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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro lee (5 page)

BOOK: El pequeño vampiro lee
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—¡Sí señor! —reafirmó Lumpi, y susurrando añadió—: Se le caía el pelo.

—¿Se le caía el pelo? —preguntó Anton—. Yo pensaba que eso sólo les ocurría a los...

Iba a decir «seres humanos», pero pudo reprimirse justo a tiempo.

Sin embargo, Lumpi comprendió qué era lo que quería decir.

Riéndose irónicamente a sus anchas, murmuró:

—Sss..., sí, ya sabes, nuestra alimentación..., desgraciadamente es un poco incompleta. Ni fruta, ni verdura... —y echándole una mirada al cuello de Anton añadió—: Espero, sin embargo, que

sí comas todo eso y te hagas muy grande y muy fuerte y tengas buena sangre.

Anton sintió escalofríos. Rápidamente dijo:

—¡La escoba! ¿Hay aquí una escoba sí o no?

—Tú y tu escoba —gruñó de mal humor Lumpi—. ¡Ahora que charlando estábamos empezando a conocernos mejor vas tú y vuelves a empezar con lo de tu maldita escoba!

Resopló fuertemente un par de veces para dar mayor expresión a su indignación. Luego, de forma desabrida, dijo:

—¡Por supuesto que no hay aquí ninguna escoba! Además, ¿para qué?

—¿Cómo que para qué? ¡Porque una pista de bolos tiene que estar limpia!

«Y tampoco debe tener agujeros ni zonas abombadas», añadió para sí, pero prefirió no decirlo en voz alta.

—¿Limpia? —repitió Lumpi. Riéndose burlonamente añadió—: ¡Tú, Anton, eres un auténtico maniático de la limpieza...! No, de veras —dijo con un tono de maestro superior—. Las pistas de bolos bien pueden tener polvo... Eso no influye para nada.

—¿Que no? —preguntó Anton—. ¿Y qué es lo que influye entonces, según tú?

—¡Los jugadores! —contestó Lumpi riéndose satisfecho consigo mismo—. O mejor dicho: ¡Del jugador!

Con una disimulada sonrisa de burla Anton preguntó:

—Y si

eres un jugador de bolos tan estupendo, entonces para qué quieres que
yo
te enseñe trucos?

—¿Para qué? —repitió Lumpi, y frunció la comisura de los labios, pues era evidente que no sabía qué replicar.

Luego, sin embargo, se le ocurrió algo:

—¡Porque también un buen jugador de bolos puede mejorar aún más! Y además —añadió—: en los círculos vampirescos corren ciertos rumores...

—¿Rumores?

—¡Sí! Dicen que Leo el Valiente no era un superjugador de bolos como Jörg el Colérico pretendía hacernos creer. Y que sus consejos derivados de que «bolos viene de volar» no hay por qué creérselos «a sangres rojillas»..., digo..., «¡a pies juntillas!».

—¿De verdad? —se hizo el sorprendido Anton.

—¡Bueno... y, naturalmente, dadas las circunstancias yo no quiero entrenarme para el día de mañana con los métodos de ayer! —dijo pomposamente Lumpi—. Y por eso... —hizo entonces una pausa significativa y miró fijamente a Anton como si fuera a hipnotizarle—. ¡Y por eso quiero que ahora me enseñes de una vez tus trucos!

La calma que precede a la tormenta

—¿Mis trucos? —repitió Anton arrastrando las palabras.

¡Si Lumpi supiera que él no se sabía ningún truco!

—Entonces lo primero que nos hace falta es la bola —declaró.

—¡Ah sí, la bola! —exclamó Lumpi golpeándose la frente con la mano.

Rápidamente fue otra vez corriendo hasta el extremo de la bolera y regresó con una gran bola de madera.

—¡Aquí está!

—Bueno, pues primero hay que hacer flexiones de rodillas —empezó Anton con sus instrucciones.

—¿Y eso para qué?

—Para estar más relajado. Primero, pues, se hacen flexiones de rodillas y luego, cuando ya se está verdaderamente relajado, se coloca la bola encima de la pista y ya... ¡zas!: se lanza la bola hacia delante y se derriban los nueve bolos.

—¿Colocarla encima de la pista? —gruñó Lumpi haciendo rechinar los dientes.

—Está bien —dijo después—. Lo intentaré.

Se arrodilló..., pero inmediatamente después volvió a ponerse de pie y le dijo con aspereza a Anton:

—¿Qué había que hacer? ¿Lanzar hacia delante?

—No, primero tienes que hacer flexiones —contestó Anton. Y como Lumpi no se movió, le ofreció—: ¿Quieres que te haga una demostración?

—¿Una demostración? —dijo Lumpi resoplando rabioso y lanzándole una mirada furibunda—. ¿Qué te crees, que yo soy tan duro de mollera como tú? Parece que tú no sabes a quién tienes delante: ¡Lumpi el Superfuerte, el mejor jugador de bolos de todos los tiempos!

