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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico

El salvaje y otros cuentos (13 page)

BOOK: El salvaje y otros cuentos
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A pesar de todo, pocas noches después, saliendo inesperadamente al balcón en que ya estaba su hija, vio a un joven cruzar en ese instante la vereda en ángulo recto. Esta vez la indignación de la señora no tuvo límites.

—¡Muy lindo!… ¡Pero no tienes vergüenza! ¿Qué le hablas a ese otro? ¡Hipócrita! Con tus ojos —¡maldito sea el día en que te dijeron que eran lindos!— no haces más que llenarte de vergüenza. ¡Ah! ¡Pero te juro, mi hija, que vas a quedar curada, te lo juro!

No obstante, la indignada madre no tomó ninguna determinación curativa, por lo menos visible. El primer domingo fueron a pasar la tarde en casa de su otra hija. Leandro, un joven amigo del marido, estuvo bastante rendido con Fanny. Pocos días después la visita fue inversa, y Leandro cortejó decididamente a la chica. El joven, tonto y bien puesto, se distinguía por sus pretensiones de conquistador irresistible, y no se había dignado hasta ese entonces poner los ojos en Fanny, por creer su conquista sobrado modesta e insignificante. Ahora cambiaba. Fanny, que conocía la presunción de Leandro, resistió un tiempo; pero al fin cercada, asediada, su dulce corazón crédulo abriose, y el río insaciable de su ternura corrió de nuevo. Si antes sus amores contenidos le rendían muda en una silla soñadora, pudo entonces comprender qué ahogada era su felicidad de otro tiempo. Leandro iba a la casa todas las noches. Su madre favorecía claramente el tierno idilio. Libre de querer, en esos susurrantes dúos diarios, Fanny llegó a sentir que su corazón tenía ganas de llorar de tanta dicha.

Ya no podían más. Y así una noche; Leandro, saltando fogosamente sobre las conveniencias, se levantó en el momento en que entraba la madre y pidió su mano. La señora aparentó discreta sorpresa.

—¿Qué dices, mi hija? —se volvió con animosa sonrisa a Fanny.

La joven, rendida en el sofá de dichosa y finalizante emoción, no tuvo más que una húmeda e interminable mirada de agradecimiento a Leandro.

—Pero, en fin, ¿lo quieres? —insistió la señora.

—Sí —murmuró.

Entonces la madre y Leandro soltaron una carcajada.

—¡Perfectamente! Lo quieres, ¿no? ¡Me alegro mucho, mucho! —se desahogó su madre por fin—. Pero Leandro no te quiere ni te ha querido nunca, sábelo, mi hijita. Todo ha sido una farsa, una farsa, ¿entiendes? Que te lo diga Leandro, bastante buen amigo para haberse prestado a esta ridícula comedia, ¡ridícula para ti! ¡Dígale, Leandro, dígale que todo es mentira, que usted no la ha querido nunca, nunca!

Leandro se reía, contento de sí mismo.

—Es verdad, Fanny; su mamá me habló un día y consentí. ¡Qué bueno!… Y le aseguro —se volvió a la madre con una sonrisa de modesto orgullo— que no me hubiera creído tan buen actor. ¡Dos meses seguidos!…

—¡Gracias, Leandro; no sé cómo agradecerle lo que ha hecho! Venga, acérquese bien a su enamorada.

Y se colocaron a su frente, riéndose de ella.

—¡Ya sabes que ha estado jugando contigo! ¡Que jamás te quiso! ¡Que se ha burlado de ti! ¿Oyes? Ahora, quedarás curada por un largo tiempo. Vámonos, Leandro.

—La verdad es que me quería —se pavoneó aún Leandro, mirando al salir victoriosamente a Fanny.

La criatura, en su trémula pubertad, quedó inmóvil, dejando correr en lentas lágrimas la iniquidad sufrida, con la sensación oscura en el alma —pero totalmente física— de haber sido ultrajada.

