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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (3 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Es un edificio grande, con dos pabellones que son como dos brazos que se abren majestuosos entre la frondosidad de la montaña. Tiene cinco alturas. La primera la ocupan los pacientes con lesiones cerebrales. Ahí está María José. En la segunda están los infecciosos y el gimnasio. La tercera es para los que necesitan cuidados paliativos, es decir, para los que es seguro que no saldrán vivos de allí. La mayoría son ancianos enfermos de cáncer que esperan la muerte en soledad, mirando cómo el viento mece los árboles a través de la ventana. Los que reciben visita o los que pueden pagar a alguien para que los acompañe pueden salir al patio en sillas de ruedas. Casi todos llevan una bata atada al revés encima del pijama, aunque haga calor. La cercanía de la muerte debe de dar frío, o eso piensa ella. Bajan en el ascensor hasta el sótano. Si coincide con ellos evita mirarlos a los ojos y se pregunta si se darán cuenta de que el día que mueran también saldrán por ahí, por el sótano, que es donde está el depósito de cadáveres. Los observa a hurtadillas, y se responde que no, que no son conscientes. Llevan la ilusión en la mirada: vamos a la calle, vamos a respirar ahora que podemos, hoy que estamos vivos todavía. Piensa en su madre. Qué pensaría ella cuando se estaba muriendo. Entonces ni se lo planteó.

La cuarta planta, que albergó el hospital original con las habitaciones de los contagiados en Cuba y de las monjitas que los cuidaban, está cerrada. En la quinta está la capilla y las oficinas. Hay una más, una buhardilla en la que dicen que el cura del hospital se ha construido un
loft
de ciento cuarenta metros cuadrados y una terraza casi del mismo tamaño con vistas a la sierra de las Águilas.

Ella lo sabe de memoria porque cuando se cansa de leer el
¡Hola!
, el
Diez Minutos
, el
Mía
, el
Telva
, el
Pronto
, el
Nuevo Vale
, el
Interviú, El País
o
El Mundo
, se entretiene curioseando el plan de evacuación del hospital en caso de incendio. Usted está aquí. Como si no lo supiera. Mira a su hija. Deja caer los brazos alrededor del cuerpo, cansada. Suspira y se lo señala con el dedo. Estamos aquí, María José. También coge el folleto del hospital, donde están los horarios de los autobuses y donde explica que la política del centro es que los pacientes y los acompañantes estén lo más cómodos posible, que las habitaciones son amplias, luminosas y funcionales, que disponen de cama para los cuidadores, de televisión gratis y de un cuarto de baño completo y adaptado.

Lo del
loft
del cura no lo pone ahí; eso lo sabe por las enfermeras, que cuchichean en el pasillo y piensan que desde las habitaciones no se oye nada. Ellas se alegran de que pueda ver «Amar en tiempos revueltos» en una pantalla plana, pero se quejan de que por el gasto en los televisores quizá haya menos plantilla.

En el gimnasio enseñan a caminar, a mover piernas, a echarse en la cama, a levantarse de la cama, a vestirse, a quitarse la ropa o los zapatos, a usar el ordenador, a vivir con la nueva realidad. María José nunca irá por allí. No le hará falta. Lo que hacen en el gimnasio se lo han contado las compañeras de habitación. Ha tenido cuatro, y eso que acaba de llegar. Las dos primeras sufrieron un ictus que les paralizó el brazo y la pierna, una perdió la vista y la otra el habla. Las dos se marcharon al poco tiempo. La cuarta está en rehabilitación.

La tercera se murió. Se llamaba Sonia y tenía diecisiete años. Era un tráfico, como María José. Casi a la hora de la comida, se fue en moto a casa de una prima que vivía dos calles más allá de la suya y no se puso el casco. Echa el arroz, le dijo a su madre. ¿Seguro? Mira que en veinte minutos está y luego se pasa la paella. Échalo, échalo, que yo vuelvo enseguida. Sonia la oyó refunfuñar mientras arrancaba la moto, y ahora ella no puede soportar la idea de que la última conversación que tuvo con su hija fuera justamente ésa. De haberlo sabido, ¿qué le habría dicho?, ¿que la quería?, ¿que la lloraría mientras viviera?, ¿que tenerla era lo mejor que le había pasado en la vida?, ¿qué? Todo eso Sonia ya lo sabía. ¿Qué podría haberle dicho? Tal vez ve a donde quieras, no tengas prisa, disfruta el paseo, o nada. Quizá una sonrisa. Sin embargo, torció el gesto, puso cara de enfado, renegó, y eso fue lo último que su hija vio de ella. Cuando le preguntó a Pilar cuál había sido la última conversación que había tenido con María José, no pudo evitar mentirle. La verdad era triste por partida doble (no lo recordaba y, en caso de recordarlo, seguro que tenía que ver con reproches o con enfados), así que le dijo que la noche anterior al accidente la llamó para preguntarle qué tal le había ido el día, y antes de colgar se desearon buenas noches. La mentira le dolió a Pilar tanto como la verdad a la madre de Sonia.

