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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

El monstruo de Florencia (6 page)

BOOK: El monstruo de Florencia
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Spezi, recordando su deber como periodista de observar con sus ojos y no fiarse de terceros, se acercó con suma reticencia a la joven fallecida. El cuerpo había sido arrastrado más de diez metros desde el coche y, como en los homicidios anteriores, estaba en un lugar sorprendentemente visible. Yacía en la hierba con los brazos en cruz y la misma mutilación.

Mauro Maurri, el médico forense, examinó a las víctimas y declaró que los cortes de la región púbica estaban hechos con el mismo cuchillo mellado, el que hacía pensar en un cuchillo de submarinismo. Señaló que, como en los otros asesinatos, no había indicios de violación, abusos o presencia de semen. La brigada móvil recogió nueve cartuchos Winchester serie H del suelo y otros dos en el interior del coche. Un examen desveló que todas las balas habían sido disparadas por el arma utilizada en los dos homicidios anteriores y mostraban la peculiar marca en el borde causada por el percutor.

Spezi preguntó al jefe de la brigada móvil sobre un hecho aparentemente anómalo: una Beretta calibre 22 solo podía alojar nueve balas en el cargador; sin embargo, había once cartuchos en la escena del crimen. El jefe le explicó que un tirador experto puede forzar una décima bala en el cargador y, con otra cargada con anterioridad en la recámara, convertir una Beretta de nueve balas en una de once.

El día después del asesinato, Enzo Spalletti fue excarcelado.

No sería una exageración utilizar la palabra «histeria» para describir la reacción ante este nuevo doble homicidio. La policía y los carabinieri estaban desbordados por las cartas, tanto firmadas como anónimas, que no había más remedio que investigar. Entre los acusados había médicos, cirujanos, ginecólogos e incluso sacerdotes, además de padres, yernos, amantes y rivales. Hasta ese momento, en Italia se consideraba que los asesinos en serie eran un fenómeno propio del norte de Europa, algo que ocurría en Inglaterra, Alemania o Escandinavia y, por supuesto, en Estados Unidos, donde todo lo violento parecía multiplicarse por diez. Pero nunca en Italia.

Los jóvenes estaban aterrorizados. Por la noche la campiña aparecía desierta, mientras que ciertas calles oscuras de la ciudad, especialmente en torno a la basílica de San Miniato al Monte, se llenaban de coches pegados los unos a los otros, con las ventanillas tapadas con periódicos o toallas y jóvenes amantes en el interior.

Después de los asesinatos, Spezi trabajó sin descanso durante un mes, durante el cual escribió cincuenta y siete artículos para
La Nazione.
Casi siempre era el primero en conseguir la primicia, por lo que la tirada del periódico se convirtió en la más alta de su historia. Muchos periodistas optaron por seguirle a hurtadillas para intentar descubrir sus fuentes.

Con los años, Spezi había desarrollado numerosas estratagemas para sonsacar información a la policía y a los fiscales. Cada mañana iba de ronda por el Tribunale y las oficinas de la fiscalía para comprobar si había alguna novedad. Se paseaba por los pasillos charlando con abogados y agentes de policía, recogiendo migajas de información. También telefoneaba regularmente a Fosco, el ayudante del forense, para preguntarle si había llegado algún fiambre interesante, y a un contacto que tenía en el cuerpo de bomberos, pues a veces se requería la presencia de los bomberos en la escena del crimen para rescatar un cadáver, sobre todo si estaba flotando en el agua.

Pero la mejor fuente de información de Spezi era un hombrecillo que trabajaba en las entrañas del edificio del Tribunale, un tipo insignificante con un empleo insignificante, al que los demás periodistas no prestaban la menor atención. Era el encargado de sacar el polvo y mantener ordenados los tomos donde cada día se anotaban los nombres de las personas que se hallaban en situación de
indagato
—esto es, bajo investigación— y los motivos. Spezi había conseguido que este humilde funcionario recibiera una suscripción gratuita de
La Nazione,
de la que estaba exageradamente orgulloso, a cambio de que le permitiera hojear los libros. Para mantener esta fuente de información en secreto, Spezi esperaba hasta la una y media, que era cuando los periodistas se congregaban delante del Tribunale para irse a comer a casa. Entonces se internaba en una calle lateral que conducía, por sinuosos callejones, hasta la entrada trasera del Tribunale, e iba a ver a su amigo secreto.

Una vez que Spezi disponía de unos cuantos datos interesantes sobre un caso, los suficientes para saber que merecía la pena, se dejaba caer por la fiscalía y fingía estar al corriente de todo. El fiscal encargado del caso, deseoso de averiguar cuánto sabía realmente, se prestaba a conversar y, a fuerza de diestros faroles y amagos, Spezi lograba confirmar lo que le habían contado y llenar las lagunas de la historia al tiempo que los peores temores del fiscal, acerca de que el periodista lo sabía todo, se hacían realidad.

