Read El secreto de Chimneys Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (26 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Hola, Joe —saludó una voz conocida—. He estado charlando con esta estupenda mujer.

—¡Por todo lo sagrado! ¡Jimmy McGrath! —gritó Anthony—. ¿Cómo diablos has llegado hasta aquí?

—Mi expedición al interior fue una calamidad. Después me atosigaron unos extraños personajes, empeñados en comprar el manuscrito y una noche faltó un pelo para que me clavasen un cuchillo entre los hombros. Ello me hizo reflexionar que te había confiado una misión más peligrosa de lo que creía, me dije que necesitarías ayuda y partí en el barco siguiente.

—Es espléndido, ¿verdad? —exclamó Virginia, apretando el brazo de Jimmy—. ¿Por qué no me contaste antes que era así, Anthony?

—Veo que lo habéis pasado muy bien juntos —dijo Anthony.

—Durante mis investigaciones, encontré a esta joven. No era lo que temí, es decir, una altiva dama de la aristocracia que me pondría la piel de gallina.

—Me habló de las cartas —agregó Virginia—. Casi me avergüenzo de no haber sufrido contratiempos por su culpa, teniendo a tan agradable y apuesto caballero andante.

—No se las hubiera dado, si llego a saber cómo es usted —aseguró, galante, Jimmy—. Yo se las hubiera traído. ¿Concluyó la función, muchacho? ¿No puedo divertirme un poco?

—Algo harás. Espera un instante.

Anthony entró en la casa. Tres minutos más tarde regresaba con un paquete que entregó a Jimmy.

—Coge en el garaje el coche que más te guste y pon estos papeles en manos del señor Balderson, en el 17 de la plaza Sverdaen, que es su domicilio. Recibirás a cambio un millar de libras esterlinas.

—¿Qué? ¿Son las Memorias? ¿No las quemaron?

—¿Por quién me tomas? —se indignó Anthony—. ¿Iba a tragarme un cuento como aquél? Telefoneé inmediatamente a los editores, averigüé que la anterior llamada había sido falsa y me puse alerta. Preparé otro paquete, como habíamos convenido. Guardé las verdaderas Memorias en la caja de caudales del hotel y les largué las supuestas. Las genuinas estuvieron siempre en mi poder.

—¡Viva! —chilló Jimmy.

—¡Oh, Anthony! —exclamó Virginia—. ¿Permitirás que las publiquen?

—¿Cómo impedirlo? No abandonaré a un amigo como Jimmy. Pero no temas. Tuve tiempo de leerlas. Ahora sé por qué se murmura que los personajes alquilan plumas ajenas para la redacción de sus autobiografías. Stylpitch, en lo literario, era un plomo. Se extiende en la elaboración de doctrinas políticas a expensas de las anécdotas indiscretas y salpimentadas. Su pasión por los secretos persistió hasta el fin. Desde la primera a la última página las Memorias no encierran una palabra que hiera la susceptibilidad del político más quisquilloso. Balderson y yo concertamos que recibiría el original esta noche, antes de las doce; Jimmy puede ganarse su pan honradamente, puesto que está en Inglaterra.

—Me voy —dijo McGrath—. Mil libras tienen un acusado atractivo para mí, especialmente habiéndolas considerado perdidas irremisiblemente.

—Contén tu ansiedad —rogó Anthony—. Debo confesar a Virginia algo que todo el mundo conoce menos ella.

—No me impresionan tus antiguos amores, siempre y cuando no me hables de ellos.

—¡Amores! —se quejó Anthony, con virtuoso acento—. James, ¿con qué tipo de mujeres me viste la última vez?

—Le asediaba una bandada de gallinas no menores de cuarenta y cinco años —declaró Jimmy solemnemente.

—Gracias, muchacho; eres un buen amigo. Pero... se trata de algo peor. Ignoras mi verdadero nombre.

—¿Tan horrible es? —curioseó Virginia—. ¿Te llamas Pobbles? Me divertiría ser mistress Pobbles.

—Como siempre, piensas de mí lo peor.

—Hubo una ocasión en que, durante un minuto y medio, te acusé de ser el rey Víctor.

—Jimmy, te ofrezco un empleo. Buscar oro en las rocosas soledades de Herzoslovaquia.

—¿De veras lo hay? —preguntó McGrath con avidez.

—Tiene que haberlo, es un país maravilloso.

—¿Seguirás entonces mi consejo de ir a él?

—Sí. Fue de una prudencia fenomenal. Volvamos a la confesión. Ni me raptaron los gitanos, ni me perdió mi niñera, pero... pero soy el príncipe Nicolás Obolovitch de Herzoslovaquia.

—¡Anthony! —chilló Virginia—. ¡Qué romántico! ¡Y me casé contigo! ¿Qué haremos?

—Presentarnos en Herzoslovaquia y jugar a reyes y reinas. Jimmy McGrath aseguró una vez que sus soberanos viven un término medio de cuatro años. ¿Te importa?

