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Authors: Jack Vance

El Rey Estelar (19 page)

BOOK: El Rey Estelar
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Observó con atención los rostros de sus tres posibles enemigos, confiando que Malagate pudiera revelarse de algún modo. Warweave le miró, Kelle le examinó como si se tratase de un chiquillo insubordinado y Detteras sacudió la cabeza malhumorado. Se produjo un momento de silencio. ¿Quién sería el primero en estar de acuerdo, a pesar de su reluctancia en hacerlo?

—Considero que está usted adoptando una posición de lo más inconveniente, señor Gersen —dijo, al fin, Warweave con voz fría.

—Esto es absurdo —añadió Detteras—. No puedo dejar todos mis asuntos pendientes en cinco minutos.

—Uno de ustedes debería hallarse en condiciones de venir inmediatamente —dijo Gersen esperanzado—. Podemos hacer una inspección preliminar, suficiente para que pueda cobrar mi dinero y continuar mis negocios.

—Hummm —farfulló Detteras.

—Supongo que yo podría salir ahora mismo —dijo Kelle lentamente.

Warweave asintió con la cabeza.

—Mis compromisos, aunque son considerables, pueden también quedar pospuestos.

Detteras hizo un vago gesto con la mano, se volvió a la telepantalla y llamó a su secretaria:

—Cancele todos mis compromisos. Asuntos urgentes me llevan fuera de la ciudad.

—¿Por cuánto tiempo, señor?

—Indefinidamente.

Gersen no cesaba en su escrutadora inspección de los tres hombres. Detteras se mostraba muy irritado. Kelle consideraba el viaje con una excitación inesperada, mientras que Warweave mantenía un frío despego.

Gersen se dirigió finalmente a la puerta de salida.

—Nos encontraremos en el espaciopuerto, ¿convenido? A... digamos, las siete en punto. Llevaré el archivo y uno de ustedes el decodificador.

Los tres asintieron con un gesto y Gersen se marchó.

Volviendo a Avente, Gersen sopesó el futuro. ¿Frente a qué desafíos tendría que encararse con aquellos tres hombres, uno de los cuales era Malagate? Sería suicida no prepararse a conciencia: formaba parte del entrenamiento recibido de su abuelo, un hombre metódico, que se había esforzado en disciplinar la innata tendencia de Gersen a improvisar sobre la marcha.

En el hotel, examinó sus cosas, seleccionó algunas, lo empaquetó todo y volvió a revisarlo. Tras tomar todas las precauciones posibles, a fin de evitar la presencia próxima o lejana de algún microespía, se dirigió a la sucursal de la Distribuidora de Servicios Públicos, otra de las monstruosas compañías de utilidad semipública con agencias en todo el Oikumene. En una cabina eligió y consultó entre docenas de catálogos de objetos a escoger entre un millón, fabricados por miles de fabricantes.

Una vez hecha la elección, pulsó los botones necesarios y se dirigió hacia la caja.

Hubo una espera de tres minutos, mientras que las enormes maquinarias seleccionaban y transportaban los artículos adquiridos, hasta aparecer empaquetados en una correa sin fin. Los examinó pago su importe y tomó el ferrocarril subterráneo hacia el espaciopuerto. Preguntó dónde estaba el navío espacial de la Universidad a un empleado, que le llevó a una terraza y lo señaló con la mano. Era una gran espacionave, pesada y de gran capacidad. El empleado quiso ser más explícito:

—Mire, señor, ¿ve usted aquella nave ligera en rojo y amarillo? Bien, cuente tres a partir de ella. Primero está el CD dieciséis, después la vieja Parábola, y la tercera es la espacionave en verde y azul de la Universidad, con la gran cúpula de observación.

—Sale hoy al espacio, ¿eh?

—Sí. A las siete. ¿Cómo lo sabía?

—Un miembro de la tripulación está ya a bordo. Yo mismo le acompañé.

—Bien, gracias.

