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Authors: James Fenimore Cooper

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El último mohicano (7 page)

BOOK: El último mohicano
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Duncan se prestó de buena gana a reemplazar al veterano en la entrevista. Con redobles de tambor y bajo los pliegues de una bandera blanca, salió Heyward por la surtida diez minutos después de haber recibido sus últimas instrucciones. Fue recibido por el oficial francés que salió a su encuentro con las formalidades usuales de esta situación, siendo conducido a la tienda del general enemigo.

Éste estaba rodeado de sus oficiales y de los jefes de las diferentes tribus de indios que lo habían acompañado en esta guerra.

Duncan reconoció, entre ellos, el rostro maligno del magua Zorro Sutil, se volvió entonces hacia Montcalm, quien se encontraba en la flor de la vida y era atento y afable. Se distinguía tanto por la amable corrección de sus modales como por su valor. Tomando al oficial del brazo, lo condujo hasta el extremo de la tienda de campaña, donde podían hablar sin que los oyeran, luego de que Heyward le dijera que hablaba un poco de francés y de informarle la razón de que no hubiera venido el comandante Munro.

—No creo que puedan resistir más tiempo nuestros ataques —dijo Montcalm—. Sabemos que las hijas del comandante entraron en el fuerte después del sitio. La verdad es que sentiría que la prolongación de la defensa llegara a exasperar a mis amigos indios. Incluso ahora me es difícil conseguir que se respeten las leyes de la guerra de naciones civilizadas. ¡Y bien, señor! ¿Tratemos las condiciones de la rendición? —terminó Montcalm.

—Temo que su excelencia esté equivocado con respecto a la fuerza del William Henry y los recursos de su guarnición.

— No me demoré frente a Quebec, fortaleza de tierra defendida por dos mil trescientos hombres. Somos cerca de veinte mil, y la ayuda que podría proporcionar el general Webb no pasa de ocho mil hombres. Pero sé que el general Webb cree más prudente guardarlos que traerlos a campaña.

Se separaron y Duncan volvió al puesto avanzado de los franceses, acompañado como antes. De allí, se encaminó directamente al fuerte.

Ya en éste, cuando Heyward entró en la habitación de Munro, éste se encontraba con sus hijas. Alicia estaba sentada sobre sus rodillas. Cora, cerca de ellos, los miraba y sonreía. Alicia, apenas vio al mayor se incorporó sonrojándose y exclamó:

—¡Mayor Heyward!

—¿Qué ha sucedido? —preguntó ansioso Munro—. Muchachas, déjennos solos.

Entonces el mayor informó detalladamente a Munro sobre la entrevista que había sostenido con Montcalm.

—¡Al diablo, el francés y su ejército! —exclamó el veterano—. Aún no es dueño del William Henry, ni lo será nunca con tal de que Webb cumpla como hombre con su deber.

Heyward comprendió que su jefe sentía desprecio por el mensaje de Montcalm. El joven oficial, sabiendo que ese estado de ánimo no duraría, le dijo con toda serenidad:

—¿Recuerda que le pedí tener el honor de ser su yerno?

—Sí, muchacho. ¿Pero, has hablado claramente con ella?

—No, señor —dijo el joven—. Creí pertinente hablar con usted primero.

—Su criterio es el de un caballero, mayor Heyward, pero Cora Munro es una dama demasiado discreta y de espíritu demasiado noble para necesitar mi tutela.

—¡Cora!

—Sí, Cora. ¿No hablamos de sus pretensiones a la mano de mi hija mayor?

—Yo… yo… no creo haberla nombrado —tartamudeó Duncan.

—¿Para casarse con quien, entonces, pedía mi consentimiento?

—Tiene otra hija igualmente encantadora, señor.

—¡Alicia! —exclamó Munro.

—Alicia. Era a ella a quien yo me refería, señor.

—Heyward, mi familia es antigua y respetada, pero no poseía las riquezas correspondientes a su rango. Di palabra de casamiento a Alicia Graham, hija de un vecino mío, pero su padre me rechazó. Le devolví su palabra a Alicia, entré al servicio del rey y abandoné el país. Había recorrido muchos países antes de que el deber me llamara a las Indias Occidentales. Aquí conocí a la que luego fue mi esposa y me hizo padre de Cora. Mi esposa era la hija de un caballero de estas islas, pero su madre tenía la desgracia de descender, aunque en grado lejano, de una familia de esclavos. Cuando la muerte me privó de mi esposa, regresé a Escocia. Enriquecido con este casamiento, encontré otra vez a Alicia Graham. No se había casado, a pesar de los veinte años que no nos veíamos. Me perdonó el pasado, nos casamos y luego nació la pequeña Alicia. El nacimiento de mi hija le dio, por desgracia, la muerte —se detuvo y agregó—: Vivió conmigo un año. Nuestra felicidad duró muy poco.

Munro dio algunos pasos por la estancia y se acercó otra vez al mayor.

—Veré al francés, y sin miedo ni demora. Con buena voluntad, como corresponde a un servidor del rey. Mayor, envíe un mensajero anunciándome.

