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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas entre la niebla (7 page)

BOOK: Espadas entre la niebla
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Fafhrd ya no tenía el aspecto de acólito, ni siquiera de un acólito travieso. Al terminar el primer «cabrito» se había aligerado de ropa para beber con más comodidad. Su túnica de pelo de camello estaba tirada en un ángulo de la habitación, y las piezas acolchadas de la armadura en otro. Llevaba sólo un taparrabos que en otro tiempo fue blanco, y parecía un guerrero enjuto, enloquecido, predestinado a la destrucción, o un rey bárbaro en una casa de baños.

Durante algún tiempo no había entrado ninguna luz a través de las celosías, pero ahora se filtraba por ellas un tenue resplandor rojizo de antorchas. Habían comenzado los sonidos de la noche e iban en aumento: risitas, gritos de buhoneros, diversos llamamientos a la oración..., y la voz de Bwadres que gritaba « ¡Fafhrd! » una y otra vez, una voz ronca y sostenida. Pero este último sonido ya había cesado.

Fafhrd tardó tanto tiempo en quitar la resina, que recogía como si fuese pan de oro, que el Ratonero tuvo que reprimir varios gruñidos de impaciencia, aunque su rostro sonriente tenía una expresión de victoria. Se levantó una sola vez para encender una nueva vela con la llama de la que se extinguía, pero Fafhrd no pareció notar el cambio de iluminación. El Ratonero pensó que sin duda su amigo ya lo veía todo bajo la brillante luz de los vapores del vino, que ilumina el camino de todos los borrachos valientes.

Sin previa advertencia, el nórdico alzó el corto cuchillo y lo clavó en el centro del corcho.

—¡Muere, falso mingol! —exclamó al tiempo que retorcía el cuchillo y lo extraía con el corcho clavado en la punta—. ¡Me beberé tu sangre!

Y se llevó la jarra de piedra a los labios.

Había engullido una tercera parte de su contenido, según calculó el Ratonero, cuando dejó el recipiente con cierta brusquedad sobre la mesa. Puso los ojos en blanco, todos los músculos de su cuerpo se estremecieron con un espasmo beatífico, y se derrumbó majestuosamente, como un árbol talado con esmero. El frágil lecho emitió un crujido amenazante, pero no se hundió bajo su carga.

Pero éste no fue el final definitivo. Un surco de inquietud apareció entre las hirsutas cejas de Fafhrd, alzó la cabeza y sus ojos inyectados en sangre escudriñaron amenazantes desde el nido de águila formado por el pelo que los rodeaba, examinando la habitación.

Su mirada se posó por fin en la última jarra de piedra. Extendió un largo brazo musculoso y rígido, agarró la jarra por la parte superior y la colocó al borde de la cama, sin soltarla. Entonces cerró los ojos, su cabeza cayó hacia atrás de un modo definitivo y, sonriendo, empezó a roncar.

El Ratonero se puso en pie y se acercó a él. Levantó uno de los párpados del durmiente, asintió satisfecho con la cabeza y le tomó el pulso, que tenía un ritmo lento y fuerte como el de las rompientes del Mar Exterior. Entretanto la otra mano del Ratonero, actuando con una destreza y una minuciosidad habituales en él pero innecesarias dadas las circunstancias, extrajo de un pliegue en el taparrabos de Fafhrd un objeto de oro brillante, que anteriormente había atisbado allí, y se lo guardó en un bolsillo secreto en el faldón de su túnica gris.

Alguien tosió a sus espaldas.

Era una tos tan deliberada que el Ratonero no saltó ni dio ningún respingo, sino que se limitó a girar sobre sus talones con un movimiento lento y sinuoso, como el de un bailarín ceremonial en el Templo de la Serpiente.

Pulg estaba de pie en el umbral de la puerta interior, vestido con la túnica a rayas negras y plateadas, embozado en una capucha y sosteniendo una máscara negra con joyas engastadas a cierta distancia del rostro. Miraba al Ratonero enigmáticamente.

