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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (6 page)

BOOK: El Sótano
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—Como trabajaba también para la Agencia Nacional Antidroga, supongo que es lo normal.

—Quizá. Sí. Tienes razón.

La respuesta de Eduardo tranquilizó a Marta, pero una terrible sospecha se abrió camino en su mente: la llamada de Miguel; su nuevo paciente, Viernes; la mención a Argos; que impidieran el acceso de Marta al despacho de su marido; su accidente de coche en una recta… Algo no encajaba. Algo olía mal en todo eso.

—Aquí tienes el informe —dijo Marta, entregándoselo—. No sé si debo pedir que vengan a buscarlo. Los que trajeron las cosas de Miguel me preguntaron si tenía informes suyos en casa. Les dije lo mismo que a ti, que nunca traía nada. Pero me olvidé de este informe. No tenía la cabeza para eso, la verdad.

—Supongo que pueden esperar a que yo lo lea, ¿no crees?

7

La luz triste de la mañana se reflejaba en la nieve que había cubierto la Ciudad Universitaria durante la noche. No se veía un alma en toda la zona. El mundo más allá del campus universitario, donde sí debía de haber otros seres humanos, podría ser un espejismo. Bárbara fue la primera en aparecer por el hueco abierto el día anterior en la entrada del edificio. Pau se había marchado con el alba, cumpliendo su amenaza. Pero no andaba muy lejos. Llevaba oculto más de una hora, esperando fuera, a la intemperie, que los demás salieran. Dejó su mochila entre unos setos del parque que circundaba las facultades de Física, Química y Matemáticas, y se escondió detrás de un arbusto desde el que podía ver sin ser visto. La aparición de Bárbara casi le cogió desprevenido. Pero reaccionó a tiempo y agachó la cabeza.

—Qué buena está esa putita —dijo en un susurro apenas audible.

Era una lástima que no le hubiera dado tiempo a
congeniar
con ella, se dijo. Le habría gustado colocarla con alcohol y porros y hacerla suya en todas las posturas del Kamasutra.

Tras un golpe de viento, una aguja de nieve helada se escurrió desde la rama de un árbol y fue a colarse por la nuca de Pau. A punto estuvo de soltar una maldición, pero se contuvo y se limitó a estremecerse con un brusco escalofrío. Se ajustó el cuello de su gruesa cazadora. Notaba las manos y la cara entumecidas. No había inviernos tan duros en Barcelona. Se preguntó en qué estaba pensando cuando decidió ir a Madrid. Iba a volver a su tierra, lejos de aquel maldito frío. Pero antes de marcharse tenía algo que hacer. A modo de despedida. Una despedida
a su manera
.

Desde su escondite vio cómo todos los demás salían también, con sus mochilas, y se unían a Bárbara. Les oyó decir algo y reírse, pero no pudo entender las palabras. Estaba demasiado lejos. Lo que sí le quedó claro fue que no le echaban de menos. «Malditos», se dijo. No los necesitaba para nada, pero ellos sí que perdían algo sin él. Si había que resistir dentro del edificio, él era experto en combatir a la policía y sus asaltos. Sabía aguantar sin apenas comer y encajar los palos de los antidisturbios. Como aquella vez en Barcelona… Lo llevaron a comisaría y allí sí que le pegaron. Le dieron de hostias hasta en el carné de identidad. Pero desde entonces había aprendido. Ya no luchaba por el grupo ni por un movimiento. Ahora sólo lo hacía por él. Como cuando le partió aquel tarugo en la cabeza al policía que quiso detenerlo en el edificio de Malasaña.

Pau sabía que sus recién abandonados compañeros irían a la ciudad para sacar un dinero extra en las inmediaciones de la atestada calle Preciados. Lo necesitaban para comprar comida y algunas cosas esenciales con que adecentar una pequeña parte del edificio, donde se instalarían y comenzarían el proyecto de Germán. Su idea de crear un espacio libre en el que compartir ideas, teatro, artes plásticas, creación artística de todo tipo e intercambio de conocimientos. «Valiente gilipollez», pensó Pau, y recordó el día en el que vio a Germán, sin que éste se diera cuenta, haciendo algo que dejaba claro qué era en realidad. Si no fuera por Víctor, Germán sería al que más detestaba. Pero estaba Víctor, que apareció de pronto, con una historia de película de Disney y con tanta energía que se los ganó a todos.

Cada vez más frío, dentro y fuera. Pau aguardó a que todos subieran a la furgoneta y tomaran la carretera que atravesaba la Ciudad Universitaria en dirección al barrio de Moncloa. No salió de su escondrijo inmediatamente, por si se les ocurría volver. Se limitó a seguir esperando unos minutos prudenciales, mientras daba pisotones para calentarse los pies congelados. Una mueca de asco afloró a su rostro al recordar que nadie del grupo había intentado convencerle de que no se marchara. Aunque antes de hacerlo definitivamente iba a necesitar también algo de dinero, y a él nunca le había gustado pedir limosna a los esclavos del capitalismo. Alejandro había dicho que los mendigos siempre tienen historias que contar. A Pau no le interesaban las andanzas de ningún pordiosero, pero sabía que algunos de ellos no sólo guardan viejas historias.