Gersen caminó a través de la gran explanada del espaciopuerto. Al llegar a la línea de las astronaves, inspeccionó atentamente la de la Universidad. Se distinguía ostensiblemente de las demás por la pintura, los colores exteriores y el emblema en el morro. Trató de hurgar en su mente dónde la había visto antes. ¿Dónde? Sí, en el planeta Smade, en el espaciopuerto situado entre las montañas cerca del Refugio. Era la nave que había usado el Rey Estelar.

La sombra de un hombre pasó a través de una de las claraboyas de observación. Cuando desapareció de su vista, Gersen cruzó el espacio existente entre las dos naves. Con precaución, intentó entrar por la escotilla de acceso. Estaba entreabierta. Entró en el espacio de transición y curioseó a través del panel del salón principal de la nave. Suthiro el sarkoy maniobraba con algo que parecía estar adherido a una vitrina.

En el interior de Gersen se desató una feroz alegría, la peculiar excitación de un odio incontenible que llegó a trastornarle completamente por unos instantes. Intentó pasar al interior; pero la puerta estaba cerrada por dentro. Había, no obstante, otra de emergencia para abrir el acceso en el caso de diferencias de presión entre la cabina y la atmósfera exterior. Gersen tocó el botón de emergencia. Se oyó un suave chasquido. Dentro de la nave estaba todo en el mayor silencio. No atreviéndose a mirar de nuevo por el panel, Gersen pegó el oído contra la divisoria metálica. Inútil, ningún sonido traspasaba la estructura de metal. Esperó un minuto y después se volvió para mirar dentro de la cabina una vez más.

Suthiro no había oído nada anormal. Se había desplazado hacia un extremo de la cabina, de espaldas a Gersen, y se hallaba ajustando el asiento flexible de un diván sobre el chasis del mueble. Gersen se deslizó sin ruido en el interior de la cabina, apuntando con su proyector el cuerpo del temible envenenador sarkoy.

—Scop Suthiro —dijo—, es un placer que no me esperaba.

Los ojos de perro de Suthiro se abrieron atónitos, parpadeando de sorpresa.

—Estaba esperando que viniese.

—Vaya, ¿y puede saberse para qué?

—Deseaba continuar la discusión de la noche anterior.

—Estábamos hablando de Godogma, el paseante de largas piernas, que lleva ruedas en los pies. Es cosa hecha, ya que ha pasado sobre el sendero de tu vida y nunca volverás a vagar con tu carromato por las estepas de Gorobundur.

Suthiro se quedó mirando fijamente a Gersen, estirado y receloso.

—¿Qué le ha ocurrido a la chica? —preguntó Gersen controlando la voz.

Suthiro reflexionó y trató de dar la respuesta más inocente.

—Se la llevó Hildemar Dasce.

—Sí, claro, con tu complicidad. ¿Y dónde se encuentra ahora?

Suthiro se encogió de hombros.

—Hildemar había ordenado matarla. Vaya, no sé por qué... Me dijo muy poca cosa. Dasce no la matará. No, hasta que sepa lo que quiere saber y haga de ella un total uso a su capricho. Es un
khet
.

Suthiro dejó escapar tal epíteto, una metáfora que ligaba a Dasce con la fecunda y obscena mentalidad de un sarkoy.

—¿Ha salido de Alphanor?

—Oh, sí —respondió Suthiro ante la ingenuidad de Gersen—. Probablemente habrá ido a su pequeño planeta.

Suthiro hizo un gesto de malestar que le aproximó algunas pulgadas a Gersen.

—¿Dónde está ese planeta?

—¡Ja! ¿Supone usted que me lo iba a decir a mí? ¿O a cualquier otro?

—En tal caso... pero necesito obligarte a quedarte atrás.

—¡Puaf! —murmuró Suthiro con una infantil sonrisa de petulancia—. Puedo envenenarle a usted en el momento que desee.

Gersen dejó correr una débil sonrisa a través de sus labios.

