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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (5 page)

BOOK: El número de la traición
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Con mucho cuidado Sara auscultó a la mujer, tratando de ignorar las quemaduras y los cortes en forma de cruz. Escuchó los pulmones de la paciente, percibiendo el marcado relieve de las costillas bajo sus dedos. La respiración era regular, pero no tan fuerte como a Sara le hubiese gustado, probablemente a causa de la alta dosis de morfina que le habían puesto en la ambulancia. El pánico suele difuminar la frontera entre lo que ayuda y lo que estorba.

Se arrodilló de nuevo. Los ojos de la mujer seguían abiertos y le castañeteaban los dientes.

—Si le cuesta respirar, dígamelo y la ayudaré inmediatamente, ¿de acuerdo? ¿Cree que podrá hacerlo? —La mujer no respondió, pero Sara continuó hablándole de todas formas, explicándole paso a paso lo que iba haciendo y por qué—. Estoy comprobando sus vías respiratorias, quiero asegurarme de que respire bien. —Le abrió la boca con suavidad.

La mujer tenía los dientes de color rosado, lo que indicaba que tenía alguna herida abierta en la boca, pero Sara imaginó que se habría mordido la lengua. Su rostro estaba lleno de arañazos, como si le hubieran dado un zarpazo. Pensó que quizá tuviera que intubarla e inmovilizarla, por lo que esta sería su última oportunidad de hablar.

Esa era la razón de que Will Trent no quisiera marcharse. Le había preguntado a la víctima cómo estaba para sentar las bases para una declaración
in articulo mortis
. La víctima tenía que ser consciente de que se estaba muriendo para que su declaración fuera admitida como prueba ante un tribunal. Incluso ahora, Trent seguía allí, apoyado contra la pared, observándolo todo por si tenía que declarar en el juicio.

—Señora, ¿puede decirme cómo se llama? —le preguntó Sara. Al ver que la mujer movía los labios esperó unos segundos, pero de su boca no salía ningún sonido—. Empecemos con algo más fácil. Dígame solo cuál es su nombre de pila, ¿de acuerdo?

—Aa… Aa…

—¿Anne?

—Na… Na…

—¿Anna?

La mujer cerró los ojos y asintió levemente con la cabeza. Su respiración se había acelerado a consecuencia del esfuerzo.

—Y ahora su apellido —la animó Sara.

La mujer no respondió.

—Muy bien, Anna. Lo está haciendo muy bien. Quédese conmigo —dijo Sara mirando a Will Trent, que se lo agradeció con un gesto de la cabeza.

Volvió a centrarse en su paciente; examinó sus pupilas y le palpó el cráneo para ver si había alguna fractura.

—Tiene sangre en los oídos, Anna. Se ha dado un golpe muy fuerte en la cabeza. —Cogió una torunda húmeda y limpió la sangre seca de su rostro—. Sé que sigue usted ahí, Anna. Aguante un poco más, quédese conmigo.

Con mucho cuidado, Sara pasó los dedos por el cuello y el hombro y notó que la clavícula se movía. Siguió examinando la parte inferior de los hombros por delante y por detrás, y continuó con las vértebras. La mujer presentaba signos evidentes de desnutrición; sus huesos sobresalían de tal manera que prácticamente se le veía el esqueleto entero. La piel estaba desgarrada, como si le hubieran clavado anzuelos o ganchos y se los hubieran arrancado después. Tenía cortes superficiales por todo el cuerpo, y la larga y profunda incisión en el pecho seguía oliendo a infección; llevaba así varios días.

—La vía ya está lista y le he abierto del todo la llave del salino —dijo Mary.

Sara se volvió hacia Will Trent.

—¿Ve el directorio que hay junto al teléfono? —Él asintió—. Llame a Phil Anderson. Dígale que le necesitamos aquí abajo de inmediato.

Will vaciló un momento.

—Mejor voy a buscarlo.

—Será más rápido llamarle al busca. Su extensión es la 392 —dijo Mary mientras fijaba la vía con esparadrapo en el dorso de la mano. Le preguntó a Sara—: ¿Vas a pautarle más morfina?

—Vamos a terminar con el diagnóstico primero.

Intentó examinar el torso de la mujer; no quería mover el cuerpo hasta saber exactamente lo que tenía entre manos. Presentaba un agujero en el costado izquierdo, entre las costillas once y doce, lo que explicaba por qué la mujer gritó de esa manera cuando intentaron enderezarla: con el músculo y el cartílago desgarrados, el dolor debía de ser insoportable.

El TES le había puesto un torniquete y una férula neumática en la pierna y el brazo derechos. Sara retiró el vendaje estéril de la pierna, y vio que el hueso asomaba por la herida. La pelvis parecía algo inestable también. Eran heridas recientes. El coche debía de haberla golpeado por el lado derecho, doblándola por la mitad.

Sacó unas tijeras del bolsillo, cortó el esparadrapo que la sujetaba a la camilla, y le explicó:

—Anna, voy a tumbarte sobre la espalda. —Sujetó a la mujer por los hombros y el cuello, mientras Mary le sujetaba la pelvis y las piernas—. Mantendremos las piernas dobladas, pero tenemos que…

—¡No-no-no! —suplicó Anna—. ¡No, por favor! ¡No, por favor!

