Read El misterio de la casa abandonada Online

Authors: Magnus Nordin

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

El misterio de la casa abandonada (5 page)

BOOK: El misterio de la casa abandonada
3.26Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Éramos pioneros. Las casas estaban recién acabadas y algunas aún en construcción cuando llegamos en la furgoneta. Las calles también estaban recién asfaltadas, el césped recién sembrado, los árboles frutales recién plantados. Los amigos también eran nuevos. Tenía amigos en la calle Ring, pero ya no me acuerdo de ellos. Como todos éramos nuevos, no había territorio que defender ni grupo al que mantenerse leal. Ningún forastero de quien sospechar. Todos éramos forasteros y nos buscamos unos a otros como náufragos en una isla desierta.

Primero conocí a Dagge. No vivíamos en la misma calle, pero íbamos a la misma guardería. Después vinieron Pierre (se pronuncia «pier», aunque no tiene nada de francés) y Larsa, que vivía a un par de manzanas. En Rosenhill había muchos otros chavales que podrían haberse unido a nosotros, pero nunca fuimos ni más ni menos que cuatro. Cuatro es una cifra perfecta. Es par. En un trío siempre hay el riesgo de que alguno se quede fuera. Tampoco es excesiva. Cuantos más seamos, mayor es la probabilidad de que haya desavenencias.

Y mientras fuimos sólo nosotros cuatro, nos mantuvimos tan unidos como un grupo de rock. Sabíamos dónde estaban los demás. No nos defraudábamos ni nos sorprendíamos.

No digo que la culpa fuera de Jonas, pero desde que él apareció ese día, todo se fue a pique.

Siempre que vamos al Nido de Águilas nos reunimos primero en el cruce de la calle Rosenhill con Blåeld.

Allí nos encontramos con un chaval apoyado en el manillar de una DBS flamante. Es la primera vez que lo vemos. Con una mezcla de curiosidad y sospecha observamos al desconocido.

Por debajo de la gorra de béisbol le sobresalen unos rizos oscuros. De la holgada camiseta de alegres colores salen un par de brazos delgaduchos. Tiene ocupadas las manos dándole vueltas al timbre de la bici. A pesar de que sólo hay unos diez o quince metros de distancia entre él y nosotros, no da señales de habernos visto. O a lo mejor es que intenta aparentar que pasa de todo, como si no le importáramos en absoluto. ¡Vaya! ¿No deberíamos ser nosotros los que pareciéramos desinteresados? Aquí el único forastero es él.

Cada vez más mosqueados, nos preguntamos qué está haciendo aquí, en nuestro territorio.

Dagge monta en la bici y se dirige a él con decisión. Los demás le seguimos muy de cerca.

—¿Y tú a quién esperas?

Nos mira con una expresión de leve sorpresa, como si debiéramos saber la respuesta de antemano. Pero no tenemos ni idea.

Nuestra ignorancia no contribuye a calmar nuestros ánimos.

—¿Quién dice que estoy esperando a alguien?

Dagge apoya los brazos en el manillar.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—No sabía que fuera una zona restringida.

El chaval esboza una sonrisa que seguramente encandilaría a las chicas en el patio de la escuela, pero que en nosotros surte un efecto completamente opuesto. «¡Será posible!» Sin embargo, y a pesar mío, no puedo dejar de sentir cierta admiración por él.

—¿No te das cuenta de que somos cuatro contra uno? —dice Dagge, devolviéndole la sonrisa sin el menor entusiasmo.

—No has contestado a mi pregunta.

—Tú tampoco has respondido a la mía —le replica Dagge.

El tono de la conversación es tranquilo y sereno. Cualquier espectador ocasional podría pensar que sólo estamos hablando del tiempo.

—Nadie ha dicho que fuera zona restringida —dice Dagge.

—Y yo no he dicho que estuviera esperando a nadie.

—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Mirando lo que pasa?

—Quizás.

—¿Eres de Jägartorp? —pregunta Larsa en actitud altanera, porque para nosotros ser de Jägartorp es lo peor que te puede pasar en la vida.

—No.