Y una vez dicho aquello volvió a arrodillarse, lo cual fue acompañado por un horrible chasquido de sus articulaciones. Estiró el brazo izquierdo hacia atrás... y durante unos instantes todo estuvo absolutamente en calma en la gran sala oscura.

«¡Como la calma que precede a la tormenta!», se le pasó por la cabeza a Anton... Y lo que ocurrió después fue realmente como una tempestad: Lumpi colocó la bola sobre la pista, se oyó un estrépito y un traqueteo, resonó un prolongado grito, un chillido ronco que hizo que Anton se le pusieran los pelos de punta.

En un primer momento creyó que era un grito para darse ánimos como el que solía lanzar también Jörg el Colérico..., pero luego vio que Lumpi se había llevado a la boca el dedo índice de la mano izquierda.

Al mismo tiempo sollozaba:

—¡Mi preciosa uña, mi más preciosa uña!

Anton se quedó rígido.

De lo que más orgulloso estaba Lumpi era de sus largas uñas... ¡y podía volverse loco de rabia si se le partía una!

Anton retrocedió temblando hasta la pared.

Vio cómo Lumpi se sacaba el dedo de la boca y observaba la uña partida.

Luego Lumpi dijo en voz baja y amenazadora:

—Esto lo has hecho a propósito.

Confabulados

—¿A propósito? —repitió anonadado Anton.

—¡Sí! Para que yo perdiera el concurso de uñas.

—¿El... concurso de uñas?

—¡Sí señor: el concurso de uñas! Tú estás confabulado con Waldi el Malo.

—¿Yo? ¿Con Waldi? —dijo Anton negándolo con la cabeza—. ¡No! Ni siquiera conozco a Waldi el Malo.

—¿No le conoces? —dijo Lumpi mirándole de reojo con desconfianza—. ¿No te ha encargado a ti Waldi el Malo que me dejaras fuera de competición antes del concurso de uñas para que gane
él
?

—¡No! —declaró Anton.

—¿No?

Lumpi vaciló y pareció reflexionar. De repente, de buenas a primeras, su cara se puso de un color rojo subido y aulló:

—Pues si no estás confabulado con

Waldi el Malo es aún peor. ¡Entonces no podré hacer que descalifiquen a Waldi por soborno! Por tu culpa..., tú, tú...

Resopló violentamente por la nariz mientras buscaba un calificativo oportuno para Anton.

—¡Tú, candelabro, cabra loca, monstruo! ¡Cómo he podido ser tan tonto de hacer caso de tus estúpidos trucos! Ay, si hubiera escuchado a Jörg el Colérico... ¡Y a Leo el Valiente!... Pero espera y verás —añadió tras una pausa con voz de ultratumba—. Me las vas apagar...

—¿Que te..., te las voy a pa..., pagar? —tartamudeó Anton.

—Sí, me las vas a pagar... ¡y de qué manera! —tronó Lumpi—. Aún no sé cómo, pero... seguro que ya se me ocurrirá algo para ti. ¡Algo que no se te olvidará en toda tu..., je, je..., vida!

Anton estaba allí estremeciéndose como un álamo temblón y sintiendo que estaba a punto de desmayarse.

Pero de repente, como por milagro, Lumpi se apartó de él y dijo afónico:

—Pero ahora debo pensar primero en mí y salvar lo que aún se pueda salvar... Quizá si me la limo y me la dejo afilada, muy afilada...

Anton escuchó con atención lleno de miedo. «Afilar»... ¿Se referiría Lumpi únicamente a su uña rota?

—Sí, eso es lo que haré —murmuró Lumpi—: afilar y afilar una y otra vez. ¡Quizá todavía pueda ganar!

Con estas palabras, de forma totalmente inesperada para Anton, Lumpi echó a correr hacia la ventana y sin hacer caso de la vela encendida se lanzó al exterior.

La vela se cayó al suelo y se apagó.

Ahora la oscuridad volvía a ser absoluta en el interior de la bolera.

Durante varios minutos Anton se sintió como paralizado.

Luego, muy poco a poco, empezó a remitir su rigidez y con las rodillas temblorosas anduvo a tientas hasta la ventana. Se subió al alféizar, colocó sus piernas colgando hacia afuera y se dejó escurrir cuidadosamente hasta el patio.

Ya fuera, se quedó parado y miró preocupado a su alrededor.

Sin embargo, no descubrió nada sospechoso y, por ello, hizo un par de tímidos movimientos de vuelo... y sintió aliviado cómo se elevaba.

Durante un rato Anton voló a la sombra de los árboles. Luego se atrevió a volar dejando la protección de los árboles y subiendo a más altura. Subió hasta que pudo reconocer debajo de él la estrecha franja de la carretera que unía el Valle de la Amargura con el Valle de la Alegría.