Sara y Mary continuaron con la maniobra, y Anna profirió tales gritos que Sara sintió escalofríos. No había oído nada tan aterrador en su vida.

—¡No! —aullaba la mujer—. ¡No! ¡Por favor! ¡Nooooo!

Empezó a sufrir violentas convulsiones. Rápidamente, Sara se inclinó sobre la camilla para sujetar a Anna y que no se cayera al suelo. La oía resoplar entre convulsión y convulsión, pues cada vez que se movía era como si le clavaran un cuchillo en el costado.

—Cinco miligramos de Ativan —ordenó, esperando poder controlar así los ataques—. Quédate conmigo, Anna. No te me vayas.

De nada sirvieron las palabras de Sara. La mujer había perdido la conciencia a consecuencia de los ataques o del mismo dolor. Un rato después de que el calmante surtiera su efecto, los músculos seguían espásticos y su cabeza y sus piernas se convulsionaban de forma sincopada.

—Aquí viene la máquina de rayos —anunció Mary, urgiendo al técnico para que entrara en la sala—. Voy a ortopedia, a buscar a Sanderson.

—Macon —se presentó el técnico de rayos.

—Sara —respondió ella—. Yo te ayudo.

El técnico le dio un delantal de plomo y luego se puso a preparar la máquina. Sara acariciaba la frente de Anna, apartándole el oscuro cabello de la cara. La mujer seguía convulsionando cuando Sara y Macon la tumbaron de espaldas, con las rodillas flexionadas para hacerle el menor daño posible. Sara se dio cuenta entonces de que Will Trent seguía en la sala.

—Tengo que pedirle que salga mientras hacemos esto.

Sara ayudó a Macon a sacar las placas; los dos se movieron lo más rápido que podían. Rezó para que la paciente no despertara y se pusiera a gritar de nuevo. Seguía oyendo aquellos alaridos, como los de un animal que hubiera caído en una trampa. Aquello bastaría para establecer que la mujer era perfectamente consciente de que iba a morir. Nadie podía gritar así a menos que hubiera perdido hasta la última esperanza.

Macon ayudó a Sara a poner a Anna de costado y, a continuación, se fue para revelar las placas. Ella se quitó los guantes, se arrodilló junto a la camilla una vez más y acarició la mejilla de Anna.

—Siento haberle empujado —le dijo a Will Trent.

Al volverse lo vio a los pies de la camilla, mirando fijamente las piernas de la víctima, las plantas de sus pies. Tenía la mandíbula apretada, pero Sara no sabía si era de espanto, de rabia o de ambas cosas a la vez.

—Los dos tenemos un trabajo que hacer —replicó Trent.

—Aun así lo siento.

Trent se inclinó y tocó suavemente la planta del pie derecho de Anna, probablemente convencido de que era lo único que podía tocar sin hacerle daño. A la doctora le sorprendió el gesto, casi tierno.

—¿Sara? —dijo Phil Sanderson desde la puerta, con sus guantes de cirujano recién lavados.

Se incorporó y, apoyando suavemente los dedos en el hombro de Anna, le dijo:

—Tenemos dos fracturas abiertas y una pelvis destrozada. Hay una profunda incisión junto a la mama derecha y una herida penetrante en el costado izquierdo. Desde el punto de vista neurológico, no sé muy bien qué decirte: las pupilas no están reactivas, pero ha hablado de forma coherente.

Phil se acercó a la paciente y comenzó a examinarla. No hizo comentario alguno sobre el estado en que se encontraba, totalmente concentrado en lo que podía arreglar: las fracturas abiertas y la pelvis destrozada.

—¿No la has intubado?

—Las vías respiratorias están despejadas.

Era evidente que Phil no estaba de acuerdo con su decisión; en realidad, a los cirujanos ortopédicos les importaba muy poco que sus pacientes pudieran hablar o no.

—Y el corazón, ¿qué tal?

—Bien. La presión arterial es normal. Está estable.

En ese momento llegó el equipo de Phil y se pusieron a preparar el traslado de la paciente. Mary volvió con las placas ya reveladas y se las dio a Sara.

—Solo la anestesia podría matarla —advirtió Phil.

Sara colocó las placas en el panel luminoso.

—No habría llegado hasta aquí si no fuese una luchadora.

—La herida de la mama está infectada. Yo diría…

—Lo sé —interrumpió ella, poniéndose las gafas para examinar las placas.

—La herida del costado es bastante limpia. —Sanderson ordenó a su equipo que parara un momento y se inclinó para verla más de cerca—. ¿Sabes si el coche la arrastró? ¿Se cortó con alguna pieza metálica?

—Por lo que sabemos, le dieron de frente. Estaba de pie en mitad de la carretera —respondió Will Trent.

—¿Había algo en el lugar del accidente con lo que pudiera haberse hecho este corte? Es muy limpio.

