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Authors: Matilde Asensi

El origen perdido (38 page)

BOOK: El origen perdido
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¿Y aquellos misteriosos yatiris? ¿Por qué habían protegido tanto sus conocimientos más importantes? En la crónica se decía claramente que si volvía a producirse un cataclismo y un diluvio como los que habían tenido lugar en la época de los gigantes, los humanos supervivientes podrían encontrar su legado, un legado que les proporcionaría un código de un poder impresionante. Quizá no les ayudase a sobrevivir, o a comer o a no enfermar, pero, al menos, transmitiéndolo, no se perdería para siempre; alguien podría conservarlo. Así que ésa era la meta de aquellos tipos con todo aquel montaje de la Pirámide del Viajero: no pretendían ayudar a una humanidad en problemas, como habíamos creído siguiendo una línea de pensamiento trazada por mi hermano, sino impedir que lo que ellos sabían se perdiera para siempre. De algún modo, también les daba lo mismo el uso que pudiera hacerse de dicho poder. Lo fundamental era que perdurase.

Me quedé helado al descubrirlo. Con cada nuevo peldaño que ascendía, mi perspectiva de la situación iba modificándose. Habíamos acudido allí con una idea equivocada, una idea que nos había cegado para comprender la verdad. Ninguno de nosotros se había planteado que, accediendo a los conocimientos secretos de los yatiris, íbamos a entrar en posesión de un poder único en el mundo, capaz de cosas tan extraordinarias como lo que le había pasado a mi hermano. Pero había alguien que quizá sí lo había pensado y que por eso plantaba cara de aquella forma tan agresiva a los posibles competidores. ¿Actuaba así la doctora Torrent porque pretendía saber hasta dónde ambicionábamos aquel raro y peligroso privilegio? ¿Era ella quien lo codiciaba? Y, si era así, ¿para qué? ¿Para publicar su descubrimiento en revistas de antropología y conseguir galardones académicos? Desde esta nueva faceta, aquellos propósitos parecían ridículos. ¿Qué gobierno del mundo iba a dejar una capacidad semejante en manos de una catedrática universitaria? ¡Con razón me había dicho, cuando me llamó por teléfono a mi casa, que no podía dejar en mis manos el material de Daniel y que se trataba de una situación muy delicada! ¿Cuáles habían sido sus palabras exactas...? «Si sólo uno de los papeles que usted conserva se perdiera o cayera en las manos equivocadas, sería una catástrofe para el mundo académico.» ¿Para el mundo académico o para el mundo en general? «No puede usted imaginarse la importancia que tiene ese material.» No, quizá en aquel momento no pudiera imaginarlo, pero ahora sí, y era vital que la catedrática no tuviera acceso al conocimiento de los yatiris.

Cuando la escalinata terminó, me encontré frente a un impresionante muro de sillares en mitad de un oscuro corredor que se perdía tanto a derecha como a izquierda. Si nuestros cálculos eran correctos, aquel muro era la pared exterior de la cámara del Viajero, la cámara de la serpiente cornuda, de modo que los pasillos formarían un deambulatorio cuadrado a su alrededor y tanto por un lado como por otro llegaríamos a la puerta de entrada.

—¡Por fin! —suspiró
Proxi
cuando llegó junto a mí.

Me incliné hacia ella rápidamente y le hablé al oído.

—Lola, escúchame con atención: la catedrática no puede entrar en la cámara con nosotros.

—¿Estás loco? —exclamó, separándose para mirarme. Su foco me cegó por unos instantes. Parpadeé, viendo mil lucecitas grabadas en mi retina.

—No podemos consentir que entre, Lola. Quiere el poder de las palabras.

—Nosotros también.

—¿Qué cuchicheáis vosotros dos? —preguntó
Jabba
con voz potente cuando pisó el último peldaño. La catedrática apareció justo detrás.

Lola me miró como si me hubiera vuelto loco y se giró hacia él.

—Nada. Tonterías de
Root
.

—Pues no digas más tonterías,
Root
.

—¿
Root
...? —se extrañó Marta Torrent—. ¿Por qué le llaman «Raíz»?

—Es mi... —¡Vaya fastidio, tener que explicar a una neófita los apodos de la red!—. Mi
nick
, mi
tag
. En internet, nos llamamos entre nosotros con seudónimos. Todo el mundo lo hace.
Root
viene del nombre del directorio principal de cualquier ordenador, el directorio raíz. En los ordenadores con sistema operativo Unix, se refiere al usuario principal.

—¿Y los suyos cuáles son? —les preguntó a Marc y a Lola, muy interesada.

—El mío es
Proxi
y el de Marc es
Jabba
.
Proxi
viene de Proxy, el nombre de una máquina que actúa como servidor de acceso a internet pero que almacena en memoria los contenidos de las páginas para que las siguientes visitas sean más rápidas. Es como un filtro que acelera el proceso y que, al mismo tiempo, sirve para defender al usuario de virus, gusanos y demás porquería que circula por la red. Yo trabajo en el departamento de seguridad de Ker—Central —se justificó—, la empresa de Arnau. De
Root
. Por eso lo de
Proxi
.

