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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (6 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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«Triplica tu vocabulario en treinta días —prometía una convincente voz masculina—.
Im-persona
a tus amigos. Enséñale a tu jefe quién manda aquí». Escuché con atención y me imaginé que volvía a clase usando palabras que hasta el señor Bogart no conocía. Luego echaron un anuncio de pasta para sopa con forma de letras. El propio concepto me fascinó, como todas las cosas con forma de letra. Me di cuenta de que ya casi era la hora de comer y de que empezaba a tener hambre.

Desafié la oscuridad de la cocina para echar un vistazo al pequeño frigorífico. Mi madre no estaba acostumbrada a tener uno y estaba casi vacío. Sólo encontré unas sobras de pollo, con los huesos que asomaban bajo la grasienta piel, unas verduras amarillentas con arroz frío y un recipiente de salsa de ostras. No me atreví a tocar nada. Me habían dicho que había que calentarlo todo bien. Acababa de ver un anuncio en el que unos niños comían un bocadillo de queso, una manzana y leche, pero no tenía pan, ni con qué rellenarlo. Me daba miedo hasta tomar un vaso de agua yo sola. En mi país, una vez me cogí una horrible diarrea por beber agua del grifo sin hervirla antes y casi me muero. En Hong Kong, mi madre siempre me preparaba la merienda cuando volvíamos juntas de la escuela: caballa al vapor con alubias negras, cortezas de cerdo asadas, sopa de calabaza blanca, arroz frito con cebolletas...

Me rugían las tripas mientras seguía mirando la tele. Relucientes cocinas de juguete, pelotas enormes sobre las que se podían montar los niños, críos que comían galletas en una caseta sobre un árbol... Echaron un anuncio de una familia sentada en una enorme mesa llena de comida. Me hubiera gustado estar en la habitación que salía en ese anuncio. Parecía todo tan limpio que daban ganas de tumbarse en el suelo. En nuestro piso, no me atrevía a tocar nada. Incluso después de nuestra meticulosa limpieza, todo parecía cubierto por la suciedad de los insectos y los ratones muertos. Me sumergí en una de mis fantasías preferidas: soñar que mi padre seguía vivo. Si estuviera con nosotras, quizás no tendríamos que trabajar en la fábrica. Él podría haber conseguido un buen trabajo y nos ayudaría a llevar una vida como las que se veían por la tele.

A pesar de la televisión, el día se me hizo largo y gris, lleno de horas vacías. No podía dejar de pensar en mi madre, que estaría trabajando sola en el taller. Veía sus delicadas manos moviéndose sobre las prendas planchadas. Me imaginaba lo cansada que estaría, pero todavía no podía ir a ayudarla porque tenía que hacer como que estaba en el colegio. Di un respingo al ver un ratón correteando por el suelo y desapareciendo en la cocina. Tenía la escoba a mi lado para hacer frente a intrusos y cucarachas. Cuando los insectos comenzaban a acercarse al colchón, hacía ruido con la escoba para mantenerlos a raya, con cuidado de no estrujarlos. Esto se debía, en parte, a mi educación budista que me enseñaba a respetar cualquier forma de vida, pero, sobre todo, porque me daba asco ver las cucarachas espachurradas en la pared.

Llevada por el aburrimiento, me puse a hurgar en las cosas de mi madre. En su maleta encontré un sobre de cartón cuidadosamente envuelto con un lazo. Deduje que era un viejo disco de 78 rpm, de esos que sólo traían una canción en cada cara. Debería de tener un gran valor sentimental para mi madre, pues no se me ocurría ningún otro motivo por el que hubiera decidido conservarlo, ya que no teníamos reproductor de música. Lo abrí con cuidado, esperando encontrar alguna ópera china, pero me sorprendí al descubrir que era una obra italiana. Leí el título: se trataba de Caruso cantando el aria de Cavaradossi, «E lucevan le stelle», de
Tosca.
Una fotografía se deslizó hasta el suelo. Entonces me vino un recuerdo a la mente: nuestro piso de Hong Kong; el ventilador del techo que runruneaba y yo tumbada en el sofá; mi madre me puso un disco para antes de dormir —era nuestra rutina nocturna: una canción y después, a la cama—; por lo general, escogía música china, pero aquella noche eligió a un hombre que cantaba con gran dolor en un idioma extranjero. Las palabras se le escapaban como lamentos lastimeros. Mi madre apartó la mirada unos instantes. Cuando pude volver a ver su rostro, ya se había serenado y contenía sus emociones.

Aquella noche, y muchas otras después, me fui a la cama pensando en la vida de mi madre y en el dolor que la unía a aquella música. Sabía que sus padres habían sido terratenientes e intelectuales, y que por eso los habían sentenciado injustamente a muerte durante la Revolución Cultural. Antes de morir, gastaron lo que les quedaba de su fortuna en sacar a mi madre y a la tía Paula de China, para enviarlas a Hong Kong antes de que fuera demasiado tarde. Luego, el único amor de mi madre, Pa, había desaparecido siendo aún muy joven, apenas con cuarenta años. Una tarde se fue a la cama con un fuerte dolor de cabeza y, por la noche, murió de un ataque al corazón.