—Yo ya te he envenenado a ti.

Suthiro levantó las cejas.

—¿Cuándo? Usted nunca se aproximó a mí.

—Sí. La pasada noche. Te toqué cuando manejabas el papel. Mira el dorso de tu mano derecha.

Suthiro miró fijamente con horror la señal roja.

—¡Cluze!

—Sí, con cluze —respondió Gersen lentamente.

—Pero... ¿por qué tuvo que hacerme esto a mí?

—Te merecías un final así.

Suthiro se abalanzó sobre él como un leopardo furioso. El proyector desintegrante de Gersen dejó escapar una descarga de energía blancoazulada. Suthiro cayó fulminado contra la cubierta, todavía mirando fijamente a Gersen.

—Mejor... plasma que el cluze —susurró con voz ronca.

—Morirás por el cluze.

—No, mientras lleve conmigo mis venenos —respondió Suthiro.

—Godogma te llama. Ahora tienes que decir la verdad. ¿Odias a Hildemar Dasce?

—Claro que le odio —respondió Suthiro como si no existiese en el mundo nadie capaz de otra cosa.

—Mataré a Dasce.

—Mucha gente quiere hacerlo también.

—¿Dónde está el planeta?

—En Más Allá. No sé nada más.

—¿Cuándo volverás a verle?

—Nunca. Estoy muriéndome. Dasce está ligado a un infierno mucho más profundo que el mío.

—¿Y si vivieras?

—Jamás. Volvería a Sarkovy.

—¿Quién conoce el planeta?

—Malagate... quizá.

—¿No hay nadie más? ¿Tristano?

—No. Dasce habla poco. Ese mundo no tiene aire. —Y Suthiro comenzó a recogerse sobre sí mismo— La piel ya me está hormigueando...

—Escucha, Suthiro. Tú odias a Dasce, ¿verdad? Y también me odias a mí porque te he envenenado. ¡Piensa! ¡Tú, un sarkoy, envenenado por mí y con tanta facilidad!

—Sí, te odio —murmuró Suthiro.

—Dime, pues, la forma de encontrar a Dasce. Uno de los dos tiene que matar al otro sin remedio. La muerte es tu oficio.

Suthiro meneó su peluda cabeza con desolación.

—Pero... no puedo decir lo que no sé.

—¿Qué es lo que ha dicho de ese mundo? ¿Habló de él?

—No sé... Dasce es un cochino fanfarrón. Su mundo es duro y temible. Sólo un hombre como él pudo haberlo dominado. Vive en el cráter de un volcán apagado...

—¿Y qué estrella le da luz?

Suthiro se miró la mano con curiosidad.

—Es un mundo oscuro. Sí. Tiene que ser un sol rojo. Preguntaron a Dasce sobre su superficie y cómo era... en una taberna. ¿Por qué se pintaba siempre de rojo? Para igualarse al sol —dijo Dasce.

—Una estrella enana roja —susurró Gersen.

—Así debe de ser...

—¡Piensa! ¿Qué más? ¿En qué dirección? ¿En qué constelación? ¿En qué sector galáctico?

—No dijo nada. Ahora... ya no tiene interés para mí. Pienso sólo en mi Dios, en Godogma. Vete, para que pueda acabar de matarme decentemente.

Gersen miró a aquel monstruo acurrucado en el suelo sin ninguna emoción.

—¿Qué estabas haciendo aquí en la nave?

Suthiro se miró la mano con curiosidad y después se la frotó con el pecho.

—Siento cómo se mueve. —Y miró a Gersen—. Bien, pues, ya que quieres ver mi muerte, observa. —Se llevó las manos al cuello con los nudillos convulsos. Los ojos marrones del envenenador le miraban fijamente—. Dentro de treinta segundos habré terminado.

—¿Quién más pudo saber algo del planeta de Dasce? ¿Tenía amigos?

—¿Amigos?

Y Suthiro, incluso en sus últimos instantes de vida, parecía burlarse.