—No creía que pudieras hacerlo, hijo, pero lo has hecho —le dijo en voz baja—. Has vuelto a ganar méritos ante mis ojos en un momento apropiado. ¡Eh, Wiggin, Quatch! ¡Eh, Grilli!

Los tres sicarios se deslizaron en la habitación detrás de Pulg, todos ellos vestidos con unas prendas tan sombríamente llamativas como las de su amo. Los dos primeros eran robustos, pero el tercero era delgado como una comadreja y más bajo que el Ratonero, al que miró con una expresión de malicia y rivalidad. Los dos primeros iban armados con pequeñas ballestas y espadas cortas, pero el tercero no parecía llevar ningún arma.

—¿Tienes las cuerdas, Quatch? —preguntó Pulg, señalando a Fafhrd—. Ven, ata a ese hombre a la cama, y procura asegurar bien sus fornidos brazos.

—Es más seguro que esté desatado —empezó a decir el Ratonero, pero Pulg le interrumpió.

—Tranquilo, hijo. Todavía te encargas de este trabajo, pero voy a mirar por encima de tu hombro, sí, y a revisar tu plan sobre la marcha, cambiando algún detalle si lo creo conveniente. Será un buen adiestramiento para ti. Cualquier lugarteniente competente debe poder actuar a la vista de su general, incluso cuando otros subordinados están presentes y escuchan las reprimendas. Digamos que es una prueba.

El Ratonero estaba alarmado y desconcertado. Había algo en la conducta de Pulg que no acababa de comprender, algo discordante, como si el gran chantajista estuviera librando una lucha en su interior. No estaba claramente borracho, pero sus ojos porcinos tenían un brillo extraño. Casi parecía un visionario.

—¿De qué modo he perdido tu confianza? —le preguntó abruptamente el Ratonero.

Pulg sonrió sesgadamente.

—Estoy avergonzado de ti, hijo. La Suma Sacerdotisa hala me contó toda la historia de la chalupa negra, cómo se la subarrendaste al tesorero a cambio de permitirle quedarse con la tiara de perlas y el peto, cómo hiciste que el mingol Ourph la llevara a otro muelle. hala se enfureció con el tesorero porque éste se volvió frío con ella o se asustó y no quiso darle la chuchería negra; por eso vino a verme. Y, para remate, tu Lilyblack le contó la misma historia a Grilli, aquí presente, a quien concede sus favores. ¿Qué me dices de todo esto, hijo?

El Ratonero se cruzó de brazos y echó la cabeza atrás.

—Tú mismo dijiste que el botín era suficiente —replicó—. Siempre podemos usar otra chalupa.

Pulg soltó una risa larga y contenida.

—No me interpretes mal, hijo —dijo al fin—. Me gusta que mis lugartenientes sean de la clase de hombres que procuran tener un refugio a mano... De lo contrario dudaría de su integridad mental. Quiero que se preocupen de la salvación de su preciosa piel..., ¡pero sólo después de haberse preocupado de mi pellejo! No te apures, hijo, que nos entenderemos bien; eso espero... ¡Quatch! ¿Aún no está atado?

Los dos secuaces más fornidos, que se habían colgado del cinto sus ballestas, estaban muy adelantados en su trabajo. Fuertes lazadas de soga en el pecho, la cintura y las rodillas ataban a Fafhrd a la cama; le habían alzado las manos al nivel de la cabeza, atándolas por las muñecas a cada lado de la cama. Tendido boca arriba, Fafhrd seguía roncando apaciblemente. Se movió y quejó un poco cuando le obligaron a soltar la jarra de vino, pero eso fue todo. Wiggin se disponía a atarle los tobillos, pero Pulg indicó con una seña a su sicario que ya era suficiente.

—¡Grilli! —llamó Pulg—. ¡Tu navaja!