Recogí la foto que se había caído del disco. Era una que mi madre tenía en un marco sobre el piano de nuestro salón de Hong Kong. Como mucha gente en aquella época, no teníamos una cámara porque resultaba demasiado caro, así que era la única foto que conservábamos de los tres juntos. A pesar de la rigidez de la pose, las tres cabezas aparecían ligeramente inclinadas la una hacia la otra, como una auténtica familia. Mi madre estaba preciosa, con sus rasgos limpios y delicados y la piel blanca y tersa. Pa era su pareja perfecta: ojos oscuros y brillantes, guapo y escultural, como una estrella de cine. Observé el tamaño de sus manos, una de las cuales se posaba con ternura —al menos eso me pareció— sobre el hombro de la pequeña, mi hombro. Era una mano heroica, una mano que podría arrastrar un pesado arado, una mano para salvarte de demonios y atracadores. Y yo, apoyada en la rodilla de mi padre, con un par de años, mirando curiosa a la cámara. Llevaba un traje de marinero y tenía la mano en la frente, haciendo un saludo militar, seguramente idea del fotógrafo. Una niña afortunada. ¿De verdad había sido alguna vez así de bonita, así de feliz?

Había unos caracteres escritos por detrás: nuestros nombres y la fecha. Sabía que no era la letra de mi madre, así que tenía que ser la de Pa. Pasé el dedo por las marcas que había hecho el bolígrafo en el grueso papel de la foto. Ese era mi padre, su mano había escrito esas palabras.

Aquello era todo lo que poseía para ocupar el lugar de los recuerdos. Sin embargo, por muy grande que me pareciera su pérdida, mayor habría sido para mi madre. Ella lo había conocido y amado de verdad, y tras su muerte se quedó sola para criarme y consolarme. Con cuidado, devolví el disco y la fotografía a su sitio. Más que nunca, deseé estar al lado de mi madre, ayudándola en lo que pudiese.

Finalmente, llegó la hora de salir hacia la fábrica. Pasé junto a un carrito en el que ponía: «Hot-dogs». El hombre vendía unos bollos con salchichas cubiertas de una salsa amarilla. Tenían buena pinta, y su olor era delicioso, pero en el bolsillo sólo tenía la ficha del metro y una moneda de diez centavos para llamadas de emergencia. En el metro, sentí que todo el mundo me miraba con ojos acusadores que decían: «Esa niña no ha ido hoy a la escuela». Vi a otros chicos con mochilas en la estación y esperé no cruzarme con nadie que pudiera reconocerme. Había un policía junto a la taquilla, con una pistola en el cinturón. Me observó mientras metía la ficha en la ranura.

—¡Eh, tú! —gritó el hombre.

Me quedé paralizada, pensando que me iban a detener. Pero el policía estaba mirando a otro niño que había tirado una bolsa arrugada al suelo.

—¡Recoge eso, mocoso! —dijo.

Pasé de largo y bajé corriendo al andén.

3

Mi madre y yo no tardamos en descubrir que nuestro piso no tenía calefacción. Como unas ilusas, limpiamos el radiador de la habitación en la que dormíamos, frotándolo tan a conciencia que casi nos llevamos la descascarillada pintura junto con el polvo, pero el aparato seguía sin funcionar por mucho que giráramos las llaves. Exploramos la tercera planta del edificio y descubrimos que las demás viviendas estaban vacías. La basura se amontonaba por todas partes: junto a las puertas, en las grietas que se abrían en los escalones... Había una pila de cajas medio vacías ante una puerta, como si alguien hubiera desaparecido o muerto en medio de una mudanza. La tienda que ocupaba los bajos del edificio tenía el escaparate tapado con tablones y un desgastado cartel que decía «Todo a un dólar». Encontramos el acceso al patio interior, que resultó ser un enorme vertedero lleno de basura, seguramente lanzada por los vecinos a lo largo de los años. La puerta que daba al sótano estaba cerrada.

Cuando mi madre, con mucho tacto, le preguntó a su hermana cómo funcionaba la calefacción, la tía Paula captó el verdadero sentido de la pregunta y contestó que ya había pedido permiso al señor N. para arreglarla. También añadió que, de todos modos, no nos íbamos a quedar en aquella casa por mucho más tiempo.

Pasé muchísimo frío los días que permanecí en el piso haciendo novillos. Después de una semana faltando a clase, vi mi primera nevada. Los copos caían del cielo y, al principio, el asfalto los absorbía como una esponja. Toqué la ventana con la palma de mi mano, sorprendida de que estuviera tan fría. Pensaba que ese arroz que bajaba del cielo tendría que estar caliente, como si lloviese sopa. Pasado un rato, la calle se cubrió de un manto blanco. Ráfagas de viento removían la nieve de los tejados y formaban remolinos de copos en el cielo.