—¿Dónde se hospeda en Avente?

—Al norte de Sailmaker Beach. En una vieja cabaña, en Mellnoy Heights.

—¿Quién es Malagate? ¿Cuál es su nombre?

Suthiro susurró con voz apagada.

—Un Rey Estelar no tiene nombre.

—¿Qué nombre ha usado en Alphanor? ¡Vamos, pronto!

Los gruesos labios de Suthiro se abrieron y cerraron lentamente. Las palabras silbaban en su pálida garganta.

—Me has matado. Dasce fracasará, que Malagate te mate a ti.

Los párpados se le cerraron poco a poco, sufrió violentos espasmos y su cuerpo se extendió yerto, sin vida.

Gersen miró el cuerpo muerto del sarkoy. Paseó a su alrededor estudiándolo detenidamente. El sarkoy había sido traidor y vengativo. Con el pie intentó darle la vuelta. Rápido como una serpiente el brazo describió un arco en el espacio con sus uñas envenenadas dispuestas a matar. Gersen se hizo atrás instantáneamente, disparándole una segunda carga. Esta vez el sarkoy murió.

Gersen registró el cadáver. En el bolsillo le encontró una cantidad de dinero que se guardó en el suyo. Había, además, un verdadero arsenal de venenos mortales, que Gersen examinó; pero siéndole desconocida la nomenclatura usada por Suthiro, lo descartó a un lado. Llevaba un dispositivo no más grande que un dedo pulgar, diseñado para disparar agujas envenenadas con venenos o virus con aire comprimido. Así, un hombre podría ser infectado fácilmente desde una distancia de cincuenta pies, sin sentir más que un leve pinchazo. Suthiro disponía también de un proyector como el suyo, tres estiletes, un paquete de comprimidos y otro de caramelos en forma de rombo, todos ellos mortales de necesidad sin duda alguna.

Depositó las armas en el bolsillo de Suthiro y lo arrastró hacia la compuerta eyectora de la espacionave, que engulló el cuerpo, volviendo a cerrarse automática y herméticamente. Una vez en el espacio, bastaría presionar un botón y el cuerpo de Suthiro el sarkoy desaparecería en la eternidad.

Después se dirigió a inspeccionar lo que el envenenador, momentos antes de morir, había estado manipulando junto a una vitrina. Bajo ella encontró una palanca que controlaba un juego de cables que conducían a un relé escondido, que a su vez activaba las válvulas de cuatro pequeños depósitos de gas en diversos lugares secretos de la cabina. ¿Un gas letal o un anestésico? Gersen despegó uno de los depósitos y halló una etiqueta escrita con la letra del sarkoy y que decía: «Narcoléptico instantáneo Tironvirastaro», «Inductor inodoro de sueño profundo con mínimo remanente residual». Parecía que Malagate, no menos metódico que Gersen, estaba tomando sus propias precauciones.

Gersen cogió los cuatro depósitos, se dirigió a su escotilla, vació su contenido y volvió a colocarlos en sus lugares correspondientes. Dejó la palanquita en su lugar, pero con su función cambiada.

Terminado aquello, Gersen sacó su propio dispositivo: un reloj que había comprado en los almacenes de Avente, y una bomba del armamento preparado. Tras un momento de reflexión, montó la bomba de relojería y la aseguró en el hueco de los reactores de la nave, donde pudiera hacer el máximo daño en caso de necesidad. Miró su reloj: la una de la tarde. El tiempo apremiaba. Todavía tenía muchas cosas que hacer. Salió de la espacionave y volvió a la terminal donde tomó el tren subterráneo para la Playa de Sailmaker Beach.

Cerca de la estación, Gersen alquiló un escúter volador giroscópicamente equilibrado, de cabina transparente. Con sus dos UCL depositados en la ranura el aparato le prestaría servicio por dos horas. Saltando a bordo se dirigió hacia el norte a través de las ruidosas calles de Sailmaker Beach.

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