—¿Y
Jabba
...? —insistió, mirando al gusano pelirrojo que tenía un amenazador gesto en la cara.


Jabba
no significa nada —bufó él, dándole la espalda y adentrándose en el pasillo de la derecha.

—¿En serio? —se sorprendió ella—. ¿Nada?

Lola y yo nos miramos, apurados, y, bajando la voz, le pedí a la catedrática que no insistiera.

—Pues a mí me suena —comentó ella en un susurro—. Creo que lo he oído antes.


La guerra de las galaxias
—musitó
Proxi
, dándole la pista clave.

—¿
La guerra de las
...? —entonces pareció recordar de golpe de qué personaje estábamos hablando porque abrió mucho los ojos y sonrió—. ¡Ah, claro, claro! Ya lo sé.

—Pues no se lo diga —observé, echando a andar hacia
Jabba
, que se alejaba molesto. En cuanto le alcancé, le pasé un brazo por los hombros en plan colegas y le dije a media voz—: No podemos dejar que la catedrática entre en la cámara.

—No seas paranoico, amigo. Aún no sabemos si podremos entrar nosotros.

—¿Crees de verdad que sólo quiere el poder de las palabras para publicar su descubrimiento en una revista?

Jabba
pareció pillarlo a la primera y, mirándome con complicidad, movió levemente la cabeza, asintiendo.

El corredor era inmenso. A pesar de hallarnos en un nivel más alto y, por tanto, más pequeño de la pirámide, la cámara central era enorme, de dimensiones descomunales por el tiempo que estuvimos recorriendo la mitad de uno de sus cuatro lados. Allí el suelo era firme y el aire sombrío y difícil de respirar, cargado de partículas invisibles que lo dotaban de peso y consistencia. Pero, mientras avanzábamos lentamente por aquella espaciosa galería de techos altos nos acompañaba la sensación positiva de que estábamos llegando al final, de que al otro lado del muro que quedaba a nuestra izquierda se encontraba el secreto por el cual habíamos cruzado el Atlántico. Mi único motivo de preocupación era Marta Torrent. No se me ocurría cómo podríamos detenerla, cómo cerrarle el paso a la cámara.

—¿Puedo hacerles una pregunta? —dijo ella en ese mismo momento, rompiendo el silencio para dirigirse a los tres.

—Adelante —rezongó
Jabba
.

—¿Cómo han podido aprender ustedes la lengua aymara en tan poco tiempo?

—No hemos aprendido aymara —repuse, sin dejar de resoplar por la caminata—. Utilizamos un traductor automático que encontramos en el ordenador de mi hermano.

—No me lo diga —bromeó la catedrática con un gesto frío en la cara que desmentía cualquier supuesto buen humor—. El «JoviLoom».

—¿Lo conoce? —se extrañó
Proxi
.

Marta Torrent se echó a reír.

—¿Cómo no voy a conocerlo si es mío? —exclamó muy satisfecha.

—Claro, ¿cómo no? —proferí, sarcástico—. Todo es suyo, ¿no es cierto, doctora? El «JoviLoom», el «JoviKey», la Universidad Autónoma de Barcelona... ¿Y por qué no el mundo, verdad doctora? El mundo también es suyo y, si aún no lo es, lo será, ¿no es cierto?

Ella prefirió ignorar mi diatriba.

—¿También tienen el «JoviKey»? Vaya, vaya...

Allí iba a estallar una guerra nuclear. Como se le ocurriera decir que mi hermano Daniel le había robado también aquellos programas, iba a dejarla atada en aquella pirámide para que se muriese del asco.

—¿Saben ustedes lo que quiere decir el nombre de esos programas? —nos preguntó desafiante.

—¿El «Telar de Jovi»...? —respondió
Proxi
, ásperamente—. ¿La «Llave de Jovi»?

—Sí, en efecto —dijo ella—, de Jovi. Pero de Joffre Viladomat, mi marido.

Una fuerte campanada tañó dolorosamente en mi cerebro y me detuve en seco, tambaleándome como si hubieran usado mi cabeza por badajo.

—¿Joffre Viladomat? —balbucí. Aquél era el nombre que el sistema de casa me había mostrado en la pantalla cuando la doctora Torrent me había llamado por teléfono.

Todos se detuvieron para observarme y la que lo hacía con mayor satisfacción era la catedrática, que no podía disimular una cruel sonrisilla de triunfo.

—Joffre Viladomat. Jovi para los amigos desde los años de universidad.

—¿Su marido es programador? —desconfió
Jabba
.

—No, mi marido es economista y abogado. Tiene una empresa en Filipinas que actúa como intermediaria entre las Zonas de Producción de Exportaciones del Sudeste Asiático y las compañías españolas.

—Creo que no lo he comprendido —masculló Marc.