Lucila Strinberg

Yo pretendí durante tres años consecutivos, antes y después de su matrimonio, a Lucila Strinberg. Yo no le desagradaba, evidentemente; pero como mi posición estaba a una legua de ofrecerle el tren de vida a que estaba acostumbrada, no quiso nunca tomarme en serio. Coqueteó conmigo hasta cansarse, y se casó con Buchenthal.

Era linda, y se pintaba sin pudor, las mejillas sobre todo. En cualquier otra mujer, aquella exageración rotunda y perversa habría chocado; en ella, no. Tenía aún muy viva la herencia judía que la llevaba a ese pintarrajeo de sábado galitziano, y que tras dos generaciones argentinas subía del fondo de la raza, como una cofia de fiesta, a sus mejillas. Fantasía inconsciente en ella, y que su círculo mundano soportaba de buen grado. Y como en resumidas cuentas la chica, aunque habilísima en el flirteo, no ultrapasaba la medida de un arriesgado buen tono, todo quedaba en paz.

Yo no conocía bastante al marido; era de origen hebreo, como ella, y tenía, en punto a vigilancia sobre su mujer, el desenfado de buen tono de su alta esfera social. No me era, pues, difícil acercarme a Lucila, cuanto me lo permitía ella.

Mi apellido no es ofensivo; pero Lucila hallaba modo de sentirlo así.

—Cuando uno se llama Ca-sa-cu-ber-ta —deletreaba— no se tiene el tupé de pretender a una mujer.

—¿Ni aun casada? —le respondía en su mismo tono.

—Ni aun casada.

—No es culpa mía; usted no me quiso antes.

—¿Y para qué?

Inútil observar que al decirme esto me miraba y proseguía mirándome un buen rato más.

Otras veces:

—Usted no es el hombre que me va a hacer dar un mal paso, señor Casa-cuberta.

—Pruebe.

—Gracias.

—Hace mal. Cuando se tiene un marido como el señor Buchenthal, un señor Casacuberta puede hacer su felicidad. ¡Vamos, anímese!

—No; desanímese usted. —Y añadía—: Con usted, por lo menos, no.

—¿Y con otro?

—Veremos.

—¡Pero por qué diablos conmigo no!

—Porque…

Y me miraba insistentemente como quien detalla un vestido.

—Porque… Algún día se lo diré. Levántese… No me deja ni mover siquiera.

Otra vez:

—Vea, Casacuberta: si usted quiere serme agradable ¿sí?, tome mañana mismo el tren, váyase a Bolivia, a la Patagonia, construya dos o tres puentes, haga una bonita fortuna, y después venga; le prometo esperarlo.

Yo soy ingeniero, y capaz de hacer un puente desde la Patagonia a Bolivia. Pero ensamblar hierros T y doble T por dejar de verla, no.

Por lo cual objetaba:

—¿Y para qué quiere fortuna? ¿No le basta con la de Buchenthal? No se va a comer la mía, supongo…

—No; y menos con esta nueva grosería suya… Váyase, déjeme. Haga lo que le digo, y después hablaremos.

Difícil, como se ve, mi adorada. Pero, Casacuberta y todo, yo no perdía las esperanzas. Un amante tenaz preocupa muy poco a una mujer feliz; pero se torna terriblemente peligroso, por poco que aquélla lo crea todo perdido.

¿Qué podía perder Lucila? No lo sé, o no lo sabía entonces. Poco después del trozo de diálogo que acabo de contarles, entró en escena L. M. F. Las iniciales bastan, supongo. La primera vez que lo vi arrinconado con Lucila, usando, presumo, de todos los recursos de su sentimentalidad muy grande de artista, no preví nada bueno para mis esperanzas. En el primer
garden party
volví a hallarlos extraviados bajo un parasol, y de noche le dije a Lucila:

—Deje a L. M. F.; no es hombre para usted.

—¿Por qué? Es tan inteligente como usted, supongo.

—Más. Pero es un canalla.

—¡Casacuberta!

—Muy bien; no he dicho nada.

—¡Canalla!… ¿Porque usted lo siente más cerca de mí que lo que usted ha podido conseguir?

