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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (29 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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Finalmente, habían interrumpido la llegada de enemigos por las escalerillas y habían reducido el número de bárbaros a menos de una docena, y fue en ese momento cuando las cosas se volvieron realmente peligrosas. Los bárbaros supervivientes se dieron cuenta de que estaban atrapados, y como si fueran un solo hombre decidieron llevarse a la tumba a tantos de sus odiados enemigos como pudieran.

Un guerrero se lanzó gritando hacia Malus con una espada manchada de sangre en la mano derecha y un vapuleado escudo en la izquierda. Con los ojos desorbitados y echando espuma por las comisuras de la boca, lo acometió con una tormenta de golpes que obligó al noble a dedicar toda su atención a desviarlos. Intentó que perdiera el paso con un velocísimo tajo dirigido a los ojos, pero el enemigo se limitó a parar el golpe con el borde del escudo y continuó aporreando la guardia de Malus.

Tan absorto estaba el noble en el combate con el frenético guerrero que no reparó en que el druchii que tenía a la izquierda resbalaba en un charco de sangre y caía con una rodilla a tierra. Su oponente graznó por el triunfo y descargó un golpe con su martillo de guerra... contra un costado de la cabeza de Malus.

Fue un golpe descomunal. En un momento, Malus estaba trabado en mortal combate con el hombre que tenía delante, y al siguiente era lanzado violentamente al suelo. Rebotó de cara contra las piedras, sin que su cerebro lograra entender cómo había llegado hasta allí.

Un rugido le inundó los oídos como si una ruidosa marea subiera y bajara justo por encima de su cabeza. Todo se le volvió borroso; lo único que sentía con perfecta claridad era un fino hilo de icor que le caía por una mejilla.

«Estoy sangrando», pensó, estúpidamente, y se dio cuenta de que era probable que se hallara a punto de morir.

Pero en lugar de ver una espada o un martillo descender hacia su cabeza, vio una bota druchii que se plantaba en el suelo a pocos centímetros de su cara. Continuó el rugido, y la bota siguió adelante para ser reemplazada por otra.

Permaneció allí tendido, viendo cómo las botas pisaban ante él y seguían adelante durante lo que pareció un rato muy largo, y no fue hasta que el rugido de sus oídos disminuyó poco a poco cuando se dio cuenta de que no lo habían matado, después de todo.

Lo siguiente que percibió fue que había manos bruscas que tiraban de él e intentaban colocarlo de espaldas.

—Esa ha sido la cosa más condenada que he visto nunca, si no te importa que lo diga, capitán —declaró una voz—. Me recuerda a ese noble condenadamente estúpido al que conocí...

Las manos lo hicieron rodar hasta dejarlo tendido de espaldas, y Malus se encontró mirando los oscuros ojos de un rostro sonriente. Reconoció las cicatrices y dejó escapar un gruñido de perplejidad.

—Así que estás ahí, Hauclir, condenado canalla —dijo—. ¿Dónde está el vino que pedí? —Y después de eso, el mundo se tornó completamente negro.

16. Demonios y mercenarios

A Malus le cayó agua fría en la cara. Despertó, farfullando y tosiendo, recostado contra la dura piedra de las almenas. Charcos de sangre y trozos de cuerpos sembraban el adarve en que se encontraba.

Arrodillado ante el noble había alguien que sujetaba una botella invertida.

—Lamento despertarte, mi señor —dijo Hauclir con calma—, pero da la impresión de que estamos a punto de ser nuevamente atacados, así que no puedo darme el lujo de permitirte dormir hasta recuperarte de ese golpecito que has recibido en la cabeza. Tú y yo tenemos que hablar de algunas rosillas mientras aún podemos hacerlo.

Malus se frotó los ojos enrojecidos para librarse del agua que los inundaba. Cuando recuperó la visión, se encontró con que Hauclir lo estudiaba atentamente, poniendo especial atención a su cara y cuello.

El antiguo capitán de la guardia iba vestido de modo muy parecido al resto de los mercenarios, aunque sus ropones estaban mejor cortados y cuidados, y su kheitan era de gruesa y resistente piel de enano. Llevaba el camisote de costumbre, y la espada corta estaba metida en su vaina aceitada. Un largo garrote de nudoso roble colgaba flojamente de su mano derecha.

El noble sacudió la cabeza con aturdimiento.

—Pensé que estaba soñando —masculló con lengua de trapo. Alzó una mano para palparse delicadamente con los dedos el costado de la cabeza.

—Yo tuve una reacción muy parecida —replicó Hauclir con sequedad. Frunció los labios con una abierta y sarcástica sonrisa, pero sus ojos permanecieron fríos y duros—. Mira, no voy a preguntarte cómo has pasado de ser un proscrito perseguido de cerca a convertirte en paladín personal del Rey Brujo; he visto cómo funciona tu maldita mente, y ya no me sorprende nada de lo que puedas hacer. En cambio, quiero que me expliques, con todo detalle, por qué te pareció adecuado traicionar a todos los hombres que estaban a tu servicio después de que te dejáramos en Karond Kar.

