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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (29 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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El agente del CNI dio por finalizado el episodio, se apresuró a recoger sus cosas, estrechó con gesto displicente la mano del ruso y dio media vuelta para escapar de aquel desastre cuanto antes. Sin embargo, el doctor Salvatierra no se movió.

—Quiero que suelte a esa joven —le espetó al policía manteniéndole la mirada. El intérprete lo miró sin comprender. No sabía a quién se refería pero tradujo sus palabras con una voz neutra.

A Javier se le transformó la cara. Cuando parecía que todo se estaba solucionando y podía reemprender la misión encomendada, al médico le daba por alterar los planes.

—No creo que sea necesario.

—Yo sí —insistió el médico.

El ruso los observaba como si la discusión fuera un hecho ajeno a él mismo, como si la decisión última sobre la mujer no dependiera de él sino de quién de ellos dos acabara por ganar en ese debate.

—¡Ha intentado matarte! Y estoy seguro de que no dudaría en hacerlo otra vez si le diésemos oportunidad —advirtió intentando hacerle razonar.

—Está confusa, cree que mi mujer ha asesinado a su padre. Mi obligación es ayudarla.

El agente se impacientaba.

—Esto sólo nos complicará. ¿Es acaso más importante que encontrar a tu mujer?

El médico dudó un instante. Luego contestó con rotundidad.

—No hay nada más importante que salvar una vida. Y a esta chica la vamos a salvar.

Visto lo categórico de su razonamiento, el agente no tuvo más remedio que acceder. Miró al policía ruso con desgana, sabía que en ese momento podría pedirle lo que quisiera, y le sugirió que sería buena idea que la muchacha, esa tal Alex Anderson, los acompañara a la salida. Diez minutos más tarde, los tres salían de la Comisaría.

Javier y el doctor Salvatierra, uno a cada lado, sujetaban a Alex por los brazos. Debía estar sedada, pensó el agente, pues apenas contaba con reflejos y sus ojos exhibían una mirada vacía.

Lo ha debido pasar horriblemente mal, concedió mientras pensaba en un lugar para descansar hasta que la chica se recuperase. Sólo en ese momento, se dijo, el médico podría hablar con ella para tratar de que entendiera la realidad de las cosas y así podría volver a casa sin causar más problemas.

Como no disponían de muchas opciones, el agente decidió que lo mejor sería que aquella noche durmieran en un hostal a las afueras de la ciudad. Mañana ya verían el siguiente paso a dar. Se montaron en un taxi y se dirigieron al Hermitage para recuperar su coche.

—¿Crees que se pondrá bien? —le preguntó al médico al acomodarla en la parte trasera del taxi.

—Sí, parece una chica fuerte. En realidad sólo ha sufrido algunas contusiones, lo que de verdad le ha provocado este estado es la muerte de su padre y la del tal Tyler. Lo que necesita es dormir diez horas seguidas en una buena cama y unas palabras de consuelo. Sólo eso.

—Esperemos que sea como dices —masculló Javier entre dientes, más para sí mismo que para el doctor.

Aquella noche durmieron los tres en la misma habitación: el médico y Alex en dos camas individuales y Javier en un sofá de tres plazas que parecía bastante incómodo, y que, a juicio de cómo despertó, sin lugar a dudas lo era. Pese a todo, la tensión vivida en las últimas veinticuatro horas les había dejado rendidos, por lo que durmieron como si no hubieran visto una cama en años y no espabilaron hasta pasado el mediodía.

El doctor fue el primero en despertar. La cabeza le daba vueltas y sentía una ligera angustia en el pecho, como si le faltara aire al respirar, pero su cuerpo respondía bien a la medicación que le suministraron los médicos el día anterior. Desde su cama podía ver perfectamente a la joven inglesa, su cara reflejaba aún los sufrimientos que había atravesado, a veces incluso forzaba la boca en una mueca de sorpresa y tensaba los párpados como si se encontrara en una horrible pesadilla de la que quisiera escapar. Sin embargo, su piel se notaba más fresca y descansada y las enormes ojeras de la noche anterior se habían vuelto menos definidas. Le estaba haciendo bien dormir en una cama mullida y no en aquel duro banco de la celda.

Todavía se hallaba inmerso en sus pensamientos cuando oyó a Javier. El agente del CNI abría la boca en un bostezo nada contenido al tiempo que se frotaba los riñones.

—Me he clavado todos los muelles —se quejó mientras estiraba el cuello y la espalda.

—No te decían en la academia que a veces hay que hacer sacrificios por la patria —ironizó el médico—. Piensa que éste es uno de ellos —agregó riendo de buena gana.

—Veo que te has levantado con buen humor.

—La verdad es que sí. Necesitaba descansar y... —reflexionó un momento, como si no se atreviera a decir lo que pasaba por su cabeza—tenemos en nuestro poder el mensaje de Silvia. Creo que la cosa no puede ir mejor, ¿no te parece?