El Valle de la Amargura... La idea de que el pequeño vampiro quizá estuviera todavía esperándole con la
Crónica de la familia Von Schlotterstein
en la capilla del castillo, despertó en él una incómoda sensación y pensó si no debería ir a las ruinas del castillo a pesar de todo.

Sin embargo, el hecho de que el encuentro con Lumpi le hubiera afectado bastante a los nervios era un argumento en contra. Y Rüdiger no era un amigo que tuviera en consideración unos nervios afectados, pensó Anton. Así pues, siguió volando hacia el Valle de la Alegría.

Llegó a la fonda sin ningún incidente. La mayoría de las ventanas se hallaban a oscuras, pero en la sala de la televisión estaba la luz encendida. Seguro que la madre de Anton y la señora Virtuosa seguían hablando de libros «recomendables».

¡Y como había muchos más libros aburridos que interesantes, sin duda que las dos todavía tendrían suficiente tema de conversación!, pensó burlonamente Anton.

Dio la vuelta a la posada volando y aterrizó en el pequeño balcón de su habitación. La puerta del balcón sólo estaba entornada..., tal como Anton la había dejado. Entró y cerró la puerta. Luego se desnudó, escondió la capa en el armario y se fue a la cama.

Problemas de peso

El día siguiente fue tan sumamente aburrido como Anton se había imaginado. Lo primero fue el desayuno con huevos y jamón.

Luego los padres de Anton se dispusieron a iniciar un recorrido por el Valle de la Alegría y Anton les siguió de mala gana. Después la señora Virtuosa sirvió una opípara comida, y el padre de Anton se lamentó:

—¡Si esto sigue así, voy a engordar por lo menos cuatro kilos!

A lo que Anton, con una risa irónica, contestó:

—¿Sólo cuatro?

A continuación sus padres se echaron la siesta. Anton se fue a su habitación a leer..., pero en seguida se le cerraron los ojos y se durmió.

Después de tomar café, con el que la señora Virtuosa sirvió una gigantesca tarta de cerezas que ella denominó «bomba suculenta del Valle de la Alegría», la madre de Anton se quejó:

—¡No hubiera debido coger pensión completa!

—¿Pensión completa? —dijo Anton riéndose burlonamente—. Pues a mí me parece que esto no está demasiado lleno. ¡Yo creo incluso que nosotros somos los únicos huéspedes! —Y añadió con alevosía—: Excepto los vampiros, naturalmente. ¡Pero quizá a ellos no se les pueda llamar huéspedes!

Sin embargo —cosa rara—, su madre no se enfadó en absoluto por su observación. En lugar de ello le miró desconfiada entrecerrando los ojos.

—¿Vampiros? —dijo ella—. ¿Cómo se te ocurre pensar precisamente ahora en vampiros?

Anton señaló con la cabeza la tarta de cerezas.

—Porque los vampiros no tienen problemas de peso... ¡Por eso!

Aquella vez su madre soltó un resoplido de furia e indignación... Y Anton sonrió satisfecho.

Para cenar, la señora Virtuosa volvió a poner patatas con huevos revueltos y jamón y —¡naturalmente!— con cebolla, pero Anton fue el único que tenía apetito y comió.

—Mañana tenemos que organizar como sea un día activo —anunció la madre de Anton con un profundo suspiro.

—¿Un día activo? —repitió Anton (¡aquello había sonado auténticamente a amenaza!).

«¡Yo mejor me voy a organizar una noche activa!», se burló para sus adentros.

En voz alta dijo:

—Entonces será mejor que me vaya a mi habitación y descanse un poco para prepararme.

Se levantó, y antes de que su madre pudiera objetar algo —o incluso antes de que pudiera condenarle a jugar juntos una partida de «
captura el sombrero
»— él ya había abandonado el gran comedor de muebles pasados de moda.

Subió corriendo a su habitación y abrió la puerta del balcón. Fuera reinaba una extraña penumbra: ya no era de día, pero tampoco era aún de noche.

«¡En cualquier caso, sería una imprudencia salir ya volando desde el balcón!», pensó Anton mirando hacia abajo, al jardín. Le pareció más seguro despegar desde allí.

Volvió a entrar en la habitación y sacó del armario la capa de vampiro.

Luego cerró la puerta de la habitación desde fuera y se guardó la llave en el bolsillo de los pantalones.

Bajó las escaleras de puntillas y salió al jardín.

Pánico

Sin hacer ruido, Anton fue por el camino enlosado y cubierto de musgo hasta el viejo y nudoso árbol bajo el que había montado su tienda de campaña. Despegaría desde allí..., ¡pero no antes de que se hubiera hecho completamente de noche! Y hasta que llegara ese momento iba a quedarse en su tienda de campaña.

Echó las ramas a un lado... y le sobrecogió una gélida visión: ¡Alguien había vuelto a abrir la cremallera que él había cerrado cuidadosamente por la tarde mientras daba un paseo por el jardín! Ahora la entrada de la tienda de campaña estaba abierta.

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