Aquel hombre debía de tener su madriguera en algún lugar del edificio. Y también un sitio por el que entrar y salir. Ellos habían inspeccionado el exterior cuando llegaron y sólo vieron tres entradas, dos en un lateral y otra por detrás, en lo alto de una escalera. Eligieron la más accesible, ya que las otras estaban enrejadas. Eligieron realmente la única por la que se podía entrar. Resultaba extraño que quien se encargó de tapiar todas las ventanas y protegerlas con barrotes de hierro hubiera dejado una de las puertas sin más defensa que unos tablones de madera. Pero eso ahora no importaba.

Lo que Pau quería era encontrar la guarida del mendigo antes de que los demás regresaran. Seguramente estaría dormido o borracho. Lo cogería desprevenido y no le daría opción de defenderse.

Ya había transcurrido tiempo suficiente. Era el momento de comenzar con su plan. Pau sonrió imaginando el pánico en el rostro del viejo. Convencido por fin de que no había peligro, fijó la vista en el edificio abandonado. Su aspecto era tan siniestro a la luz del día como de noche. Antes de que él se marchara esa mañana, el mendigo no había dado señales de vida. Quizá había salido a rebuscar en algún cubo de basura o a pedir limosna. Eso sería mejor para ambos. Pau recogió su mochila de entre los arbustos, la sacudió un poco para retirar la nieve y el agua condensada, y se dirigió hacia la entrada del edificio. Tuvo que retirar de nuevo las tablas que la cubrían. Víctor, que fue el último en salir, había vuelto a colocarlas. Era un tipo muy cauteloso.

Al otro lado del hueco de la entrada, Pau se topó con la penumbra. La mortecina luz del día, que penetraba por las ventanas, apenas lograba amortiguar la profunda oscuridad. Tapó de nuevo el hueco y se encaminó sigilosamente hacia el interior. En su mano derecha aferraba el mango de su navaja mariposa; no sería la primera vez que comería carne y bebería sangre.

En su primera inspección, le llevó varios minutos recorrer la planta baja. Comprobó todas las estancias y todos los recovecos. Había algunos muros ciegos que impedían el acceso a ciertas zonas, y una puerta cerrada. Tras esa puerta podía estar la guarida del mendigo, pero optó por explorar el resto de plantas antes de tratar de abrirla o echarla abajo. Si hacía ruido, pondría al viejo sobre aviso. Y él no quería eso. El factor sorpresa era su mejor aliado.

La escalera que conectaba los distintos pisos era amplia, como correspondía a un edificio universitario. Pau subió los escalones de dos en dos, con prisa por acabar la tarea que se había propuesto. Llegó rápidamente a la primera planta y repitió en ella la misma operación que abajo. Esta vez tuvo que alumbrarse con su linterna, porque allí las ventanas seguían tapiadas. Escrutó todos los rincones, pero el resultado fue idéntico. En total, el edificio tenía cinco alturas. Le quedaban por comprobar otras tres. Lo hizo, cada vez más inquieto, pero en ninguna de ellas encontró el menor rastro del mendigo. Sólo mugre, trastos y suciedad. Algunas paredes estaban desconchadas y del techo pendían cables y tubos.

Pau se detuvo unos momentos en el piso superior. Allí arriba, en la fachada que daba hacia Moncloa, había una ventana con uno de los tablones arrancado. Lo vio en el suelo, a un lado. Debían de haberlo quitado los otros esa mañana, antes de salir hacia Madrid. La vista era magnífica. El parque que había abajo parecía una postal navideña, y tras los edificios de la Complutense, se llegaba a divisar el Faro de Moncloa, una gran torre coronada por una especie de platillo volante al que se llegaba mediante un ascensor de cristal; fue construida como mirador pero tuvo que cerrarse cuando las normativas municipales prohibieron su uso al carecer de escalera de incendios. Un fallo imperdonable.

—Cuánto dinero tirado en caprichos de políticos y cuánta mierda… —se lamentó Pau en voz baja desde allí arriba.

Luego volvió sobre sus pasos para regresar a la planta baja. Ya estaba claro que el mendigo no tenía su escondrijo en los pisos superiores, así que debía de estar tras la puerta que encontró abajo. La luz de la linterna se tornó anaranjada de camino a la escalera, y empezó a vacilar. No recordaba cuándo fue la última vez que le cambió las pilas.

—¡Joder!

La linterna aguantó estoicamente mientras bajaba, pero por fin se apagó. El hilo incandescente de su filamento dejó de emitir luz cuando Pau ya se encontraba al abrigo de la grisácea luz del día. Volvió a la puerta metálica de la planta baja y la examinó con más detenimiento que la primera vez. Al igual que las rejas de las ventanas, no parecía tan antigua como el resto. Quienes vaciaron el edificio debieron de instalar esos elementos para protegerlo de personas como él. O lo había hecho el mendigo.