—No quiero ser pesimista, doctor, pero aún falta mucho para que puedas hablar de esa manera —Javier no deseaba que el médico se sintiera mal, aunque tampoco creía justo dejarlo pensar que todo había terminado—. En cualquier caso, lo que toca ahora, digo yo, es desayunar.

El doctor comprendió que cambiaba de tema.

—Bueno, como tú quieras. Sal a buscar algo que llevarnos a la boca.

—Mejor será que vayas tú. Prefiero que nuestra amiga despierte conmigo a su lado —admitió al tiempo que le echaba una ojeada.

—No va a pasar nada. Confía en mí. Ve a comprar.

Javier aceptó de mala gana y se marchó. Al cerrar la puerta, el médico fue hacia los medicamentos que les habían proporcionado los médicos que le atendieron en el museo. La jaqueca le acosaba desde que abrió los ojos esta mañana, pero no quería que el joven se preocupara. Ese había sido el motivo por el que aguantó hasta que Javier salió de la habitación para administrarse un par de pastillas de paracetamol.

Lo que no sabía era que su nueva compañera ya se había incorporado.

—No debería hacer eso.

El doctor se volvió sorprendido.

—¡Pero jovencita! Veo que hablas español perfectamente, mejor, porque yo sólo chapurreo el inglés —Alex calló. La verdad es que no le nía muchas ganas de bromas—. ¿Sabes quién soy? —Preguntó e] médico cambiando de tercio.

La joven asintió sin responder palabra. El doctor Salvatierra trataba de andar con cuidado para que aquello saliera bien.

—Sé que no deseabas matarme. Tenías una fuerte conmoción. Es normal, hacía poco que acababa de morir tu padre y luego perdía la vida tu amigo, ese inspector. No te guardo rencor. —Hablaba con lentitud, remarcando cada una de las palabras—. Sólo puedo decirte una cosa: mi mujer no ha sido. Estoy seguro de ello.

Alex observaba al médico con detenimiento. Parecía que tratara de ir más allá de sus palabras, de sus gestos, de su propia mirada, escudriñando en su interior para obtener respuestas.

—Estoy seguro de que en esta historia hay un tercer factor —prosiguió el médico— y que ese es el culpable de la muerte de tu padre y de la desaparición de Silvia. No puedo hacer nada para que confíes en mí, únicamente poseo mi palabra. Yo mejor que nadie sé que Silvia es condenadamente cabezota y que no pararía ante nada para acabar ese proyecto, pero no sería capaz de terminar con la vida de nadie. He vivido más de veinte años junto a ella y pondría mi cabeza en juego. Sé que ella no lo hizo como también sabía en el museo, cuando te miraba frente a mí, que no eras capaz de apretar el gatillo. No me equivoqué contigo y tampoco lo voy a hacer con mi mujer.

La inglesa dejó escapar las lágrimas por su rostro. Hacía veinticuatro horas contaba con un objetivo, encontrar a la mujer que había acabado con la vida de su padre, ahora desconocía dónde poner su furia. Ya no estaba segura de nada.

—Tómate tu tiempo. Es pronto para que tus heridas sanen —afirmó sin atreverse a tocarla.

Luego le explicó todo lo que le había sucedido desde el inicio de su viaje y aquello que ya conocía acerca del manuscrito de Avicena y las instalaciones en las que trabajaba el padre de ella y su esposa, omitiendo intencionadamente la relación que Snelling sugirió que ambos mantuvieron.

En ese momento Javier abrió la puerta de la habitación con el desayuno.

—Traigo la comida y una sorpresa para ver la tarjeta de memo... —dijo, interrumpiéndose al descubrir que la inglesa había despertado.

Silvia llevaba horas encerrada en aquel cuarto mugriento y húmedo. Desde que huyó del laboratorio, tras el asesinato de Anderson, había vagado sin rumbo por las frías calles de San Petersburgo. Durante todo el tiempo se sintió continuamente vigilada, allá donde fuera notaba un par de ojos a su espalda, así que acabó por alquilar una habitación en un hostal deplorable, que era lo único que se podía permitir con el poco dinero con el que huyó de los laboratorios.

Sentada en un sofá desvencijado, la científica se esforzaba en repasar los hechos que había vivido en los últimos días para hallar una respuesta a las innumerables incógnitas que se le agolpaban. Todo se había torcido desde el momento en que habló con Anderson de su contacto en el exterior, el profesor de Salamanca que le envió la guía para encontrar el manuscrito. El filólogo se había puesto hecho una furia, la había amenazado incluso con acudir a sus jefes y denunciar lo que él denominaba traición. Sin embargo, ella no cejó en su empeño de trabajar por su cuenta, al menos hasta descubrir si era verdad lo que el profesor de Salamanca le decía, y durante los días siguientes continuó maquinando. Eso, pensaba Silvia, debió precipitar la situación en la que ahora se encontraba.

Desde que le contó a su compañero lo que sabía, había percibido la presencia constante de los mismos individuos cada vez que abandonaba las instalaciones del laboratorio. Tenían la tez oscura, no podía decir mucho más.

