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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (4 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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Por el momento, a los indefensos prisioneros les había sido concedido un respiro. Los sirvientes del templo tenían ofrendas mucho más dulces a las que dedicar su atención.

Dos druchii oscilaban sobre la pila de piedras donde la presa de hierro de los ejecutores los mantenía de pie. Llevaban el torso desnudo, pero Malus reparó en los mugrientos ropones blancos cuyas mangas desgarradas tenían enrolladas en la cadera. El pecho y los brazos musculosos estaban muy contusionados y ennegrecidos; al mirarlos, el noble bien podría haber creído que los habían sacado de entre los escombros de uno de los edificios cercanos. Lo más revelador era que no había en sus cuerpos ninguna cicatriz de espada o hacha, a pesar de las luchas que habían arrasado la ciudad.

Eran fanáticos, miembros de la facción renegada que seguía la verdadera fe de Khaine. Asesinos sin igual, no llevaban armadura alguna a la batalla y se ataviaban de blanco para mostrar mejor los rojos favores de su dios. Cientos de ellos habían acudido a Har Ganeth cuando Urial los llamó, y habían causado un espantoso número de bajas entre los guerreros del templo durante el alzamiento. Cuando se hizo evidente que la rebelión había fracasado, la mayoría de los supervivientes se habían dispersado por la campiña, cosa que hacía que los prisioneros fanáticos fuesen aún más tentadores para las vengativas brujas de Khaine. Aquellos dos sufrirían durante semanas bajo las expertas manos de las brujas, antes de que sus restos fueran entregados al Caldero de Khaine. Era la peor suerte posible para los verdaderos creyentes, que le rezaban diariamente a su dios para que les concediera una gloriosa muerte en la batalla.

Malus observó fríamente a los condenados y dio gracias a la Madre Oscura por aquella distracción. «Mejor vosotros que yo», pensó, y luego frunció el ceño con irritación cuando Rencor ralentizó la marcha hasta casi detenerse al sentir el olor de la sangre fresca. El noble posó una mirada colérica sobre la escamosa montura, e iba a espolear a la bestia para que volviera a acelerar hasta el medio galope cuando, de repente, un grito angustiado ascendió desde la pila de escombros.

—¡Líbranos de esto, santo! —le gritó a Malus uno de los fanáticos—. ¡Desenvaina tu espada y mátanos, en el nombre del Bendito Asesino!

Las cabezas se volvieron. Malus sintió las miradas depredadoras de las brujas de Khaine sobre la piel, y se le erizó el cabello. De repente, el aire pareció cargado de una tensión contenida, crepitante de energías coléricas, como en los momentos anteriores a una tormenta de verano. También Rencor percibió el cambio y le gruñó amenazadoramente a la turba.

«Condenada suerte la mía», maldijo el noble. No reconocía ninguno de los dos rostros implorantes de los fanáticos. Cuando había llegado por primera vez a la ciudad para buscar una ruta secreta que le permitiera entrar en la fortaleza del templo, accidentalmente había ido a parar entre los verdaderos creyentes. Incluso había contribuido a provocar los primeros disturbios con la esperanza de distraer aún más a los ancianos, y había acabado por encontrarse con muchos más problemas de los que había pretendido.

La turba miraba a Malus como lo habría hecho una manada de perros salvajes. Con su gastado ropón y la arañada armadura tenía más aspecto de caballero sin tierra o de noble exiliado que de hereje de ojos enloquecidos. La cara del noble estaba demacrada, lo que resaltaba sus prominentes pómulos y su ahusado mentón. Sus ojos de color latón brillaban dentro de las cuencas oculares hundidas, rasgo que lo distinguía como elegido de Khaine. Más formidable aún era la palidez gris de su semblante, como si el druchii estuviera aquejado por una enfermedad terrible.

—Nadie va a salvarte de tus pecados, hereje —le espetó Malus al mismo tiempo que tiraba de las riendas de
Rencor—
. Khaine no tiene fría misericordia para los de tu calaña.

El nauglir sacudió la enorme cabeza y dio un paso de lado, reacio a apartarse de la turba. Cerró en el aire las enormes fauces y gruñó amenazadoramente, y los druchii le sisearon a modo de respuesta.