Se dijo que el viejo debía de tener algún modo de abrirla. La cerradura estaba intacta y, a pesar de la penumbra, no apreció signos de que hubiera sido forzada. Aunque a Pau se le ocurrió otra posibilidad. Seguramente, la puerta conducía a algún tipo de almacén o sótano, que quizá tenía una conexión directa con el exterior por la que el mendigo podía entrar y salir sin pasar por la planta que daba a la calle. Había aparecido en plena noche, por lo que todos creyeron que ya estaba dentro del edificio. Pero lo más probable era que hubiera entrado por otro sitio. Sí, aquel pordiosero debía de utilizar un acceso desde otro lugar para entrar en su cubil, al otro lado de esa puerta.

De todos modos, eso ahora carecía de importancia. Pau no estaba dispuesto a husmear los alrededores en busca de ese acceso oculto, que podía estar en cualquier sitio, como una tapa metálica al final de un túnel de ventilación, la salida de un antiguo montacargas… Debía actuar pronto, o los otros regresarían y tendría problemas. Estaba decidido a atravesar esa puerta y atrapar al mendigo en su madriguera.

Nervioso por el tiempo transcurrido, Pau fue un momento hasta la entrada. Retiró cautelosamente uno de los tablones y escrutó el exterior. Nada. Ni un movimiento. El murmullo leve del viento se unía al silencio para hacerlo aún más denso. Volvió a colocar el tablón y regresó. Probó a empujar la hoja de la puerta con ambas manos, para verificar su resistencia. Estaba firmemente sujeta al marco y la plancha de metal no cedía. Sacó un clip de un bolsillo. Estaba extendido y con la punta afilada. Se agachó delante de la puerta y lo insertó en la cerradura. Luego fue moviéndolo hacia arriba y hacia abajo con destreza. No era la primera vez que hacía saltar así una cerradura. Le llevó varios minutos hacerse con ella. El sudor frío de los nervios perlaba su frente, y jadeaba por la tensión y el esfuerzo de la postura. Pero por fin lo consiguió. Un chasquido característico anunció su triunfo.

Pau se levantó, guardó el clip y se enjugó el sudor con la manga de la cazadora. Se quedó un momento delante de la puerta, con la navaja agarrada firmemente dentro de un bolsillo. El resto del plan era fácil. Y lo mejor para el mendigo sería haberse marchado de allí o no resistirse cuando lo encontrara. Más le valdría…

De pronto, un ruido a su espalda lo alertó. Pau se volvió rápidamente y vio algo pequeño y huidizo que atravesaba las sombras. Se quedó un momento rígido por el miedo, pero enseguida recuperó la calma.

—Una rata —dijo en voz baja.

No había llegado a verla, pero tenía que ser eso. Le había dado un buen susto. «La muy hija de puta.» Pau suspiró aliviado y cerró un momento los ojos para recuperar la calma.

Si no lo hubiera hecho, quizá habría podido ver que algo más se movía a un lado. Y que ese algo se le acercaba con un rápido movimiento silencioso y un tenue reflejo surgía de la oscuridad. Un reflejo que atravesó el aire y desapareció en su garganta, con un crujido seco.

Pau no pudo ni siquiera gritar. La hoja de una navaja automática taponaba sus vías respiratorias. Su sangre, cálida y espesa, brotó de la herida mientras el filo giraba ampliando el hueco en su garganta.

Los ojos incrédulos de Pau se abrieron, tratando de escapar de la oscuridad. Pero no de la oscuridad del edificio, sino de la oscuridad eterna de la muerte.

Sólo en el instante final pudo ver, durante una fracción de segundo, el rostro de su asesino.

8

El proyecto secreto Argos tenía como primera fase implantar cámaras miniaturizadas en insectos, polillas, saltamontes o langostas. Pero el espionaje no era su único objetivo, en estos tiempos en los que el terrorismo internacional siempre esperaba en la sombra y era una amenaza permanente. Había una segunda parte, que no se mencionó nunca en ningún informativo. Consistía en colocar en esos mismos insectos un virus capaz de reconocer el ADN y contagiar a un grupo de personas en concreto. Bastaba con tener un cabello del presidente de Irán para crear en el laboratorio un virus específico que pudiera matarlo. Las bajas colaterales serían personas de su familia con las que conviviera o que hubieran ido a visitarlo. El agente patógeno se mostraría más virulento cuanto mayor fuera la proximidad de parentesco con la víctima principal. Parecía ciencia ficción, pero era pura ciencia.

Por eso, que un paciente psiquiátrico, hallado en medio de un callejón y desprovisto de identidad, hubiera mencionado Argos, lo convertía en un potencial confidente y abría un nuevo camino de investigación para Eduardo. El asunto era delicado y hasta peligroso, porque las agencias de inteligencia militar no suelen permitir que nadie se inmiscuya en sus labores secretas. Les basta apelar a la seguridad nacional para justificar cualquier acción destinada a eliminar el menor rastro de sus actividades; sobre todo cuando son reprobables o, incluso, delictivas. Si la comunidad internacional tuviera conocimiento del proyecto Argos, el escándalo alcanzaría proporciones colosales.

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