Llevaba ingresada ocho meses, pero a la 126 la habían trasladado hacía dos días porque la enferma con la que compartía habitación había cogido una infección. Sonia tenía los brazos y las manos encogidas porque se le habían atrofiado los músculos. De cuando en cuando, con una ráfaga de luz, abría mucho unos ojos azules que en otro tiempo debieron de estar llenos de vida pero que ahora estaban empañados. Su madre no se separaba de ella en ningún momento. Comía allí, dormía allí, se duchaba allí. Ocho meses sin salir del Sánchez Díaz-Canel. Ya no lloraba, pero no se había resignado. Cuando murió Sonia, recogió sus cosas con lentitud, como si no quisiera marcharse. Era esclava de su cuerpo, ahora está libre. Pilar no dio crédito a lo que había dicho cuando se oyó decirlo y se arrepintió al instante. Temió que la otra le soltase una estupidez semejante a la suya, pero la madre de Sonia la comprendió. Sí. Lo sé. Ya no era Sonia. Sólo era un cuerpo. Pero era su cuerpo. Y se echó a llorar. Los otros hijos y el padre de Sonia llegaron pronto, pero para entonces ya se había calmado. La encontraron serena, sentada al lado de Pilar, con la mano entre las suyas. Suerte, le dijo al marcharse. Pilar también entendió lo que quería decirle. Suerte.

Ahora, la cama 126 B la ocupa una mujer de cincuenta y nueve años, Rosa, profesora de física médica en la facultad de medicina. Estaba dando una clase cuando se desplomó delante de sus alumnos. Se marchará pronto, afortunadamente, porque sus visitas son insoportables. Tiene una hija monja de clausura que reza en el convento para que el mundo sea un lugar mejor y que no ha podido ir a ver a su madre porque el rezo no se puede detener. Pilar piensa que si ése es el trabajo de las monjas de clausura hay alguien que no está haciéndolo bien, porque el mundo no es más que una tremenda mierda. Rosa también tiene un hijo cura que trata de confortarla cada vez que va a hacerle compañía a su madre.

—¿Es usted creyente, doña Pilar?

—Lo justo.

—¿Reza?

—No mucho.

—Rece, rece, que Dios la ayudará.

—Ya ve lo que me ha ayudado hasta ahora.

—Podría haber sido peor, doña Pilar.

—¿Qué puede haber peor que esto?

—Muchas cosas, créame.

—Ya.

—¿No va a rezar?

—Me parece que no.

—Bueno, nosotros rezaremos por usted.

—Recen por su madre, que falta le hace a la pobre.

—Podemos rezar por las dos.

—Hagan lo que quieran.

—Me gustaría ayudarla.

—¿Puede curar a mi hija?

— Eso no, claro.

—¿Y su jefe?

— Dios hará algo mejor por ella: le dará la vida eterna.

— Pero en esta…, ¿no podría repetir lo de Lázaro?

—No haga bromas con eso.

—Lo siento, no quería ofenderle.

—No me ofende, pero si fuera creyente se conformaría porque se daría cuenta de que hay otra vida después de ésta que es mucho mejor. Y eso no sólo lo dice Dios: la diferencia entre la vida y la muerte es más difusa de lo que uno cree.

—¿Y quién lo dijo?

—Un premio Nobel, Heinrich Rohrer.

Ella sabe que eso no es verdad, porque vivir o estar muerto, en esa habitación, es exactamente lo mismo.

Cada día es igual en el Sánchez Díaz-Canel. Si no fuera porque cambian el menú a diario, todos parecerían el mismo.

Los miércoles dan paella para comer. A María José la alimentan por una sonda nasogástrica. A Pilar le gusta la paella, pero detesta los miércoles porque es el día de la semana que va Marga a ver a María José. Son amigas desde que nacieron, prácticamente. Han ido juntas al colegio y al instituto, y para disgusto de Pilar, que nunca soportó a Marga, han seguido viéndose a diario, aunque Marga estudió (periodismo) y a María José le dio pereza presentarse al selectivo porque no sabía qué carrera le gustaría hacer y se puso a trabajar (en una asesoría).

Pilar trató de quitarle la idea de la cabeza.

—Piénsalo bien, María José. Tanto esfuerzo para esto, hija mía…

—Pues sí, ya me he esforzado bastante, ahora quiero tener tiempo libre y algo de dinero y poder disfrutar todo lo que no he disfrutado.

Marga también trató de convencer a María José.

—Estudia, tía, que luego acabarás de cajera en un supermercado.

—Mejor cajera que sicóloga en paro.

—¿Y por qué vas a ser sicóloga en paro? Yo pienso hartarme de trabajar en cuanto termine la carrera, y voy a ganar una pasta y a la que me descuide me darán el Ortega y Gasset.

María José se rió.

—¿Sí? Pues te deseo suerte, porque das una patada y te salen miles de licenciados que acaban trabajando de cualquier cosa menos de lo que han estudiado.

—Qué pesimista eres, tía.

—Pesimista no, realista.

—Bueno, pues estudia de todas formas, y ya tendrás tiempo para acabar de cajera, tía.

—Que no, que ya estoy cansada de tanto empollar.