—¿Dónde vives? —volvió a preguntar Dagge.

—En la ronda de Murgröne.

—¿Dónde?

—Arriba.

Nos miramos unos a otros. La alta sociedad.

Dagge lo fulmina con la mirada.

—Pues has venido al sitio equivocado. ¿Lo entiendes?

El chaval esboza una nueva sonrisa.

—Claro, como tú digas.

Sin dejar de sonreír apoya el pie en el pedal y se aleja.

No apartamos la vista de él hasta que desaparece por la cuesta de la calle Blåeld.

—¿Quién se habrá creído que es? —salta Pierre.

Al día siguiente nos lo volvemos a encontrar en el mismo sitio y a la misma hora. No entendemos nada.

—¿Qué andará buscando? —exclama Larsa.

Una vez reunido todo el grupo, Dagge opina que es hora de saber lo que quiere el chaval. Como una manada de lobos nos ponemos a pedalear a su alrededor estrechando poco a poco el círculo hasta que estamos tan cerca que puede vernos el color de los ojos. No sé si nuestra pequeña demostración ha surtido efecto, pero al chaval no parece impresionarle demasiado, más bien diría que le hemos divertido, porque cuando nos alejamos pedaleando está sonriendo.

Al tercer día, más de lo mismo. La cosa empieza a ser un misterio. Incluso Dagge parece desconcertado.

—Dale una paliza a ver si lo entiende —opina Larsa.

—No nos ha hecho nada —objeta Dagge.

—Para mí que no vive donde él dice. Seguro que es de Jägartorp. Seguro que intenta algo.

—No, yo no creo que sea de Jägartorp.

—Bueno, entonces, pregúntale qué quiere —interviene Pierre.

Dagge mueve negativamente la cabeza.

—Pasamos de él.

Justo cuando nos vamos a marchar nos grita:

—¿Queréis ver mi pitón?

Frenamos en seco. Dagge da vuelta atrás y se detiene con la rueda delantera a un centímetro de la pierna del chaval.

—¿Qué has dicho?

—Sólo preguntaba si queréis ver mi pitón real.

—¿Pitón real?

—¿No sabes lo que es una pitón real?

—Es una serpiente —comenta Larsa—. Conozco a un tío de séptimo que…

—Ya sé lo que es una pitón real, hombre —dice Dagge, dándose importancia—. ¿Qué pasa? ¿Es que tienes una pitón en casa?

—Sí, una serpiente adulta.

—No me lo creo.

No conocemos a nadie que tenga una pitón como mascota. Larsa tuvo una culebrilla que recogió del bosque. Por desgracia, se escapó y causó un susto de muerte a su madre, que se la encontró cuando iba al lavabo.

El chaval ha despertado nuestro interés y lo sabe. Observa nuestras caras expectante.

—Genial —dice Pierre.

Las mansiones de lujo del barrio alto están arriba (aunque no tanto como el Nido de Águilas), y para verlas hay que estirar bien el cuello. La casa del chico forastero es la de encima de todo. Se trata de un edificio blanco con grandes ventanales de cristales ahumados para que no se vea el interior. La zona de césped que da acceso a la casa tiene tanta pendiente como una pista de salto de esquí. No permite jugar a críquet o plantar una tienda de campaña, pero en cambio es perfecta para deslizarse en trineo en invierno.

Aparcamos las bicicletas y entramos en un amplio vestíbulo. Cuando nos estamos quitando los zapatos el chaval nos dice que no hace falta. Él se limpia las suelas rápidamente en la alfombra de la puerta. Su habitación está en el piso de arriba. Nos quedamos en la puerta boquiabiertos. La habitación es enorme. Me recuerda el viaje que hicimos al palacio de Gripsholm, cuando estaba en cuarto. El chaval vive en un auténtico salón de baile. Pero un salón donde la cama está por hacer, hay ropa tirada por el suelo y las paredes están cubiertas de pósters de Kiss, Aerosmith y jugadores de béisbol. Tampoco creo que los príncipes suecos tuvieran pitones como mascotas. Nos acercamos al terrario. La serpiente está inmóvil, enrollada como una manguera de bomberos. La cabeza pequeña y triangular, con ojos como botones brillantes y negros, descansa sobre el grueso cuerpo.