—Al contrario, me entusiasma.

—¿En qué mundo vivo, Señor? —masculló Jimmy.

Se perdió discretamente en la noche. Por fin tronó el motor de un automóvil.

—Nada hay como transferir nuestras preocupaciones a hombros ajenos —ronroneó Anthony satisfecho—. Además, no sabía cómo librarme de él. Desde la boda no hemos estado a solas un minuto.

—Nos divertiremos. Enseñaremos a los bandidos a no robar y a los asesinos a no asesinar y, en general, mejoraremos el índice moral de la nación.

—Me consuelan tus ideales. Mi sacrificio no habrá sido completamente estéril.

—¡Tonterías! Lo pasarás bien como rey, porque lo llevas en la sangre. Te educaron para gobernar; tienes vocación para ello, lo mismo que los albañiles para amontonar ladrillos.

—No se me había ocurrido —admitió Anthony—. Oye, no desperdiciemos el tiempo hablando de albañiles. ¿Sabes que en este momento debería conferenciar con Isaacstein y Lollipop? ¿Acerca de qué? De petróleo. Sin embargo, me esperarán, Virginia, recordarás mi confesión de que intentaba conquistarte...

—Lo recuerdo —susurró la joven—. Y el superintendente Battle estaba en la ventana.

—Ahora no nos espía.

La abrazó y besó sus párpados, sus labios, el oro de su cabellera...

—¡Cuánto te amo, Virginia! ¡Cuánto! ¿Y tú? La miró, seguro de su respuesta.

Virginia, descansando la cabeza en su pecho, contestó en voz baja y temblorosa:

—Ni pizca.

—¡Diablillo! —exclamó Anthony y la besó otra vez—. Sé que te adoraré hasta que muera...

Capítulo XXXI
-
Últimos detalles

Escenario
: Chimneys.

Hora
: once en punto de la mañana.

Día
: jueves.

Johnson, el agente de policía, cava en mangas de camisa.

En el aire se expande algo análogo al ambiente de un entierro. Los amigos y parientes rodean la fosa que Johnson ahonda.

George Lomax parece ser el heredero favorecido en el testamento del difunto. El superintendente Battle, impasible, experimenta un ligero contento de que la ceremonia suceda tan correctamente. Lord Caterham tiene el semblante majestuoso y atónito del inglés durante el curso de los ritos religiosos.

Mister Fish discrepa del conjunto. Le falta la debida gravedad.

Johnson se endereza de súbito. Hay un estremecimiento de emoción.

—Gracias, hijo —dijo mister Fish—. Nosotros nos cuidaremos de lo que falta.

Evidentemente se trata del médico de cabecera.

Johnson se aparta. Mister Fish, con la debida solemnidad, se inclina. El cirujano se dispone a operar.

Levanta un paquetito. Ceremoniosamente se lo pasa al superintendente Battle. Éste lo entrega a su vez a George Lomax. La etiqueta ha sido respetada.

George Lomax deshace el paquete, corta el hule interior y hunde los dedos en otras envolturas. Algo aparece una fracción de segundo en la palma de su mano y lo esconde de nuevo en algodón.

Y carraspea.

—En este gratísimo trance... —empieza y su voz se eleva clara y fuerte como la del orador ducho.

Lord Caterham se bate en retirada. En la terraza encuentra a su hija mayor.

—Bundle, ¿funciona tu coche?

—Sí. ¿Por qué?

—Llévame a la ciudad. Hoy me marcho decididamente al extranjero.

—Pero...

—No repliques, Bundle. George Lomax me dijo esta mañana, al llegar, que deseaba entrevistarse conmigo acerca de una cuestión de gran importancia y agregó que el rey de Tombuctú vendría dentro de poco a Londres. No lo sufriré más, ¿lo oyes, Bundle? ¡Ni por cincuenta Georges! La nación puede comprar Chimneys si tanto aprecia su historia. De lo contrario, ofreceré esta casa a unos capitalistas que la convertirán en hotel.

—¿Dónde está Codders?

Bundle, como siempre, está a la altura de las circunstancias.

—Hasta dentro de quince minutos cantará las glorias del Imperio —responde el marqués echando una mirada a su reloj.

Segundo cuadro.

Mister Bill Eversleigh, que no asiste a la ceremonia, está al teléfono.

—... No, en serio. No seas orgullosa... ¿Cenarás conmigo por lo menos?... No, no lo tengo. Estoy clavado al escritorio. Codders es un tirano... Dolly, ya sabes lo que siento por ti; eres la única mujer en que pienso... Sí, iré antes al teatro. ¿Cómo es la letra? «Y la muchacha emplea anzuelos y ojos...»

Ruidos extraordinarios: Mister Eversleigh canta la canción.

Mientras tanto, George remata su discurso:

—... La paz y la posteridad del Imperio británico.

—He tenido una semanita magnífica —comunicó mister Hiram P. Fish a quien quiso escucharle.

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