Marga insistió: estudia, estudia, estudia, y añadía un tía al final de cada frase. Con eso se quedaba Pilar, con el tía (qué ordinaria, qué poco vocabulario, menuda periodista nos va a dar el parte), en lugar de con el sentido común que intentaba inculcarle a su hija. No la aguanta. ¿Por qué? No sabría decirlo. Por nada, seguramente. No hay ningún motivo más que uno tan mezquino que no ha querido confesarse nunca: que le robaba el cariño de María José. Ya está. Ya lo ha dicho. Incluso ahora. Por eso los miércoles le molesta tanto verla entrar con esa sonrisa en la cara. Es por eso, se dice. Aquí estamos todos pasándolo fatal y llega ella con la sonrisita puesta. A ver si se cree que porque deje de trabajar una tarde ya se gana el cielo. Tal vez piense que la va a curar por imposición de manos y por eso no deja de tocarla. Pero lo que en realidad le da rabia es que le da dos fríos besos en la mejilla, ¿qué tal, Pilar?, como si ella no necesitase consuelo, y se acerca la silla hasta la cama de María José. La coge de la mano y no la suelta en las cuatro horas que se pasa en la habitación, hasta que viene Cleopatra a hacer el turno de noche y las dos se marchan a casa. Muchas veces, se queda un poco más que Pilar.

—Vete tú, yo me iré dentro de un rato.

Pilar protesta.

—Pero si ya son las nueve. Vete con tus hijos, no te preocupes, que María José se queda bien atendida con Cleopatra.

Marga ignora a Pilar y sonríe a María José con ternura infinita.

—Los miércoles Carlos se encarga de los niños y a mí todavía me quedan tantas cosas que contarte…

Lo dice y, hala, otra vez a sonreír. Pilar tiene ganas de pedirle que no vuelva, que no sonría más, quiere mentirle, decirle que los médicos le han dicho que es malo que reciba tantas visitas, pero no se atreve. Ése es el problema de Pilar, que no se atreve a hacer casi nada de lo bueno ni de lo malo que se le pasa por la cabeza, y se le queda dentro, reconcomiéndola. Así ha sido, toda la vida. Ése es su cáncer, el que la matará.

Está convencida de que, para mortificarla, Marga no se levanta ni para mear. Pone la mano izquierda debajo de la de María José y la acaricia sin parar. Le toca los brazos, la cara, el pelo, sin dejar de hablarle, de contarle cosas del supermercado (tanto estudiar no le sirvió de mucho y al final fue ella la que acabó siendo cajera), como si a su hija le fuera a importar que la carnicera esté embarazada y busquen sustituta, o que ayer, ésta es muy buena, María José, el reponedor tropezó en un escalón y se pegó un costalazo que no te lo imaginas, o que esté pensando ir de vacaciones a Cabezón de la Sal, o que Fernando ha sacado un siete en matemáticas, o que Antonio pincha en inglés, o que Carlos quiere tener uno más. Uno más, ¿lo has oído bien?, menudo morro, si él tuviera que parirlos seguro que se lo pensaría.

Tiene dos hijos y un gato. Menos mal. A Pilar los hijos de Marga se la traen floja, pero de no ser por el gato le habría arrebatado hasta lo que más quería su hija: el perro. A Pilar los perros también se la traen floja. Bueno, los perros y los animales en general (el ser humano incluido), pero por nada del mundo habría consentido que esa lagarta se llevase a
Jim. Jim
es un perro que parece un dálmata pero que en realidad no es de raza que María José se encontró una mañana en la playa.

Era el Día de los Inocentes, se había peleado con Joaquín, cogió el coche y sin darse cuenta se plantó en El Perelló. Condujo hacia allí sin ser consciente, seguramente porque el verano anterior alquilaron un adosado en El Pouet, y no habían sido del todo infelices. Volvió negra como un tizón, un poco más flaca y algo más segura de su relación. Lo pasaron bien. Se tiraban la mañana en la playa, la tarde en el pueblo, la noche en la cama. Una vez hicieron el amor en el patio de atrás, mientras oían a los vecinos jugar al
Pictionary
, o regañar a los niños para que se fueran a la cama, o fregar los platos de la cena. Eso no se lo contó nunca María José. Lo único que le dijo de aquel verano fue que, ya casi en septiembre, vieron a la infanta Elena en la horchatería del pueblo, tomándose un helado como si nada mientras todas las esquinas estaban llenas de tíos cachas que debían de ser los guardaespaldas y a su alrededor se arremolinaba la gente para hacerle fotos con el móvil. Todo lo demás lo supo por Marga, unas cosas mientras reñía con ella por llevarse al perro y otras, después.

—¿Cómo te lo vas a llevar tú, si tienes un gato?

—¿Y tú qué? ¿Cómo te lo vas a llevar tú, si odias a los perros?

—Pero el perro puede matarte al gato.

—Pero el perro es muy esclavo, lo tendrás que sacar a pasear todos los días, y bastante tienes con lo tuyo.

—Pues anda que tú, con los niños, con tu marido, con el súper, que no haces más que quejarte del trabajo que te dan.

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