—Este es
Jack
. ¿Queréis saludarle?

Cuando vemos que el chaval retira la tapa de cristal y saca a la serpiente nos quedamos sin aliento. El reptil permanece muy quieto en sus brazos. Sólo saca la lengua pequeña y rosada, probando el aire.

El chaval esboza una sonrisa un poco boba.

—¿Alguien quiere sujetarla?

Nadie se apunta.

—¿Qué come? —pregunta Larsa cuando el chaval por fin deja a
Jack
en su sitio.

Nuestro anfitrión chasca los dedos.

—Menos mal que lo has dicho. Había olvidado que es su hora de comer. Esperad un momento.

No nos movemos del sitio hasta que vuelve, con las manos juntas apretadas contra el pecho, como si nos estuviera escondiendo algo.

—Los tengo en el garaje. No hay que guardar los alimentos en el mismo sitio donde se come.

Sólo descubrimos de qué está hablando cuando se asoma sobre el terrario y abre las manos. Se oye un lastimero chillido y vemos un ratoncito blanco que mueve la nariz a su alrededor.

—Hora de comer,
Jack
.

Jack
saca la lengua.

—¿
Jack
? ¡Despierta!

La serpiente parece desinteresada. A lo mejor no tiene hambre. La tensión empieza a ceder. Intercambiamos miradas y sonrisas. Claro, ha de ser que no tiene hambre, o tal vez está demasiado vieja y cansada.

Pero estamos equivocados. De forma imprevista, la serpiente echa la cabeza atrás, se lanza al ataque y atrapa al ratón con sus poderosas mandíbulas. Al cabo de un instante ya se ha enroscado alrededor de su presa y la atenaza como un puño de hierro. El rabo rosado del ratón sobresale como una antena de la madeja de músculos de serpiente en plena acción.

—Ahora viene lo mejor —susurra nuestro nuevo amigo.

La serpiente se traga al ratón entero, sin masticarlo. Es lo mismo que cuando llenas un globo con agua, aunque en este caso la serpiente es el globo y el ratón el agua.

Durante un buen rato no podemos decir palabra. No había visto nada tan horrible en toda mi vida.

El chaval esboza de nuevo esa sonrisa suya un poco absurda.

—¿Queréis ver la piscina?

—Una piscina cubierta —exclama Larsa cuando un poco más tarde bajamos a nuestro barrio—. ¡Qué lujazo!

Pierre asiente en silencio.

—Una piscina cubierta es mucho mejor que descubierta.

—Nos ha prometido que la próxima vez podríamos bañarnos.

—Por cierto, ¿cómo se llama? —dice Pierre.

—Me olvidé de preguntárselo.

—Jonas —responde Dagge, que no ha abierto la boca en todo el rato.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta Pierre.

—Lo ponía en el diploma.

—¿Qué diploma?

—El que estaba en la pared. Estuvo en el Kilimanjaro.

—¿Qué es eso? —pregunta Larsa.

—La montaña más alta de África —responde Pierre.

2

Jonas cumplió su promesa. Al día siguiente lo encontramos en el cruce.

—Qué, ¿vamos a casa a darnos un baño?

Encantado de la vida.

—Íbamos a ir al Nido de Águilas —me susurra Dagge al oído.

—Podemos ir después. Nunca me he bañado en una piscina cubierta —le digo.

—Yo paso.

—¿Adónde vas a ir? —pregunto.

Dagge no contesta y desaparece por la calle Blåeld.

—¿Qué le pasa? —pregunta Larsa.

Nos quedamos en casa de Jonas todo el día. Nos bañamos y tomamos el sol en la terraza. Su madre, Sylvia, nos invita a refrescos y bollos, nos coge de la mano y nos pregunta cómo nos llamamos. Parece bastante joven para ser madre. Cuando nos deja solos oigo que Pierre le dice a Larsa al oído: «Está buena, ¿eh?» Por suerte Jonas está demasiado lejos para oírlo.

