué haces?

—Registrar al lemming. Creo que me quedaré con su sombrero. Él no lo necesita, y a mí me va de perlas para tapar el maldito lazo.

Momentos después entraron en el oscuro túnel, rezando para que Animoso no le hubiera gastado a Haba una broma pesada desde el Más Allá. Para quitarse el temor de la cabeza, Naj pensaba que a cada paso que daba, menos distancia le separaba de los huevos áureos. Sólo tenían que llegar al interior de la isla y…

—¡Oh, luceros brillantes! —exclamó cuando un terrible pensamiento estalló en su mente.

—¿Qué pasa? —preguntó Steamboat.

—¿Qué qué pasa? Que aunque consigamos llegar de una pieza al otro lado del túnel, no tenemos manera de encontrar los huevos.

—¿A qué viene ese pesimismo?

—No es pesimismo. ¡Es Rob!

—¿Rob?

—Sí —los ojos del gregoch estaban colmados de rabia—. Ese maldito enano se llevó con él a Oguba.

—¡Kevin, cariño! —chilló una voz al otro lado del teléfono—. ¿Cómo está mi niño precioso? ¿Necesitas algo? Si necesitas algo llama a la abuela. A la de Canadá no, ¿eh? A la otra. Hace un montón de tiempo que no vas a verla, Kevin, y la abuela te quiere muchísimo, tanto como tu mami. No lo olvides nunca, tesoro.

—Mamá —logró decir Kevin cuando su madre se detuvo a tragar saliva—. ¿Estáis todavía en Chicago?

—Sí, cariño. Llegamos ayer. Esto es precioso, Kevin. Tendrías que venir a verlo alguna vez.

—Por eso te llamaba. Había pensado en coger el tren mañana por la mañana y estar allí para comer con vosotros.

—Oh, pero eso no va a poder ser, tesoro. Mick y yo dejamos el hotel mañana a primera hora. Queremos estar en Bloomington a media tarde. El miércoles llegaremos a Detroit. Si quieres podemos vernos allí, mi cielo.

—No, es que… Tengo que ir a Chicago. Es muy importante, mamá. Yo… —Kevin paseó la mirada por su desordenado escritorio y encontró la guía que había sacado de la biblioteca esa misma mañana. La cogió y empezó a pasar páginas al azar—. Es por el colegio. Tengo que hacer un trabajo sobre… —sus ojos se pararon en un anuncio del acuario de Chicago que mostraba una gran ballena blanca tras un cristal— ¡ballenas!

—¿Ballenas?

—Ballenas beluga. Y en el Shedd Aquarium tienen algunos ejemplares que me gustaría observar.

—¿Y has de ir ahora? El curso no empieza hasta septiembre. Tienes tiempo.

Kevin pensó cuidadosamente su respuesta y dio con algo que no fallaría y que penetraría como una afilada daga en la fina coraza de su madre.

—Es que papá no puede llevarme —mintió en tono lastimero—. Estuvimos hace poco en Chicago por un asunto suyo de trabajo y tampoco me acercó.

Aquel disparo era un blanco seguro. Si había algo a lo que su madre no se resistiría jamás era a hacer por su hijo cualquier cosa que su padre no hiciera por él. Salvo cuidarlo, vestirlo y alimentarlo, claro. A través del teléfono, Kevin sintió que las venas de Sally Alder se llenaban de un súbito sentimiento maternal.

—Qué padre tienes, tesoro —dijo con desdén—. Por supuesto que tu mami te llevará al acuario. Voy a hablar con Mick. Seguro que puedo convencerlo para que nos quedemos un día más. Te llamo en un minuto, cariño.

Kevin colgó, entre eufórico e incómodo. No le apetecía nada tener que comer con su madre y aquel macarra de Mick, pero resultaba un mal necesario para su misión. Al fin y al cabo, lo único que necesitaba era que le pagaran el hotel.

El teléfono sonó dos minutos más tarde. Después de colgar, Kevin se metió en Internet para consultar los horarios de los trenes.