—Joffre compra productos fabricados en el Sudeste Asiático y los vende a las empresas interesadas. Podría decirse que es una especie de intermediario que facilita a las firmas españolas la adquisición de mercancías de bajo coste de producción. Su despacho está en Manila y, desde allí, compra y vende material tan variado como pantalones vaqueros, electrodomésticos, balones de fútbol o programas informáticos. Yo le pedí hace dos años un par de aplicaciones para traducir el aymara y para proteger con clave mi ordenador portátil. Joffre encargó los programas a una empresa filipina de
software
y, al cabo de unos cuantos meses, me envió el «JoviKey» y el «JoviLoom», que habían sido diseñados siguiendo mis indicaciones y con mis bases de datos.

—O sea, ¿lo que está diciendo es que su marido —silabeó lentamente
Proxi
, que se había puesto roja de rabia— compra productos fabricados en condiciones infrahumanas por trabajadores—esclavos del Tercer Mundo y los vende a conocidas marcas españolas que, de este modo, se ahorran los costes y los impuestos de una fábrica en nuestro país y el pago de la Seguridad Social de los trabajadores españoles?

Marta sonrió con una mezcla de ironía y pesar.

—Veo que conoce usted el panorama económico mundial. Pues sí, Joffre se dedica a eso exactamente. Y no es el único, desde luego.

Hubiera podido fijarme en que su rostro y su voz indicaban sutilmente la existencia de algún tipo de historia personal complicada detrás de sus palabras, pero no estaba yo para sutilezas en aquel momento. De hecho, me sentía tan hundido y destrozado que nada que no fuera la horrorosa pesadilla de haber descubierto que mi hermano había robado aquellos programas informáticos (y quién sabía si también la documentación que habíamos encontrado en su despacho, tal y como la catedrática había sostenido siempre), nada, repito, podía traspasar las barreras de mi mente. Era increíble, impensable que Daniel hubiera hecho algo semejante. Mi hermano no era así, no era un ladrón, no era un tipo que cogiera cosas que pertenecían a otra persona, no sabía robar, nunca lo había hecho y, además, no lo necesitaba. ¿Por qué iba a querer llevarse a escondidas un material de investigación de otra persona, de su jefa, si tenía una fantástica carrera por delante y podría conseguir mucho más en unos pocos años con su propio y único esfuerzo? Porqués y más porqués... ¿Por qué había tenido que coger aquellos dos malditos programas y, ahora, hacerme dudar de él y de su honradez mientras permanecía enfermo e incapaz de defenderse en una cama de hospital? ¡Maldita sea, Daniel! ¡Yo hubiera podido darte aplicaciones mucho mejores que esas dos porquerías «Jovi», buenas para nada! ¿Necesitabas un traductor automático de aymara? ¡Pues habérmelo pedido, habérmelo pedido! ¡Hubiera removido cielo y tierra para conseguírtelo!

—Arnau.

¡Te lo dije muchas veces, Daniel! Pídeme lo que necesites. Pero tú, no, no, que no necesito nada. Vale pero si lo necesitas, pídemelo. Que sí, que te lo pediré. Jamás habías aceptado mi ayuda de buen grado, siempre habías puesto ese gesto tan tuyo de fruncir el entrecejo y quedarte callado. Pero, ¿por qué habías tenido que coger esos dos programas? ¡Tu hermano era programador y tenía una empresa de informática, joder, y docenas de programadores trabajando para él! ¿Tenías que ensuciarte las manos robando el
software
de tu jefa, de esa Marta Torrent a la que tanto criticabas? ¿Y por qué la criticabas, eh? ¡Eras tú quien le estaba robando a ella! ¿Por qué, por qué la criticabas? ¿Por qué la acusabas de aprovecharse de tu trabajo si eras tú quien se estaba aprovechando del suyo?

—¡Arnau!

—¡Qué! —grité—. ¡Qué, qué, qué!

Mi voz golpeó las paredes de piedra y desperté. Frente a mí tenía a Marc, a Lola y a la catedrática, mirándome con caras preocupadas.

—¿Estás bien? —me preguntó Lola.

Por costumbre, supongo, efectué automáticamente un chequeo rápido. No, no estaba bien, estaba mal, muy mal.

—¡Pues claro que estoy bien! —aseguré, revolviéndome hacia ella.

Marc se interpuso.

—¡Eh, tú! Para, ¿vale? ¡No hace falta que le hables así!

—¡Tranquilos los dos! —vociferó Lola, alejando a Marc con una mano—. No pasa nada, Arnau, no te preocupes. Vamos a calmarnos, ¿de acuerdo?

—Quiero largarme de aquí —dije con asco.

—Lo siento, señor Queralt —murmuró la catedrática, impidiéndome el gesto de regresar hacia la escalera. Un gesto tonto, porque, en realidad, no había camino de vuelta. No había salida. Pero, en aquel momento, me daba lo mismo. No sabía bien lo que hacía ni lo que decía.

—¿Qué es lo que siente? —repliqué, disgustado.

—Siento haberle hecho daño.

—Usted no tiene la culpa.

—En parte sí, porque estaba deseando que descubriera la verdad y no he dejado pasar ni una sola ocasión para lograrlo, sin pararme a pensar que podía herirle.

—¿Y usted qué demonios sabe? —la increpé con agresividad—. ¡Déjeme en paz!

—Podrías controlarte un poco —dijo
Jabba
desde mi espalda.

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