El sicario con aspecto de comadreja hizo un movimiento rápido, como si se limitara a tocarse el pecho, pero al instante blandió una hoja rectangular y reluciente. Sonrió mientras avanzaba hacia los tobillos descalzos de Fafhrd. Acarició los gruesos tendones y dirigió a Pulg una mirada suplicante. El chantajista observaba al Ratonero con los ojos entrecerrados.

Una tensión insoportable paralizaba al Ratonero. ¡Tenía que hacer algo! Se llevó el dorso de la mano a la boca y bostezó.

Pulg señaló la cabeza del durmiente.

—Grilli —repitió—, aféitale. Despójale de la barba y la cabellera y déjale la cabeza monda como un huevo. —Entonces se inclinó hacia el Ratonero y, en un tono calmoso y confidencial, le dijo—: He oído decir que su fuerza procede de esas barbas. ¿Crees que es cierto? Pero no importa, pues pronto lo veremos.

Despojar de melena y barba a un hombre velludo y luego rasurarle por completo requiere mucho tiempo, incluso cuando el barbero es tan rápido como Grilli..., rápido y peligroso, ya que le temblaba el pulso y no le importaba lo más mínimo la penumbra en la que trabajaba. El Ratonero tuvo tiempo suficiente para considerar la situación de diecisiete maneras distintas, sin encontrar su clave definitiva. Una cosa era evidente desde todos los ángulos: la irracionalidad de la conducta de Pulg. Difundir secretos..., acusar a un lugarteniente delante de los sicarios..., proponer una «prueba» idiota..., llevar un ridículo atavío de fiesta..., atar a un hombre completamente borracho..., y ahora esa tontería supersticiosa de afeitar a Fafhrd. Era como si Pulg fuese realmente un visionario y estuviera representando algún ritual misterioso bajo el absurdo disfraz de una táctica astuta.

Además, el Ratonero tenía una certidumbre: que cuando cesara aquel talante visionario de Pulg, o se disiparan los efectos de la droga que quizá había ingerido, o lo que fuera, no volvería a confiar en ninguno de los hombres que habían compartido con él aquella experiencia, incluido — ¡y especialmente! — el Ratonero. Era una triste conclusión admitir que ahora no valía nada la seguridad que tanto le había costado conseguir, pero era una conclusión realista, y el Ratonero tuvo que admitirla por fuerza. Así pues, mientras seguía buscando una solución a su problema, el hombrecillo vestido de gris se felicitó del desastroso regateo que le permitió entrar en posesión de la chalupa negra. Desde luego, un refugio podría ser pronto muy conveniente, y dudaba de que Pulg hubiera descubierto dónde Ourph había ocultado la embarcación. Entretanto, debía esperar que Pulg le traicionara en cualquier momento y que los sicarios del chantajista le dieran muerte bajo la orden de su caprichoso e impredecible amo. Por todo ello el Ratonero decidió que cuanto menores fueran las posibilidades de los sicarios, y de Grilli en particular, de hacer daño, a él o a cualquier otro, tanto mejor.

Pulg se echó a reír de nuevo.

—¡Vaya, parece un bebé recién nacido! —exclamó—. ¡Buen trabajo, Grilli!

En efecto, Fafhrd parecía asombrosamente juvenil sin ningún vello, excepto el del pecho, y ahora tenía un aspecto muy similar al que la mayoría de la gente consideraría propio de un acólito. Incluso podría haber parecido románticamente apuesto, de no ser porque Grilli, quizá movido por un exceso de celo, también le había afeitado las cejas, lo cual tenía el efecto de hacer que la cabeza de Fafhrd, muy pálida sin toda la pelambrera, pareciera un busto de mármol colocado sobre un cuerpo vivo.

Pulg siguió riendo.

— ¡Y ni un sólo corte, ni una mancha de sangre! ¡Ése es el mejor de los augurios! ¡Tienes todo mi aprecio, Grilli!

Eso también era cierto. A pesar de su velocidad endemoniada, Grilli no había producido un solo rasguño en el rostro o el cuero cabelludo de Fafhrd. Sin duda, un hombre privado de la oportunidad de desjarretar a otro desdeñaría cualquier corte menos importante, lo consideraría incluso una mancha en su reputación. O así lo supuso el Ratonero.