Esto sí que es vida.

Sólo con pasar un día en casa de Jonas ya nos aficionamos al lujo. De repente parece inconcebible que se pueda vivir de otra manera, sin piscina cubierta, sin una habitación grande como un salón de palacio, sin serpientes pitón y sin viajes a África.

—¿De verdad has estado en el Kijilamaro? —pregunta Larsa.

—Es Kilimanjaro, burro —lo chincha Pierre.

Jonas bebe un poco de su refresco.

—Sí, el invierno pasado.

—¿Has estado en muchos países?

—Bastantes.

—¿Cuáles?

Jonas se para a pensar.

—Donde estuve más tiempo fue en Estados Unidos, en Dallas. Cinco años. Antes habíamos vivido medio año en San José, en Costa Rica. Después en Hong Kong un año. Singapur. Arabia Saudí. Después volvimos alejas… Bueno, no sé si se me olvida alguno.

Se hace un largo silencio.

—¿Y en África? —insiste Larsa.

—Bah, sólo fui de vacaciones.

—¿Has estado en las islas Canarias?

Jonas asiente con la cabeza.

—Estuve allí hace tres años. Una pasada.

Encuentro a Dagge en el sótano. Está muy concentrado calculando una tacada y no se da cuenta de que he llegado. O a lo mejor es que no quiere enterarse. Me siento en el sofá y hojeo un tebeo. Con una tirada certera, Dagge mete una bola en el agujero. Pone tiza en el taco y rodea la mesa.

—Tendrías que haber venido —digo.

Dagge le da un toque a la bola y esta vez falla.

—No soporto el cloro. Luego me pican los ojos.

—Jonas ha vivido por todo el mundo. Hong Kong, Singapur…

—No le habréis contado nada del Nido de Águilas…

—Claro que no.

—Bueno.

Mi madre quiere hablar conmigo. Dice que es importante y nos sentamos en la sala de estar. Se nota que es algo grave, porque tiene los ojos hinchados como si hubiera llorado. No sé qué puede haber ocurrido. ¿Piensan separarse mis padres? ¿Se habrá puesto enferma (la abuela murió de cáncer a la edad que tiene mi madre ahora)? Me da tiempo de idear un buen número de líneas arguméntales antes de que me explique de qué se trata.

Mi hermano. Claro, tendría que haberlo imaginado.

Empieza vacilante, diciendo que no me estaría explicando eso si no fuera porque considera que afecta a toda la familia. En resumen: la madre de un amigo de mi hermano (ése al que llaman el Pepino, supongo) le contó que habían visto a mi hermano y a su grupo fumando hachís en el Parque del Elefante. No quiere descubrir al testigo que lo vio todo, a lo mejor no sabe quién es, pero dice que la noticia le cayó como un jarro de agua fría. Nunca hubiera dicho que mi hermano estuviera metido en asuntos de drogas. Claro que yo podría contarle unas cuantas cosas de mi hermano de las que ella no tiene ni idea (como por ejemplo el robo en el súper), pero al final decido mantener la boca cerrada. Por lo visto mi madre quiere saber si he oído o visto algo que apoye lo que dice ese testigo (no se expresa exactamente así; eso sonaría a lenguaje de policía, aunque la verdad es que estoy un poco nervioso y me siento tan mal como si estuviera en una sala de interrogatorios de la comisaría). «No tengas miedo de hablar, se trata de nuestra familia, y si esto es cierto, tu hermano necesita toda la ayuda y todo el apoyo que le podamos dar», me dice. Cuando lo pienso mejor creo que quizá debería contarlo. Sobre todo si existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de que se lleven a mi hermano y lo encierren durante una temporadita.

BOOK: El misterio de la casa abandonada
3.26Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hacker by Malorie Blackman
The Lesson by Welch, Virginia
The Falling Detective by Christoffer Carlsson
Happy Mother's Day! by Sharon Kendrick
Bitter Eden by Salvato, Sharon Anne
Death by Pumpkin Spice by Alex Erickson
Dear Love Doctor by Hailey North