Lo peor vino la noche del asesinato. Era una jornada especial, el día del proceso mensual de clonación y destrucción de la copia en desuso. Todo parecía ir bien hasta el final de la operación, sin embargo cuando el sistema informático trasladó la
copia 1
al laboratorio central, alguien debió entrar sin ser visto. Ella sólo recordaba un fuerte golpe por detrás, una sensación de mareo y un fundido en negro. Más tarde, no sabría decir si segundos, minutos u horas, se levantó confusa y encontró al filólogo muerto. Su memoria aún retenía a la perfección la sensación de angustia, pánico y dolor que le abordó ante la muerte de Anderson. Después de aquello las imágenes se le vuelven borrosas, no estaba segura aunque recordaba vagamente que se acercó al cuerpo Je su compañero para intentar reanimarlo. Tampoco sabía muy bien cómo abandonó el laboratorio ni cómo llegó a la calle, porque no fue hasta algunas horas después cuando sintió plena conciencia de dónde se encontraba.

Durante bastante tiempo le estuvo dando vueltas y seguía sin respuestas acerca de quién podría ser el asesino, de cómo habría accedido al recinto y al laboratorio y de qué quería exactamente del manuscrito, porque aún no podía ofrecer nada práctico a quien se hiciera con él. Ni ellos mismos, después de cuatro años, habían conseguido descifrar el contenido. Aparte de que consistía en una fórmula, no podían decir mucho más.

Ojalá nunca hubiera aceptado este trabajo.

Estaba hambrienta y aterida de frío, pero no se atrevía a salir en busca de ayuda. No podía confiar en nadie. Si alguien había sido capaz de introducirse en el laboratorio y matar a Anderson, o tenía ayuda de dentro o en realidad trabajaba en el recinto, y no discernía qué era peor. No contaba con más dinero en efectivo ni se atrevía a utilizar las tarjetas de crédito, de modo que se hallaba en un callejón sin salida de difícil solución. El móvil lo había perdido en algún momento, no sabía cómo ni cuándo, su única esperanza es que la encontrara su marido·

En estas reflexiones se encontraba cuando oyó unos golpes violentos en la habitación de al lado. Por los gritos parecían tres hombres. La voz de uno de ellos le resultaba vagamente familiar, aunque no tenía claro de qué le sonaba. Hablaban en inglés y amenazaban con echar la puerta abajo. Seguramente, pensó Silvia, se trataba de sicarios de la mafia rusa. Sin embargo, uno de ellos gritó algo que la hizo cambiar de opinión.

—Silvia, Anderson está muerto y tú serás la siguiente si no vienes con nosotros —oyó decir, y de repente entendió todo. No sabía cómo la habían localizado, aunque lo cierto es que habían venido a buscarla.

El cuarto se encontraba en un décimo piso y no existía escalera de emergencia. La única vía de escape estaba en el pasillo, donde no tendría ninguna oportunidad de huir porque sus perseguidores interceptaban la escalera. Su mente exploraba posibles alternativas para una fuga mientras los tres individuos seguían golpeando en la puerta de al lado. Cada vez se ponía más nerviosa. Su única esperanza era que alguien avisara a la policía.

Los nervios alterados, la respiración agitada, el corazón latiéndole más deprisa, la boca pastosa. El miedo taponaba todos sus orificios, la ahogaba al aferrarse a su garganta. En ese estado no atinaba a relajarse para pensar, iba de un lado a otro de la habitación, cogía algo y lo volvía a soltar, se sentaba en la cama desvencijada del cuarto, se levantaba de nuevo. Hasta que en uno de esos movimientos dejó caer un vaso contra el suelo.

Inmediatamente, el ruido atrajo la atención de las tres personas del pasillo. Silvia contuvo la respiración pero eso no sirvió para alejarlos. Uno de ellos le propinó una fuerte patada a la puerta de la habitación contigua y comprobó que no había nadie, y los otros dos se dirigieron hacia su cuarto. La situación había empeorado notablemente. No había más opciones, la
copia 1
debía desaparecer. Rebuscó entre los sucios cajones un mechero y prendió fuego al documento, que ardió cuando los tres sujetos penetraron en su habitación con un crujido de madera rota.

—¡Tú! —Acertó a exclamar Silvia al reconocer a uno de ellos.

El médico, Alex y el agente del CNI esperaban con vivo interés a que se encendiera la pantalla de veinte pulgadas que Javier se había agenciado en la recepción del hotel bajo promesa de devolverla intacta y a condición de una suculenta propina. El agente la había conectado a un disco duro multimedia de escasas dimensiones e introducido la tarjeta de memoria de Silvia en una ranura.

Pero eso fue después de una enconada discusión con el doctor. Javier prefería que su breve conexión con la inglesa hubiera acabado antes de que la tarjeta descubriera algo que no debiese conocer. El médico era de la opinión de incluir a Alex en su pequeño grupo. Al fin y al cabo, decía, ella había perdido lo mismo o más que él y, con ello, se había ganado el derecho a participar de todo aquello.

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