Luego de recibir esta orden, el joven abandonó la sala. Anochecía. Se apresuró a tomar las medidas necesarias; en pocos minutos se despachó a un ordenanza con bandera blanca, para anunciar que se aproximaba el comandante del fuerte.

A pocos metros del fuerte y del campamento se encontraron los dos jefes enemigos.

—He solicitado esta entrevista para hacerle ver que todo intento de lucha será un suicidio de su parte. ¿Desearía el señor visitar mi campamento y ver por sí mismo cuántos somos y la imposibilidad de resistir con éxito por más tiempo? —comenzó diciendo Montcalm.

—Yo sé que el rey de Francia está muy bien servido —replicó el escocés, tan pronto como Duncan hubo traducido—. Pero mi señor rey tiene tropas igualmente numerosas y fieles.

—Pero no están a mano, afortunadamente para nosotros —dijo Montcalm, sin esperar la traducción del intérprete.

Munro preguntó si sus catalejos habían visto el río Hudson y presenciado los preparativos de marcha de Webb.

—Que el general Webb sea su propio intérprete —dijo Montcalm, tendiendo hacia Munro una carta abierta—. Allí verá, señor, que no es probable que ese ejército moleste al mío.

El veterano tomó el papel y a medida que sus ojos recorrían rápidamente las palabras, en su rostro, una profunda pena reemplazó a la expresión de altivez.

El papel se deslizó de entre sus dedos, y bajó la cabeza como quien acaba de recibir un golpe que disipa toda esperanza.

Duncan levantó la carta, y sin pedir permiso leyó de una ojeada el cruel contenido; el general Webb lejos de estimularlos a resistir, aconsejaba que se rindieran y aducía que le era imposible mandar un solo hombre.

—¡Ese hombre me ha traicionado! —dijo Munro.

—¡No diga eso! —replicó Duncan—. Aún somos dueños de la fortaleza y de nuestro honor.

—Es imposible retener el fuerte —dijo el generoso enemigo—. Para los intereses de mi rey, es necesario que sea destruido; en cuanto a ustedes y a sus valientes compañeros, no les será negado ningún privilegio de los que aprecian los buenos soldados. Sus banderas pueden conservar las armas, todo será efectuado de la manera más honrosa para ustedes.

Duncan se volvió para comunicar estas condiciones a su jefe. Éste las oyó con asombro, y dijo:

—Duncan, vaya con el marqués Montcalm a su tienda, y arréglelo todo. He vivido para ver en mi vejez lo que nunca esperé ver: un inglés temeroso de apoyar a un amigo, y un francés demasiado honrado para aprovecharse de una ventaja.

Dichas estas palabras, Munro regresó al fuerte mostrando a la ansiosa guarnición que traía malas noticias. Luego se hizo pública la suspensión de hostilidades.

El fuerte debía ser entregado al amanecer, la guarnición conservaría sus armas, sus banderas y su equipo y, por consiguiente, según el concepto militar, conservaba también su honor.

El padre tras la huella de las hijas raptadas

La noche del nueve de agosto de 1757 transcurrió tranquila, tanto para los vencidos como para los vencedores. Mientras los primeros estaban silenciosos, taciturnos y abatidos, los segundos se mostraban jubilosos.

Amanecía cuando se levantó la lona que cubría la entrada de una espaciosa tienda en el campamento francés y un hombre salió al aire libre, envuelto en su capa.

Pasó junto al guardia que protegía la tienda del comandante francés sin ninguna dificultad y hasta recibió el saludo militar. Caminó rápidamente entre la multitud de tiendas y se encaminó hacia el William Henry.

A cada paso se le exigía el santo y seña por los guardias: salvo repetidas y breves interrupciones, había avanzado desde el centro del campamento hasta los puestos más avanzados. Protegido por una luna opaca, se colocó contra el tronco de un árbol, y allí permaneció observando minuciosamente los detalles de la fortaleza.

Esperaba con impaciencia la llegada del día. Estaba a punto de devolverse cuando se detuvo al oír un leve ruido que provenía de una de las esquinas del fuerte.

El hombre que apareció en ese instante se detuvo al borde del terraplén. También esperaba la llegada del nuevo día.

Su silueta fue reconocida por el solitario francés de la capa. Éste comenzó a retirarse prudentemente rodeando el árbol; pero otro ruido vino a turbar la calma desde el río. A pocos metros una nueva silueta apareció ante los ojos del francés. La silueta apuntaba su rifle hacia el observador del terraplén del fuerte. Rápidamente el francés evitó el disparo y agarró fuertemente al indio por el hombro. Abriendo su capa para dejar ver su uniforme, Montcalm preguntó en tono severo:

—¿No sabe que ha sido enterrada el hacha de guerra entre los ingleses y su padre canadiense?

—¡Qué pueden hacer los hurones! —replicó el indio—. ¡Ni un solo guerrero ha ganado una cabellera y caras pálidas se hacen amigos!