Una de las brujas del templo apuntó a Malus con su espada. Sobre sus musculosos brazos y largas piernas desnudas brillaban regueros de sangre fresca.

—Tú no eres un sacerdote del templo —dijo con voz ronca, como si un aire frío se hubiese alzado de una tumba.

—Nunca he dicho que lo fuera —replicó Malus con voz tensa, mientras intentaba controlar al gélido.

Rencor
giraba en círculos y pateaba el suelo, alejándose de la turba para luego dar media vuelta y volver hacia ella como hierro atraído por una piedra imán. La tensión del aire continuó aumentando hasta darle dentera al noble. ¿Qué estaba sucediendo, en el nombre de la Madre Oscura?

—¡Cobarde! ¡Apóstata! —gritó uno de los fanáticos, y se lanzó hacia delante aunque lo retenían las manos de los ejecutores.

—Apresadlo —dijo la bruja con frialdad.

La turba estalló en vigorosos alaridos y blandió las armas al correr hacia el noble, momento en que
Rencor
se abalanzó hacia ellos con un rugido como respuesta y casi derribó a Malus de la silla.

El noble sintió que la tensión contenida estallaba en una ráfaga que crepitaba por el aire y chisporroteaba sobre las zonas de la piel que llevaba descubiertas. Fue como el hirviente destello de una llama o de un relámpago de verano. Malus gritó de perplejidad y cólera mientras se esforzaba por mantenerse erguido sobre
Rencor
, que atravesaba la muchedumbre. Crujieron huesos y saltó sangre al aire cuando el gélido atrapó a un druchii por el hombro derecho y le cortó el brazo de una dentellada. El angustiado alarido de la víctima destrozó los nervios de Malus.

Rencor
rugió y acometió a otro que pasaba corriendo por su lado; lo atrapó por la cadera y lo lanzó al aire. Malus maldijo y aporreó los flancos de la bestia con las espuelas, pero el nauglir se había vuelto loco de frenesí y desgarraba enemigos con temerario abandono.

La turba, enfurecida, rodeó a la bestia. Una espada resonó contra el peto de Malus. Pálidos rostros manchados de sangre alzaban hacia él miradas furiosas y en los oscuros ojos ardía el delirio de la batalla. Unas manos desnudas lo aferraron por el faldar de malla y la pierna derecha, e intentaron derribarlo de la silla. Gruñendo como un lobo, Malus consiguió liberar la pierna y golpeó con el tacón el rostro del hombre, pero otras manos se cerraron en torno a su tobillo y tiraron.

Sintió que se deslizaba inexorablemente de la silla. La rabia y la desesperación le hirvieron en las venas. Sin pensar, Malus bajó la mano hacia la Espada de Disformidad. La empuñadura estaba caliente al tacto, y pareció que la larga espada arcana saltaba fuera de la vaina con un siseo ominoso.

Rugiendo blasfemias, Malus levantó la hoja negra como el ébano hacia el tormentoso cielo. Por encima del estruendo de los gritos de la turba, el noble oyó el horrible chillido de una de las brujas del templo, y entonces descargó la espada con un terrible barrido que atravesó brazos y cabezas. La sangre se ennegreció y se secó cuando la espada absorbió profundamente el caliente líquido vital y el dolor de los mortales.

Los rugidos sanguinarios se convirtieron en alaridos de terror y desesperación. Los druchii retrocedieron ante los humeantes cadáveres de sus hermanos, mientras gritaban el nombre de Khaine. Malus saltó tras ellos, con la cara transformada en una máscara de cólera frenética.

En lo alto, los graznidos de los cuervos resonaban a modo de risas en el tormentoso cielo.

La cara de la bruja de Khaine estaba extrañamente serena. Malus admiró la perfección de alabastro de sus altos pómulos y la sutil curva de la elegante mandíbula. Sus ojos color latón eran serenos, los carnosos labios estaban ligeramente separados y tenían el vivido color rojo de la juventud. En otro tiempo podría haber sido una princesa de ojos violeta de la perdida Nagarythe a punto de susurrar sus secretos al oído de un amante.