—No; créame, Lucila: déjelo. No es el hombre que usted cree.

—¡Ah, sí!… ¡Usted es ese hombre!

—Quién sabe; pero él, no. Después veremos.

Pasaron cinco meses; yo estuve todo ese tiempo en el sur. Una tarde, ya de vuelta, fui a ver a Lucila. No me quiso recibir; mas cuando ya me retiraba, llegó contraorden. Entré, y la vi muy descompuesta. Parecía sufrir en realidad, por lo que me respondió con muy breves palabras; muy breves y secas. Quise irme; pero me detuvo.

—¿A qué se va? —me dijo extrañada y sufriente—. Quédese.

No me miraba, pero tampoco miraba nada concreto. De pronto, volviéndose a mí:

—¿Cuántos individuos de su laya se pueden comprar con mil pesos?

Debo observarles que este término
laya
no era de su vocabulario, ni se lo había oído nunca. Debía, pues, estar profundamente herida.

—¡Respóndame! —insistió—. ¿Cuántos?… ¿Veinte o treinta? ¿Usted incluso? ¿Y ustedes son los intelectuales de este país?

En un instante lo vi todo: la conquista de M. F., y el cumplimiento de la profecía que le había hecho a Lucila.

—Deje a los intelectuales —le dije—. No sea injusta. Yo le advertí bien claro lo que le iba a pasar con él.

—¿…?

—Sí, M. F. ¿Es cierto?

No me respondió. Miraba inmóvil un punto, porque tenía ganas locas de llorar. Le tomé la mano, y los sollozos se desencadenaron entonces.

—¡Sí! ¡Sí!… ¡Es cierto, es cierto!… ¡Qué horror!… ¡Cómo puedo todavía mirarme a mí misma!…

Tenía razón, porque yo sé la cantidad de honor y sentimiento sincero que había tras el antifaz de sus bravatas, como en tantas otras chicas de envoltura histérica.

Me contó lo que había pasado, que es esto:

Seducida en primer término por la verba del hombre, y sobre todo cansada, enervada, al fin había cedido. Se veían en casa de él. L. M. F. —ustedes lo saben bien— sabe hacer las cosas. Su garzonera es un verdadero chiche, y Lucila llegaba a ella bajo un perfecto disfraz de mucama. El disfraz este está bastante de moda, y ella lo lucía bien. La aventura era arriesgada, aun al anochecer; de donde mayor encanto para Lucila. Pero L. M. sufría por el disfraz de su amada, que era en suma poco distinguido, y se sentía rebajado ante los ojos de su mucamo, que hacía pasar a la vulgar visitante con una chocante sonrisita. Esta sonrisita entraba hasta el fondo de la vanidad del amante, por lo cual una noche, habiendo llegado Lucila con un poco de adelanto, oyó que L. M. F. insinuaba a su valet, en pastosa voz de confidencia:

—¡Qué mucama ni mucama, zonzo!… No sabés distinguir… Es la señora de Buchenthal… Silencio, ¿eh?…

Éste es el caso.

—¡Y ésta es la amargura que me tocaba conocer aún, de ustedes los intelectuales! —concluyó Lucila—. ¡Muy poco le importaba al señor L. M. F. poseerme! ¡Lo importante para él era que su lacayo supiera que yo era la señora de Buchenthal!

Pasó un buen rato. Tras el sarcasmo de su lento cabeceo, había un hondo raudal de lágrimas por un sacrificio inútil, incomprendido y sin sabor. Le tomé de nuevo la mano, y ella vino dócil a apoyarse en mi hombro.

—Lucila…

—No, no… —me dijo tristemente, pasándome su mano por el pecho—. Ya no valgo para nada…

—Para mí, sí.

—Para usted, no… Y usted tampoco para mí. Usted es el único hombre —se apartó mirándome— con quien hubiera sido feliz… ¿Me oye ahora? Un día se lo di a entender… Ya esto está concluido… ¡Dejemos!