Will vaciló; probablemente preguntándose si el cirujano se habría dado cuenta de lo que había pasado aquella mujer antes de ser atropellada.

—Había muchos árboles, era una zona rural. Todavía no he hablado con los testigos. El conductor tenía un fuerte dolor en el pecho.

Sara volvió a concentrarse en las placas de rayos: o no habían salido bien o estaba más cansada de lo que creía. Contó las costillas, pensando que sus ojos podían estar jugándole una mala pasada.

Will parecía haber percibido su confusión.

—¿Qué pasa?

—La undécima costilla —respondió Sara—. Se la han arrancado.

—¿Cómo arrancado?

—Sí, no se la han extirpado quirúrgicamente.

—Eso es absurdo —exclamó Phil, dirigiéndose hacia el panel para examinar la placa—. Será que…

Phil colocó la segunda placa, la antero-posterior, y luego la lateral. Se acercó un poco más, con los ojos entornados.

—¿Y dónde coño está? Una costilla no sale sola del cuerpo.

—Mira. —Sara recorrió con el dedo la línea dentada donde había estado el cartílago que antes sujetaba el hueso—. No es que falte: se la han arrancado.

Capítulo dos

Will condujo con los hombros caídos y la cabeza apretada contra el techo del Mini de Faith hasta donde se había producido el atropello. No había querido perder tiempo ajustando el asiento antes, cuando llevó a Faith al hospital, ni mucho menos cuando se dirigía a la escena del crimen más aterrador que había visto en su vida. El coche no iba del todo mal por las carreteras secundarias que conducían hasta la autopista 316, pese a que circulaba a mayor velocidad de la permitida. La amplia batalla del Mini se adaptaba mal a las curvas, pero Will fue aminorando a medida que se alejaba de la ciudad. Cada vez había más árboles, y la carretera se estrechaba más, y de pronto se encontró en una zona en la que no era raro que ciervos y zarigüeyas la cruzaran.

Iba pensando en la víctima; en la piel arañada, la sangre, las heridas por todo el cuerpo. En el mismo momento en que vio a los de la ambulancia empujando la camilla a toda prisa por el pasillo del hospital supo que aquello era obra de una mente muy enferma. La mujer había sido torturada. Alguien muy experimentado en el arte de infligir dolor le había dedicado mucho tiempo.

No podía haberse materializado en mitad de la carretera sin más. Las heridas en las plantas de sus pies eran recientes, por lo que debía de llevar un buen rato caminando por el bosque. Tenía una aguja de pino clavada en el puente, y las plantas llenas de tierra. Seguramente la habían retenido en alguna parte y, en un momento dado, había logrado huir de allí. El lugar tenía que estar cerca de la carretera, y Will iba a encontrarlo aunque tardara toda la vida.

Reparó en que estaba pensando en «ella» aunque la víctima tenía un nombre, Anna, que se parecía mucho a Angie, el de su esposa. Como Angie, la mujer tenía el cabello y los ojos oscuros, la piel morena y un lunar justo debajo de la corva. Will se preguntó si aquel lunar sería algo frecuente en las mujeres de piel morena; a lo mejor era algo genético, algo asociado con el color de los ojos y el cabello. Seguro que la doctora Linton lo sabía.

Le vino a la mente lo que dijo Sara Linton mientras examinaba su piel magullada y los arañazos en torno a la herida del costado: «Debía de estar consciente cuando le arrancaron la costilla». Se estremeció al recordarlo. A lo largo de su carrera se las había tenido que ver con muchos sádicos, pero ninguno tan cruel como este.

Sonó el móvil y trató de sacarlo del bolsillo sin perder el control del volante. Lo abrió con mucho cuidado: la carcasa de plástico llevaba meses rota, pero había conseguido arreglarla con pegamento, cinta aislante y cinco trozos de cordel que hacían las veces de bisagra. Aun así tenía que manejar el aparato con sumo cuidado para que no se le descuajeringara en la mano.

—Will Trent.

—Soy Lola, cielo.

Frunció el ceño. Su voz tenía la aspereza propia de alguien que fumaba dos cajetillas diarias.

—¿Quién?

—Eres el hermano de Angie, ¿no?

—Soy su marido —la corrigió Will—. ¿Con quién hablo?

—Con Lola, una de sus chicas.

Angie trabajaba ahora como
freelance
para varias agencias de detectives, pero había sido agente de antivicio durante diez años. De vez en cuando Will recibía la llamada de alguna de las prostitutas con las que había trabajado. Todas necesitaban ayuda, y todas acababan volviendo a la cárcel, desde donde llamaban.

—¿Qué quieres?

—No hace falta que seas tan borde conmigo, cielo.

—Mira, llevo ocho meses sin hablar con Angie. —Casualidades de la vida, su relación se había roto casi al mismo tiempo que el móvil—. No puedo ayudarte.

—Soy inocente. —Lola rio su propia gracia y sufrió un ataque de tos—. Me pillaron con una sustancia blanca, no sé lo que era, un amigo me pidió que se la guardara.

BOOK: El número de la traición
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