Estando lo bastante cerca como para besar aquellos labios perfectos, Malus realizó una inspiración temblorosa y arrancó del cadáver la Espada de Disformidad. La antigua hoja raspó contra la piedra al salir de la pila de escombros que había detrás de la espalda de la bruja, cuyo cuerpo se deslizó de la larga cuchilla y se desplomó sin vida en el suelo.

Por un momento, el noble parpadeó como un borracho ante el cuerpo de la bruja, como si lo viera por primera vez. Tenía la piel caliente, febril, y sus nervios aún resonaban con las últimas notas de la sed de sangre. Su mirada se desplazó hacia la punta de la espada, que señalaba en dirección al suelo. Una tenue espira de vapor rojo ascendía de su agudo filo.

Mediante la fuerza de voluntad, Malus alzó la cabeza y contempló la estela de asesinatos que se extendía por toda la larga y ancha calle.

Cuerpos destrozados y extremidades cercenadas yacían en enredada alfombra sobre el empedrado. Muchos tenían las heridas en la espalda, ya que habían muerto cuando intentaban escapar. Bajo la débil luz solar destellaban armas rotas que señalaban el lugar donde otros habían intentado luchar contra la voracidad de un dios. Todos los rostros que veía Malus estaban contorsionados en un rictus de terror y dolor, todos menos los semblantes de los dos prisioneros fanáticos. Sus cuerpos decapitados continuaban de rodillas sobre los adoquines, con los brazos extendidos en gesto de éxtasis religioso.

—Bendita Madre de la Noche —susurró Malus con horrorizada reverencia— ¿qué he hecho?

—Has saciado la sed de la ardiente espada —siseó Tz'arkan—. Por el momento.

«Docenas de personas —pensó el noble, incapaz de apartar los ojos de la carnicería—. Docenas de personas condenadas.»

Lo último que recordaba claramente era que estaba desenvainando la espada. Después de eso..., sólo risas y alaridos terribles. Pensar que había perdido el control de aquella manera lo aterrorizaba.

Se oían gritos distantes en dirección al barrio de los comerciantes. El noble buscó a los ejecutores del templo
y
encontró los cuerpos en la base de la pila de escombros, a pocos metros de distancia, rodeando el cadáver de la segunda bruja de Khaine. Intentó contar los cuerpos de los plebeyos, pero abandonó el intento, asqueado. No había manera de saber con certeza cuántos eran, ni si alguno podría haber escapado de la matanza y haber corrido en busca de ayuda.

Malus obligó a su cuerpo a moverse y avanzó serpenteando rápidamente entre los muertos. De forma distraída reparó en la poca sangre que había: sólo carne ennegrecida y órganos marchitos.

Rencor
no se encontraba lejos del lugar en que Malus había desmontado, y se alimentaba con desconfianza de uno de los druchii muertos. El nauglir se apartó con temor cuando el noble se acercó. Malus gruñó con irritación a la bestia de guerra.

—¡Quieto, maldito! —gritó, y se dio cuenta de que su mano ceñía lentamente la empuñadura de la espada.

Entonces, se inmovilizó. Mientras observaba la espada con desconfianza, la deslizó lenta y deliberadamente dentro de la vaina. Dos veces pareció atascarse en la boca de la funda, cosa que lo obligó a retirarla ligeramente para intentar envainarla de nuevo. Cuando por fin el arma acabó de entrar, el noble suspiró de alivio.

Al cabo de un momento, el calor que le inundaba los músculos comenzó a desvanecerse, como si fuera un hierro retirado del fuego, y volvió a sentirse frío y desgraciado una vez más.

«Atrapado entre el dragón y el mar profundo», pensó Malus, mientras luchaba contra una ola de desesperación. ¿Cuál era peor destino?