Los jóvenes abogados defensores que circulaban por el Tribunale constituían otra fuente de información indispensable. Estaban desesperados por conseguir que su nombre saliera en los periódicos, requisito imprescindible para prosperar en su profesión. Cuando Spezi necesitaba ver un expediente importante, como una investigación o la transcripción de un juicio, pedía a uno de esos abogados que se lo consiguiera, insinuando que lo mencionaría en su periódico. Si el hombre vacilaba y el expediente era crucial, Spezi le amenazaba:

—Si no me haces este favor, me aseguraré de que tu nombre no aparezca en los periódicos durante todo un año.

Se trataba de un farol, pues Spezi carecía de ese poder, pero también era una posibilidad aterradora para un abogado joven e ingenuo. Intimidados, los letrados permitían a veces que Spezi se llevara a casa todo el expediente de una investigación, que se pasaba la noche fotocopiando y devolvía por la mañana.

En la investigación del Monstruo nunca escaseaban las novedades. Incluso ante la ausencia de nuevos acontecimientos, Spezi siempre encontraba algo sobre lo que escribir basándose en los rumores, las teorías conspirativas y la histeria general que rodeaba el caso.

Los rumores más disparatados y las teorías conspirativas más improbables, muchas de las cuales implicaban a la profesión médica, abundaban, y Spezi escribía sobre todas ellas. Un desafortunado titular publicado en
La Nazione
disparó el delirio: «El cirujano de la muerte ha vuelto». La intención del autor del titular era lanzar una metáfora sensacionalista, pero mucha gente se lo tomó al pie de la letra y el rumor de que el asesino era un médico ganó fuerza. Muchos médicos descubrieron de repente que eran objeto de crueles rumores e inspecciones.

Algunas de las cartas anónimas que recibía la policía eran tan detalladas que se veía obligada a investigar y registrar la consulta de determinados médicos. Intentaban dirigir las pesquisas con discreción a fin de evitar que se generaran más rumores, pero en una ciudad pequeña como Florencia las investigaciones siempre acababan saliendo a la luz, con lo que alimentaban la histeria y la percepción de que el asesino, efectivamente, era un médico. La opinión pública empezó a trazar un retrato del Monstruo: era un hombre culto, de clase alta y, lo más importante, cirujano. ¿Acaso no había declarado el médico forense que la operación realizada a Carmela y a Susanna se había hecho con «suma destreza»? ¿Acaso no habían mencionado la posibilidad de que las operaciones se hubieran efectuado con un escalpelo? A todo ello había que añadir la naturaleza fría y sumamente calculada de los crímenes, detalle que apuntaba a un asesino inteligente y culto. Otros rumores insistían en que el asesino era un noble. Los florentinos siempre han desconfiado de la nobleza, tanto que a principios de la república de Florencia se les prohibía ocupar cargos públicos.

Una semana después del asesinato en los Campos de Bartoline se produjo un repentino bombardeo de llamadas telefónicas a la jefatura de policía,
La Nazione
y la oficina del fiscal. Colegas, amigos y superiores de un destacado ginecólogo llamado Garimeta Gentile exigían la confirmación de algo de lo que hablaba toda Florencia pero que la prensa y la policía se negaban a reconocer: que el hombre había sido detenido como el presunto asesino. Gentile era uno de los ginecólogos más importantes de la Toscana y director de la clínica Villa Le Rose, próxima a Fiesole. Su esposa, decía el rumor, había encontrado en la nevera, escondidos entre la mozzarella y la rúcula, los terribles trofeos que había arrebatado a sus víctimas. El rumor había comenzado cuando alguien contó a la policía que Gentile había escondido la pistola en una caja de seguridad. La policía registró la caja en el más absoluto secreto, pero no encontró nada; sin embargo, los empleados del banco empezaron a hablar y la noticia se propagó. Los investigadores negaron el rumor contundentemente, pero este siguió creciendo. Una multitud alborotada se congregó delante de la casa del médico y la policía tuvo que dispersarla. Finalmente, el fiscal jefe se vio obligado a aparecer en televisión para desmentir los rumores y amenazar con presentar una querella criminal contra aquellos que los difundiesen.

A finales de noviembre Spezi recibió un premio periodístico por un trabajo que no estaba relacionado con el caso. Le habían invitado a Urbino para recoger el premio, un kilo de las mejores trufas blancas de Umbría. Su jefe le dejó ir únicamente con la promesa de que escribiera un artículo desde allí. Lejos de sus fuentes y sin nada nuevo sobre qué escribir; Spezi relató historias de célebres asesinos en serie del pasado, desde Jack el Destripador hasta el Monstruo de Dusseldorf. Terminaba el artículo diciendo que Florencia tenía ahora su particular asesino en serie, y allí, rodeado del perfume de las trufas, le puso un nombre:
il Mostro di Firenze,
el Monstruo de Florencia.