Incluso hoy, el principal recuerdo que conservo de aquella época de mi vida es el frío: un frío como el que sientes en la cara cuando te dan una bofetada, ese hormigueo doloroso que cuesta distinguir si es frío o caliente y que tu cerebro reconoce simplemente como sufrimiento. Un frío que te invade la garganta y los dedos de los pies y de las manos, que penetra en tus pulmones y tu corazón. La mantita de algodón que habíamos traído de Hong Kong resultaba totalmente insuficiente, puesto que en las tiendas de mi país no vendían nada con la consistencia que precisan los inviernos de Nueva York. Dormíamos bajo una pila de abrigos y ropa para intentar conseguir más calor. Me despertaba con partes de mi cuerpo entumecidas y heladas: sitios inesperados, como la cadera, congelados porque un jersey se había caído del montón.

Poco a poco, se formó una película de hielo en la cara interna de las ventanas. Una capa que difuminaba la visión del exterior se extendió por los cristales. Cuando quería mirar a la calle, usaba mis dedos azulados para fundir círculos en el hielo, intentando alcanzar el cristal que había por debajo.

Una tarde, levanté una esquinita de las bolsas de plástico que cerraban las ventanas de la cocina para poder ver el aspecto de la parte de atrás del edificio. Era un día despejado y cuando miré por el hueco abierto, vi el techo de una estructura que prolongaba la planta baja. Supuse que sería el almacén de la tienda de «Todo a un dólar». Habían tirado tanta basura al tejado que casi no se podía ver su superficie, pero distinguí un enorme boquete en el techo que nadie se había preocupado de arreglar. Una hoja de periódico se había enganchado al oxidado borde del agujero, y aleteaba movida por el viento. El día que lloviese o nevase, aquel espacio se inundaría de agua.

Desde la ventana de la cocina también podía ver las ventanas del edificio colindante, el de la tienda del señor Al, que era más ancho que el nuestro. Sus pisos quedaban extrañamente cerca. Pese a pertenecer a un edificio distinto, sólo estaban a unos palmos de distancia. Con una escoba, podría haber tocado su ventana. Tras los cristales, distinguí la silueta de una mujer de color durmiendo. Seguramente tendrían calefacción en casa, porque sólo llevaba puesto un camisón. Tenía rulos en el pelo. Entre los brazos rodeaba con cariño algo con forma de almohada, y me di cuenta de que era un bebé. El resto de la cama estaba lleno de ropa, y por encima de sus cabezas, faltaba un fragmento triangular de yeso en la pared. Pero, a pesar de su pobreza, pude ver lo mucho que se querían y eché de menos los momentos que vivimos mi madre y yo cuando las cosas eran más sencillas.

Cuando el frío no me dejó seguir mirando, volví a colocar las bolsas de plástico en su sitio.

Al día siguiente, en cuanto entré en la fábrica, me encontré a Matt que arrastraba un enorme carro cargado de faldas de color malva en dirección al área de dobladillos. La montaña de prendas se erigía inmensa ante él, que se veía obligado a caminar de espaldas, tirando del carro con sus delgados brazos. Me colgué la mochila de la escuela y me dirigí hacia la zona de trabajo donde estaba mi madre, al fondo del taller, pero, para mi sorpresa, el chico me pidió en chino:

—Oye, ¿me echas una mano?

Me acerqué y empujé el carro por detrás. A pesar de que él iba delante, el suelo estaba tan resbaladizo por el polvo que tuve que hacer fuerza con los pies para que las ruedas no patinaran y se desviara hacia un lado.

Matt ladeó la cabeza para mirarme por detrás de la montaña de faldas.

—¿Te lo has pasado bien en el colegio?

—Sí —contesté.

—Es curioso tu colegio. Debe de ser el único que ha abierto hoy en toda Nueva York.

Abrí los ojos como platos.

—Vamos, relájate. No hay que ser muy listo para saber que haces novillos.

—¡Shhhhhhh! —Miré a mi alrededor, para ver si alguien nos podía estar escuchando.

Matt siguió hablando como si no le hubiera dicho nada:

—Nunca te veo haciendo los deberes.

—Ni yo a ti.

—Yo nunca los hago, pero tú eres una experta con los deberes.

Le expuse mi auténtica preocupación:

—¿Piensas que mi madre se habrá dado cuenta?

—No creo. Yo lo sé porque yo también hacía novillos.

—¿En serio? —le pregunté, mostrando simpatía.

—Pero acabo de oír a una mujer quejándose delante de tu madre porque tenemos que trabajar hoy, que es el Día del Pavo. Es una gran fiesta aquí en América. Así que es mejor que pienses en algo que contarle.

Mi cabeza, agotada y sin ideas, daba vueltas al asunto.

—¿El qué? ¿El qué?

Matt se lo pensó un momento y dijo:

—Cuéntale que, cuando llegaste al cole, te enteraste de que no había clase. Entonces, volviste a casa para hacer los deberes, porque la semana que viene tienes que entregar un trabajo.

Ya habíamos llegado a la zona de los dobladillos, que estaba en la parte delantera del taller, cerca de la oficina de los encargados. Dejamos el carrito, que avanzó un paso más él solo antes de detenerse renqueante.

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