3. Portentos de la oscuridad

La luna brillaba a lo largo de las filigranas de oro de la vaina de la espada y encendía un fuego oscuro en las profundidades del rubí oblongo que estaba engarzado en la juntura de la empuñadura con la hoja. Durante un momento, Malus admiró la reliquia con temor, mientras la sujetaba cuidadosamente, envainada, con ambas manos. Imaginó que podía sentir su calor, que palpitaba suavemente como un corazón dormido. Se lamió con nerviosismo los labios fríos, y luego, con una profunda inspiración, depositó el arma sobre la tela que tenía extendida encima del regazo y procedió a envolverla de un extremo a otro con capas
y
más capas de desgastada lona. Con cada capa se sentía un poco más frío, un poco más pequeño y más marchito que antes. Cuando hubo acabado, ató el paquete con bramante basto y lo llevó hasta donde estaba
Rencor
. El gélido se hallaba sentado bajo los árboles del otro lado del pequeño claro del bosque
y
observaba a su amo con ojos desconfiados rojo brasa.

Con la cara convertida en una máscara de inflexible determinación, Malus puso la Espada de Disformidad junto a las alforjas y la sujetó a la silla al lado de la bolsa en la que guardaba el resto de las reliquias del demonio. A regañadientes, apartó las manos del arma y le dio unas palmaditas en el flanco al nauglir.

—Hoy no habrá cacería —dijo en voz baja, mientras miraba las oscuras profundidades del bosque circundante—. A saber con qué te tropezarías.

Hacía apenas unas pocas horas que se había puesto el sol, y estaban a unos quince kilómetros de Har Ganeth, en las profundidades de las boscosas colinas que había al noroeste de la ciudad. El claro era uno que había frecuentado durante los dos meses que había dedicado a rondar por el Camino de los Esclavistas que conducía hasta la Ciudad de los Verdugos. Incluso había en él un pequeño colgadizo construido con ramas de pino que ofrecía una cierta protección contra los elementos, y una reserva de leña. Sin embargo, encender un fuego era algo fuera de discusión. Lo último que quería era anunciar su presencia, y de todos modos dudaba de que las llamas pudieran calentar sus huesos malditos.

Había escapado de la ciudad sin más incidentes, aunque al llegar a la amplia puerta había oído el primer grito de alarma procedente del lugar de la masacre. Malus confiaba en que los ciudadanos culparían del ataque a una banda de fanáticos, pero no tenía ninguna intención de poner a prueba esa teoría. Había salido casi al galope por la puerta abierta, aliviado al encontrarse con que el Camino de los Esclavistas estaba casi desierto. Durante las horas siguientes se había dirigido hacia el oeste a lo largo de la senda, con la mirada atenta por si veía nubes de polvo alzarse en el horizonte.

Malus tenía una muy buena razón para salir de Har Ganeth lo más rápidamente posible: era muy probable que Malekith estuviera en camino hacia la ciudad con un ejército a sus espaldas, alertado del alzamiento del templo. Aunque él había sido quien había puesto fin personalmente al intento de golpe de Urial, el noble dudaba de que el Rey Brujo fuera a manifestarle gratitud alguna. Malus había sido un fugitivo desde principios de verano, después de asesinar a su padre en la fortaleza Vaelgor, situada a unos escasos treinta kilómetros al nordeste de allí. Lo había hecho para apoderarse de la Daga de Torxus, otra de las malditas reliquias del demonio, aunque el móvil no tenía ninguna relevancia de acuerdo con las leyes de aquel territorio. El padre de Malus había sido el vaulkhar de Hag Graef, uno de los tenientes del Rey Brujo, y nadie mataba a uno de los vasallos de Malekith sin su permiso. Esperaba que el Rey Brujo lo creyera muerto, asesinado junto con miles de druchii en una confusa batalla nocturna librada en el exterior de Hag Graef hacía varios meses, aunque no estaba dispuesto a apostar su vida en ello. Estaba convencido de que su medio hermano Isilvar, ahora único heredero de Lurhan, y vaulkhar de Hag Graef, sabía la verdad. La pregunta era qué haría con ese conocimiento. Isilvar tenía muy buenas razones para desear su muerte, y la de menor importancia era una horrible cicatriz que le cruzaba el cuello, producto de una herida que le había hecho Malus en una batalla librada bajo la torre de su hermana Nagaira, hacía algunos meses.

BOOK: El señor de la destrucción
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