Todo concluido. Yo era al parecer el hombre a quien ella quería, y por esto mismo me había resistido para ceder a un literato vanidoso. Entienda usted ahora a las mujeres.

Un idilio

I

«… En fin, como no podré volver allí hasta fines de junio y no querría de ningún modo perder aquello, necesito que te cases con ella. He escrito hoy mismo a la familia y te esperan. Por lo que respecta al encargo… etcétera».

Nicholson concluyó la carta con fuerte sorpresa y la inquietud inherente al soltero que se ve lanzado de golpe en un matrimonio con el cual jamás soñó. Su esposa sería ficticia, sin duda; pero no por eso debía dejar de casarse.

—¡Estoy divertido! —se dijo con decidido mal humor—. ¿Por qué no se le habrá ocurrido a Olmos confiar la misión a cualquier otro?

Pero enseguida se arrepintió de su mal pensamiento, recordando a su amigo.

—De todos modos —concluyó Nicholson—, no deja de inquietarme este matrimonio artificial. Y siquiera fuera linda la chica… Olmos tenía antes un gusto detestable. Atravesar el atrio bajo la carpa, con una mujer ajena y horrible…

En verdad, si el matrimonio que debía efectuar fuera legítimo, esto es, de usufructo personal, posiblemente Nicholson no hubiera hallado tan ridícula la ceremonia aquella, a que estaba de sobra acostumbrado. Pero el caso era algo distinto, debiendo lucir del brazo de una mujer que nadie ignoraba era para otro.

Nicholson, hombre de mundo, sabía bien que la gracia de esa vida reside en la ligereza con que se toman las cosas; y si hay una cosa ridícula, es cruzar a las tres de la tarde por entre una compacta muchedumbre, llevando dignamente del brazo a una novia que acaba de jurar será fiel a otro.

Éste era el punto fastidioso de su desgano: aquella exhibición ajena. Ni soñar un momento con una ceremonia íntima; la familia en cuestión era sobrado distinguida para no abonar diez mil pesos por interrupción de tráfico a tal hora. Resignose, pues, a casarse, y al día siguiente emprendía camino a la casa de su futura mujer.

Como acababa de llegar del campo, donde había vivido diez años consecutivos, no conocía a la novia. Recordaba, sí, vagamente a la madre, pero no a su futura, que, por lo demás, era aún muy jovencita cuando él se había ido. La madre no era desagradable —decíase Nicholson, mientras se encaminaba a la casa—, aunque tenía la cara demasiado chata. No me acuerdo de otra cosa. Si la chica no fuera mucho peor, por lo menos…

Vivían en Rodríguez Peña, sobre la Avenida Alvear. Nicholson se hizo anunciar, y la premura con que le fue abierto el salón probole suficientemente que su persona era bien grata a la casa.

La señora de Saavedra lo recibió. Nicholson vio delante de sí a una dama opulenta de carne, peinada con excesiva coquetería para su edad. Sonrió placenteramente a Nicholson.

—… Sí, Olmos nos escribió ayer… Muchísimo gusto… No hubiéramos creído que se quedara aún allá… La pobre Chicha… Pero, en fin, hemos tenido el gusto de conocerlo y de…

—Sí, señora —se rió Nicholson—, y de ser recibido con un título que no había soñado jamás.

—Efectivamente —soltó la risa la señora de Saavedra, perdiendo un poco, al echarse atrás, el equilibrio de sus cortas y gruesísimas piernas—. Si me hubieran dicho hace un mes… ¡qué digo un mes!, dos días solamente, que usted se iba a casar con mi hija… Es menester que la conozca, ¿no es cierto? Pero ahí viene, creo.

Nicholson y la señora de Saavedra dirigieron juntos la vista a la portada donde apareció una joven de talle muy alto, vestido muy corto y vientre muy suelto. Era evidentemente mucho más gruesa de lo que pretendía aparentar. Por lo demás, la elegante distinción de su traje reforzaba la vulgaridad de una cara tosca y pintada.

—Creo recordar esta cara —se dijo Nicholson, a tiempo que la señora exclamaba:

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