— ¡Ah! ¡Es Zorro Sutil! —dijo el general francés, y agregó—: Bien sé que Zorro Sutil tiene poder entre su gente y es escuchado.

—El magua trajo el hacha para teñirla con sangre. Ahora está brillante; será enterrada cuando esté roja —replicó Zorro Sutil.

Zorro Sutil le mostró ahora una profunda cicatriz que tenía en el pecho, y unas feas marcas sobre su espalda.

—Y eso, ¿qué es? —preguntó Montcalm, tocándole la espalda.

—El magua se durmió en cama de ingleses y ellos han pegado.

Sin hablar más, el indio tomó su arma y entró al campamento. Montcalm se encaminó a su tienda y dio la orden de que se tocara diana para despertar al ejército.

Las filas francesas estuvieron prontas para recibir a su general, el piquete de la guardia avanzó hacia las puertas del fuerte para rendir honores al jefe y para efectuar el cambio de dominio.

Munro, firme y triste, apareció entre sus tropas silenciosas. El golpe asestado por el enemigo lo había herido profundamente y trataba de sobreponerse a su desgracia.

Duncan, impresionado, acudió a prestar toda su ayuda.

—Mis hijas —fue la breve respuesta.

—¡Cielos! ¿No se ha tomado ninguna medida de seguridad? —dijo Heyward, mientras corría en dirección a las habitaciones de Munro.

Cora estaba pálida y ansiosa, pero conservaba su habitual firmeza. Alicia mostraba sus ojos enrojecidos de tanto llorar.

Duncan oyó el sonido de una flauta en la habitación cercana. Allí encontró a David, a quien pidió que cuidara a las jóvenes.

—Será su deber impedir que alguien se acerque a ellas. También le ayudarán los sirvientes de la casa. Puede que en el camino encuentre algunas partidas de indios o franceses. Si tiene problemas, amenácelos con denunciarlos a Montcalm. Eso bastará.

La intención de Heyward era marchar con el ejército hasta pasadas algunas millas del Hudson y luego volvería por ellas.

Una gran cantidad de personal civil, mujeres y niños salió en compañía de las jóvenes Munro, dejando el fuerte. Grandes columnas de soldados franceses aguardaban afuera, silenciosos y expresando respeto hacia los vencidos, que marchaban en número superior a los tres mil por el llano. Durante su marcha por la travesía hacia el Hudson, al borde de la selva se observaba gran cantidad de indios que se contenían de atacar solamente por ser inferiores a los soldados ingleses en cuanto a número.

La vanguardia había llegado a un desfiladero y poco a poco desaparecía entre los árboles. En ese momento se desencadenaron los acontecimientos.

Una turba de unos cien indios aprovechando una confusión de un soldado que quería desertar, aparecieron en escena. Cora reconoció en uno de ellos a Zorro Sutil, que con su elocuencia arengaba a los hurones.

Otro indio, excitado por los colores de un chal de una mujer, intentó robárselo y ella, más por miedo que por su prenda, inconscientemente envolvió a su hijo en ella, por lo cual el salvaje arrancándolo de sus brazos, lo arrojó violentamente dándole muerte inmediata entre las piedras del camino. A continuación dio muerte a la madre de un feroz hachazo. Zorro Sutil se puso ambas manos en la boca y lanzó un terrible grito de guerra, que fue repetido por todos los indios dispersos. De inmediato resonó en la selva y en la llanura un alarido tal, como pocas veces ha salido de labios humanos.

Rápidamente salieron del bosque más de dos mil indios, que se arrojaron furiosos sobre la retaguardia del ejército inglés. Toda resistencia era inútil. La sangre corría a torrentes. Los cuerpos de tropa entraron rápidamente en formación para impresionar al enemigo salvaje, pero los soldados llevaban descargadas sus armas debido a la rendición incondicional.

Alicia reconoció, entonces, a su padre que cruzaba el llano hacia el campo de Montcalm para exigirle una escolta armada. Los indios, aunque hacían amagos de atacar a Munro, no lo hicieron y salió sin un rasguño. Alicia lo llamó varias veces gritándole, pero en vano, nunca la escuchó, luego cayó desmayada.

—Señora —decía Gamut, quien estaba aún con ellas —debemos huir.

—Sálvese usted —le contestó Cora—. Ya no hay nada que hacer.

Los indios bailaban sus ritos en torno a ellos. David Gamut recurriendo a todo, comenzó a cantar muy alto. Esto y su estatura lograron impresionar a más de algún indio que refrenó sus ímpetus asesinos ante las jóvenes.

Zorro Sutil al ver a su merced a sus antiguos prisioneros, lanzó un grito de alegría.

—Ven —dijo, tomando con sus manos ensangrentadas el vestido de Cora.

—¡Atrás! —gritó Cora, cubriendo su cara con las manos.

—Es sangre, pero sangre de blancos.

—¡Monstruo! Es tu odio el que ha promovido esta matanza.

El magua titubeó durante un instante, después arrebató el cuerpo inerte de Alicia y, llevándola en sus brazos, cruzó rápidamente el llano en dirección a la selva.

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