La expresión del propio Malus se endureció. El tono impertinente de su antiguo guardia personal hizo que se irritara.

—¡Erais mis malditos vasallos! —le espetó—. ¡Vuestra vida me pertenecía y podía usarla como mejor me pareciera! ¡No te debo ninguna explicación!

Pero Hauclir no se sintió acobardado lo más mínimo por el imperioso tono del noble. Una lenta, peligrosa sonrisa apareció en su anguloso rostro marcado por cicatrices. | —Mira a tu alrededor, mi señor. ¿Acaso imaginas que estás reclinado en tu torre de Hag Graef? No. Estás sentado en un campo de batalla, rodeado de sangre y entrañas derramadas, y el noble más cercano que hay en tres kilómetros a la redonda está tendido en la base de la muralla junto con el resto de la basura. Ahora mismo soy el dueño de este lienzo de muralla de la fortaleza, y por lo tanto vas a jugar de acuerdo con mis reglas. Así pues, oigamos tu historia, mi señor, o te arrojaré personalmente de esta muralla.

El tono del antiguo guardia era ligero, incluso alegre, pero al mirarlo a los ojos Malus vio el enojo que ardía en ellos. No le cabía ni la más remota duda de que Hauclir decía en serio cada una de aquellas palabras, así que se encogió de hombros y se lo contó todo.

O al menos lo intentó. No había ido mucho más allá del momento en que había recibido la maldición de Tz'arkan cuando la siguiente ola de atacantes llegó a la muralla, aullando. Malus se vio obligado a esperar mientras Hauclir y sus mercenarios rechazaban el ataque. Le habían quitado las armas, y de todos modos, no estaba muy seguro de que pudiera ponerse de pie aún.

Se vieron interrumpidos otras dos veces por ataques enemigos antes de que Malus llegara, por fin, al momento en que su camino había vuelto a cruzarse con el de Hauclir. El antiguo guardia personal, cansado, estaba recostado contra las almenas, junto a Malus, y se quitaba coágulos de sangre seca de la cara. Durante un largo rato no dijo nada.

—¿Así que un demonio, dices?

Malus asintió con la cabeza.

—Un demonio.

Hauclir gruñó.

—Bueno, eso explica lo de tus ojos, y el hecho de que tu cabeza no acabara desparramada por las losas de piedra cuando te golpeó ese maldito martillo.

El noble suspiró.

—No niego que la situación tenga ciertas ventajas.

—¿Y no tenías ni idea de que era tu padre el que estaba en la fortaleza Vaelgor? —preguntó el antiguo guardia—. ¿Quién más pensabas que podía ser?

—Podría haber sido cualquiera, Hauclir. A fin de cuentas, Lurhan no enarboló su estandarte en la fortaleza. En aquel momento, parecía más lógico que fuera Isilvar, trabajando en colaboración con mi hermana.

Hauclir asintió a regañadientes.

—Sí, supongo que tienes razón. —Miró de soslayo a su antiguo señor—. Pero comprenderás que ahora tengo una razón aún más sólida para arrojarte desde lo alto de la muralla.

Malus abrió las manos ante sí.

—Querías la verdad, Hauclir. ¿Puedes devolverme ya las espadas?

—Desde luego que no. ¡Eres el maldito huésped de un demonio!

—¡Por la Madre Oscura, Hauclir! —le espetó Malus—. Tuve un demonio dentro desde el momento en que regresé del norte. ¿Acaso intenté, ni una sola vez, matarte? No, de hecho, te convertí en un hombre muy rico.

—Antes de que rompieras una de las leyes cardinales del territorio, y me lo arrebataran todo por eso.

El noble se rodeó apretadamente el pecho con los brazos.

—Entonces, ¿debo implorar tu perdón? ¿Qué quieres de mí, Hauclir? Hice lo que tenía que hacer. ¿Crees que tú podrías haberlo hecho mejor de haber estado en mi lugar?

—Por los Dioses del Inframundo, mi señor, no tengo ni idea —replicó el antiguo guardia, y luego suspiró—. Para ser sincero, a mí no me afectó tan gravemente como a algunos de los otros. Silar fue quien peor se lo tomó, él y Arleth Vann. En cuanto a Dolthaic, sólo estaba enfadado por perder todo aquel oro.

Malus asintió pensativamente.

—Arleth Vann pensaba que todos vosotros os habíais hecho a la mar después de la batalla librada en el exterior de Hag Graef.

El antiguo guardia se encogió de hombros.

—Eso fue idea de Silar y Dolthaic. Yo sólo me dejé llevar. Ya no podía permanecer en Hag Graef, así que ¿por qué no? Los dos se hicieron a la mar un día después de que llegáramos. Buscaron al capitán del
Espada Espectral
, Dolthaic dijo conocerlo del viaje de incursión del verano anterior. Me preguntaron si quería acompañarlos, pero yo ya había visto todo el océano que quería ver, por lo que me quedé por los alrededores de los muelles, haciendo un trabajo por aquí y otro por allá. Y luego me uní a estas ratas —dijo al mismo tiempo que señalaba a los mercenarios que se encontraban sentados a una discreta distancia—. Estábamos extorsionando a los viajeros que cruzaban el puente para que nos pagaran peaje cuando llegó a la ciudad la llamada a las armas de Malekith. Después de eso, el drachau reclutó a muchas de las bandas. Estoy seguro de que espera que ninguno de nosotros sobreviva y vuelva a ensuciar su preciosa ciudad.