5

S
pezi empezó a cubrir a tiempo completo el caso del Monstruo de Florencia para
La Nazione.
Ese caso brindaba al joven periodista una gran profusión de historias, a las que sacaba el máximo partido. Obligados a seguir todas las pistas, por improbables que fueran, los investigadores estaban desenterrando docenas de sucesos, personajes e incidentes extraños que Spezi, gran conocedor de las flaquezas humanas, atrapaba al vuelo y anotaba; historias que otros periodistas pasaban por alto. Los artículos que salían de su pluma eran sumamente entretenidos, y aunque muchos narraban hechos descabellados e inverosímiles, todos eran ciertos. Los artículos de Spezi empezaron a destacar por sus comentarios mordaces y por ese detalle perverso que seguía acompañando al lector mucho después de tomar su café matutino.

Un día, gracias a un policía de servicio, descubrió que los investigadores habían interrogado y soltado a un extraño personaje que se había hecho pasar por médico forense. Spezi encontró apasionante la historia y le siguió la pista para el periódico. Se trataba del «doctor» Cario Santangelo, un florentino de treinta y seis años de aspecto agradable, amante de la soledad y separado, que vestía de negro, llevaba gafas con cristales ahumados y portaba un maletín en la mano izquierda. Su tarjeta decía:

prof. dr. carlo santangelo

Médico forense

Instituto de Patología, Florencia

Instituto de Patología, Pisa - Departamento Forense

El omnipresente maletín contenía instrumental propio de su profesión, es decir, una amplia variedad de escalpelos relucientes y perfectamente afilados. En lugar de mantener una dirección fija, el doctor Santangelo prefería alojarse en distintos hoteles o residencias de pequeños pueblos próximos a Florencia. Cuando elegía un hotel, se aseguraba de que estuviera cerca de un cementerio pequeño. Y si tenía una habitación con vistas a las lápidas, mejor que mejor. La cara del doctor Santangelo, con aquellos cristales gruesos y oscuros cubriéndole los ojos, se había convertido en un rostro familiar para el personal de OFISA, la funeraria más importante de Florencia, donde pasaba muchas horas. El médico de las gafas oscuras extendía recetas, examinaba a pacientes e incluso tenía una consulta de psicoanalista.

El único problema era que el doctor Santangelo no era ni forense ni patólogo. En realidad, ni siquiera era médico, aunque por lo visto se creía con el derecho de operar a gente viva, al menos según un testigo.

Desenmascararon a Satangelo cuando se produjo un grave accidente de tráfico en la autopista sur de Florencia y alguien se acordó de que en un hotel cercano vivía un médico. Fueron a buscar al doctor Santangelo para que prestara los primeros auxilios y cuál fue su sorpresa cuando oyeron que no era otro que el médico forense que había realizado las autopsias de los cadáveres de Susanna Cambi y Stefano Baldi, las últimas víctimas del Monstruo. O por lo menos eso fue lo que varios empleados del hotel dijeron que les había contado el doctor Santangelo mientras abría orgullosamente su maletín y les enseñaba el instrumental.

La peculiar afirmación de Santangelo llegó a oídos de los carabinieri, que no tardaron en descubrir que de médico no tenía nada. Se enteraron de su predilección por los cementerios pequeños y las salas de patología y, más inquietante aún, de su afición por los escalpelos. Los carabinieri se lo llevaron de inmediato al cuartel para interrogarlo.

El falso forense reconoció voluntariamente que era un embustero y un farsante, pero no fue capaz de explicar la atracción que sentía por los cementerios de noche. No obstante, calificó acaloradamente de calumnia la historia que había contado su novia acerca de que Santangelo había echado a perder una noche de sexo apasionado tomándose una dosis de somníferos porque, según él, solo así podía vencer la tentación de abandonar el lecho de amor para darse un garbeo por las lápidas.

La sospecha de que el doctor Santangelo era el Monstruo no duró mucho, dado que, para todas las noches de los dobles homicidios, tenía la coartada de los empleados del hotel donde se hospedaba. El doctor, confirmaron los testigos, se acostaba pronto, entre las ocho y media y las nueve, y se levantaba a las tres de la mañana, que era cuando sentía la llamada de los cementerios.

—Sé que hago cosas extrañas —dijo Santangelo al juez que le interrogó—. A veces me pregunto si no estaré algo chiflado.

La historia de Santangelo es solo uno de los muchos deliciosos artículos que Spezi escribió como «monstruólogo» oficial del periódico. También escribía sobre los numerosos canalizadores, tarotistas, videntes, geománticos y adivinos que ofrecían sus servicios a la policía. Los agentes incluso habían contratado a algunos de ellos y atestiguado, autenticado y archivado la transcripción de sus «lecturas». En los salones de la clase media de toda la ciudad, las veladas terminaban a veces con el anfitrión y los invitados sentados alrededor de una mesa de tres patas, con un vaso pequeño colocado boca abajo, interrogando a una de las víctimas del Monstruo y recibiendo sus enigmáticas respuestas. A menudo enviaban los resultados a Spezi, en
La Nazione,
y a la policía, o circulaban febrilmente entre grupos de creyentes. Paralela a la investigación oficial de la policía se desarrollaba otra sobre el mundo de ultratumba que Spezi cubría para gran divertimento de sus lectores, en la que hablaba de su asistencia a lecturas y sesiones de espiritismo en cementerios con videntes empeñados en hablar con los muertos.

BOOK: El monstruo de Florencia
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