Miró a su amigo rapado y casi sintió deseos de echarse a reír también. No obstante, este impulso —y junto con él su vivo temor por su propia seguridad y la de Fafhrd — quedó momentáneamente en un segundo plano ante la sensación de que en todo aquello había algo muy extraño, y no algo que pudiera medirse con procedimientos ordinarios, sino extraño en un sentido profundo y oculto. Desnudar a Fafhrd, afeitarle, atarle al camastro desvencijado... ¡Todo aquello era demasiado raro! Una vez más se le ocurrió, y esta vez con mayor convicción, que, sin saberlo siquiera, Pulg estaba llevando a cabo un ritual misterioso.

— ¡Chitón! —gritó Pulg, alzando un dedo.

El Ratonero escuchó obedientemente, junto con los tres sicarios y su amo. Los ruidos ordinarios del exterior habían disminuido, y por un momento casi cesaron. Entonces, a través de la puerta cubierta por la cortina y las celosías con su resplandor rojizo, llegó la voz áspera de Bwadres que iniciaba la larga letanía y el murmullo de la multitud al responderle.

Pulg dio una palmada en el hombro al Ratonero.

—¡Ya se acerca el momento! —exclamó—. ¡Dirígenos! Pronto veremos lo acertado de tus planes, hijo. Recuerda que te estaré vigilando por encima del hombro, y mi deseo es que ataques al finalizar el sermón de Bwadres, una vez efectuada la colecta. —Miró a sus sicarios con el ceño fruncido—. ¡Obedeced a mi lugarteniente! —les advirtió severamente—. Acatad cualquier orden suya... salvo cuando yo ordene otra cosa. Vamos, hijo, apresúrate, ¡empieza a dar órdenes!

Al Ratonero le habría gustado golpear a Pulg en medio del antifaz enjoyado que ahora el chantajista volvía a colocarse ante el rostro, romperle la nariz y huir de aquella casa de locos y de tener que dar órdenes porque se lo ordenaran. Pero debía pensar en Fafhrd, que estaba allí..., desnudo, rapado, atado, borracho como una cuba y absolutamente impotente. El Ratonero se limitó a cruzar la puerta exterior y hacer una seña a los sicarios y a Puig para que le siguieran. Sin que apenas le sorprendiera, pues habría sido difícil saber qué conducta sería sorprendente en aquellas circunstancias, le obedecieron.

Indicó a Grilli que mantuviera la cortina mientras pasaban los demás. Mirando atrás, por encima del hombro del menudo sicario, vio que Quatch, el último en salir, se agachaba para apagar la vela y, disimulando con aquel movimiento, bebía de la jarra que estaba al lado de la cama y se la llevaba. Por alguna razón, ese inocente latrocinio le pareció al Ratonero el acto oculto más extraño de todos los raros y misteriosos acontecimientos que habían ocurrido recientemente. Deseó que existiera algún dios en el que pudiera confiar de verdad, a fin de rogarle para que le ilustrara y guiara en el océano de las intuiciones inexplicablemente extrañas que le embargaban. Pero, por desgracia para el Ratonero, no existía tal divinidad, y no podía hacer más que sumergirse él solo en aquel extraño océano y correr sus riesgos, haciendo sin cálculo aquello que le dictara la inspiración del momento.

Así, mientras Bwadres recitaba con su voz rasposa la larga letanía y los fieles le respondían con suspiros (y una cantidad anormalmente excesiva de siseos y abucheos), el Ratonero estaba muy ocupado ayudando a preparar el escenario y situar los personajes de un drama de cuyo argumento no conocía más que algunos trozos. Las numerosas sombras le auxiliaban en esta tarea —podía deslizarse casi como si fuera invisible de una oscuridad protectora a otra— y tenía los cajones de la mitad de los buhoneros de Lankhmar como elementos para el decorado.

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