Malus asintió con la cabeza. Bajó una mano para recoger el abollado casco.

—Así que parece que te debo la vida.

—Otra vez.

El noble sonrió.

—Sí, otra vez.

—No esperarás que vuelva a servirte, ¿verdad? —preguntó Hauclir—. Ya no soy tu guardia personal, mi señor. No después de todo lo que ha sucedido.

Malus negó con la cabeza.

—Técnicamente, aún soy un proscrito, a pesar de todos mis bonitos atuendos. No podría obligarte a cumplir tu juramento aunque quisiera.

—Pero aún necesitas mi ayuda —dijo Hauclir.

—¿Ah, sí?

—¡Ah, sí!, mi señor, la necesitas. Y lo sabes condenadamente bien.

El noble abrió las manos hacia delante.

—No se te escapa nada, al parecer. Muy bien. Di tu precio.

Hauclir hizo como que pensaba en el asunto.

—Ese paladín del Caos tiene un amuleto que tú necesitas, ¿correcto?

—Correcto.

—Y la tienda de tu hermana estaba abarrotada de tesoros saqueados, ¿correcto?

—Antes de que le prendiera fuego, sí.

El antiguo guardia asintió con la cabeza.

—Bueno, supongo que tu camino te llevará cerca de ella antes de que todo esto acabe —dijo, pensativo—. Si yo y los míos nos quedamos con todos los tesoros que podamos transportar, somos tuyos para lo que necesites.

El noble miró a Hauclir con perplejidad.

—Eres un necio. Confío en que te des cuenta de eso.

—También me lo dijo mi madre —replicó él—. ¿Tenemos un acuerdo o no?

Malus asintió con la cabeza.

—Hecho.

—Bien, entonces —dijo Hauclir a la vez que se ponía de pie—. Iré a explicarles las cosas a los soldados.

Sacudiendo la cabeza, el noble observó cómo se marchaba su antiguo guardia. Aunque le fuera la vida en ello, no podría determinar quién resultaba más favorecido por el trato, pero de repente se sintió mucho mejor respecto a sus probabilidades de conseguir el amuleto y salir con vida de la Torre Negra.

Un rato más tarde, Hauclir se acordó de devolverle las espadas a Malus. Los rubíes de ambos pomos habían sido cuidadosamente arrancados.

No fue mucho después del duodécimo ataque cuando la hirviente oscuridad retrocedió repentinamente y dejó a los defensores de la fortaleza parpadeando con ojos cansados en la pálida luz de primeras horas de la mañana. Se alzaron aclamaciones desde el interior de la ciudad cuando los soldados interpretaron la luz solar como señal de que se había levantado el asedio, pero los exhaustos guerreros que defendían las almenas vieron el campamento enemigo por primera vez y supieron que su calvario tal vez acababa de empezar.

La horda del Caos estaba acampada en una ancha franja que rodeaba completamente la ciudad-fortaleza. Jirones de humo se alzaban de centenares de fuegos de cocina, y en grandes corrales que rodeaban el perímetro circular del campamento se mezclaban manadas de caballos del norte. El polvoriento suelo hervía de actividad a causa de las figuras oscuras que iban de un lado a otro cumpliendo con sus tareas como una multitud de voraces hormigas. Malus miró hacia la zona del campamento que quedaba frente a la sección de muralla en que se hallaba, y sacudió la cabeza con pasmo. ¿Acaso aquellas bestias no se acababan nunca?

Si se situaba en el extremo izquierdo de la muralla y se inclinaba hacia fuera lo suficiente como para ver el reducto de su derecha, distinguía un pabellón formado por un grupo de tiendas teñidas de color añil iguales a las que había incendiado días antes. Por encima y alrededor de las tiendas el aire estaba extrañamente distorsionado, de un modo similar a como circula el aire caliente por encima de una forja. Allí era donde se encontrarían Nagaira y su paladín.

Le dolían los ojos y le tronaba el estómago, y sólo la Madre Oscura sabía cuándo había estado limpio por última vez. La mayoría de los mercenarios se habían quedado profundamente dormidos, tumbados sobre las mugrientas piedras, con las armas atravesadas sobre el pecho. A lo largo de los últimos dos días había llegado a conocer a la mayoría de los espadachines de alquiler que había en su compañía. Ninguno tenía nombre; sólo apodo, con el fin de hacer que a la guardia de la ciudad o a cualquier otro le resultara más difícil seguirles el rastro mediante el uso de brujería. Conoció a un asesino profesional apodado
Cortador
, a un desafortunado ladrón de bolsas al que llamaban
Diez Pulgares
, a una jugadora llamada
Bolsillos, y
a demasiados otros como para contarlos. Al fin, el noble se enteró de que el apodo de Hauclir era
Toc-toc
, cosa que lo divirtió, aunque se lo guardó para sí mismo.

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