Capítulo 22

El túnel había dado lugar a un pasillo de pulidas paredes negras, altas hasta donde se perdía la vista. A pesar de la desesperanza que les acompañaba tras darse cuenta de que la cerdita rastreadora no iba con ellos, Julius Steamboat y Naj ya habían empezado a dar gracias al Amo y Señor por no haber padecido una muerte horrible, lo que les hacía pensar que habían elegido la entrada correcta. Pronto se vieron ante un nuevo desafío. A la derecha, otro túnel revelaba el inicio de unas escaleras que subían. Ante ellos, el oscuro pasillo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Naj.

—Pensar con lógica. Siempre con lógica —Steamboat echó a correr por el pasillo, dejando a Naj solo y perplejo. Regresó al cabo de un minuto—. Lo que suponía. Este pasillo dobla a la derecha unos cincuenta metros más allá. Es la entrada al laberinto de Gelfin.

—¿El laberinto de Gelfin?

—El lugar donde Gelfin realizaba sus encantamientos. Entre estas paredes aún retumban los gritos de sus víctimas. Y estoy convencido de que es donde Kreesor esconde los huevos áureos.

Naj pestañeó, levantando una pequeña corriente de aire.

—¿Los huevos áureos? ¡Entonces los tenemos aquí mismo!

—No es tan fácil. Sin Oguba lo más sencillo es perderse. Podrías pasar el resto de tu vida vagando por ese laberinto maldito. Lo mejor será subir hasta los aposentos de Kreesor y acabar con él antes de que sea tarde.

—¡Ni hablar! Rob y yo hemos sufrido todo tipo de males para conseguir los huevos y no nos vamos a ir de aquí sin ellos.

—Rob no está con nosotros, Naj.

—¡Me da igual! Yo conseguiré los huevos, con o sin ayuda.

Steamboat vio que no podría hacer entrar en razón al furioso gregoch.

—Actúa como creas conveniente, pero yo de ti no me alejaría mucho de la entrada. Este lugar es más peligroso de lo que parece a simple vista.

—¿Y qué vas a hacer tú?

—Lo que he venido a hacer. Detener a Kreesor.

Tras un cortés saludo, Julius Steamboat comenzó a subir las escaleras del túnel dejando a Naj a las puertas del oscuro laberinto de Gelfin. Por primera vez, al gregoch le invadió una inquietante sensación de soledad. Odiaba a Rob por su traición, maldecía a Steamboat por haberle dejado, y no podía dejar de preguntarse qué había sido de Haba la Rana.

Haba avanzaba con cautela por el segundo nivel de Isla Neblina. Los tuétanos que vigilaban el mar estaban demasiado concentrados mirando hacia afuera, por lo que no repararon en la pequeña rana que caminaba pegada a la roca volcánica. Después de invocar al espíritu de Animoso y enterarse de que el lemming había muerto calcinado por meterse en el túnel que conducía a las calderas, Haba había seguido el camino correcto, dejando atrás el laberinto y subiendo las escaleras hasta un almacén excavado en la roca que contenía material de construcción y repuestos diversos.

No sentía ningún remordimiento por haber dejado atrás a Naj y a Steamboat. Su prioridad era llegar cuanto antes a la mansión de Kreesor y entrar en la biblioteca. Encontró la rampa de ascenso, se aseguró de que no hubiera nadie cerca y empezó a subir. Al llegar al tercer nivel, reconoció, envuelta en brumas, la silueta de la mansión. Haba no había estado nunca en Isla Neblina, pero conocía la disposición de la casa como la palma de su mano. Se acercó por el lado sur y trepó por la pared hasta alcanzar un alero. Una horrible gárgola de maléfica sonrisa le dio la bienvenida, pero Haba no se asustó y se deslizó hacia una pequeña ventana que, tal como recordaba, siempre estaba abierta para favorecer la ventilación. Se coló por allí ágilmente y fue a parar a la parte más alta de una estantería. Allí estaba la biblioteca de Kreesor, tal como la recordaba, la más completa de Fabuland en temas de magia y conjuros. Echó un rápido vistazo y enseguida encontró lo que buscaba: un hueco vacío en una de las baldas. Se acomodó allí lo mejor que pudo y cerró los ojos. Necesitaba descansar y recuperar fuerzas para lo que se avecinaba.

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