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Authors: Antonio Gala

El manuscrito carmesí (8 page)

BOOK: El manuscrito carmesí
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Era una pareja imperturbable, supongo que por las condiciones físicas de él. (Y aun de ella, que también era gorda, aunque, comparada con su marido, resultaba casi esquelética). Cada vez que nos presentábamos en la torre nos recibían con el mismo calor que el primer día, y desaparecíamos entre sus enormes abrazos y sus besos.

Después nos sentábamos para ver comer al tío Yusuf, cosa en la que él nos complacía con muchísimo agrado. En torno suyo había innumerables ataifores con una increíble variedad de manjares: salados, dulces, ácidos y hasta agrios.

— El ser humano está mal terminado: sólo es capaz de distinguir estos cuatro sabores. Cuánto mejor sería que, en lugar de dedicarse a la guerra y a otras majaderías, se concentrase en aprender a combinarlos con más diversidad y sutileza.

Con la comida, por supuesto, era muy exigente, y no sólo en cuanto a la cantidad; pero, en último término, no desechaba ningún plato por mal condimentado que estuviese, porque era presa de una fruición como nadie podría concebir. El médico Ibrahim no disponía de armas frente a él. Le había diagnosticado muchas enfermedades: desde hidropesía hasta el mal funcionamiento de una glándula que decía que se hallaba en el cuello, aunque mi hermano y yo dudábamos que eso fuese posible, dado que el tío Yusuf no tenía cuello.

Ibrahim, especializado en atenderle, le sermoneaba sin cesar, incapaz de hacer nada mejor por el desobediente.

—El estómago es la residencia de toda enfermedad, y la curación ha de empezar por la cabeza. Hasta la peste negra, el más inevitable látigo de la humanidad, se combate con la dieta; cuánto más una simple obesidad como la que, por tus pecados, tú padeces.

Al oír llamar simple obesidad a su infinitud, Yusuf rompía en carcajadas que lo ahogaban, lo congestionaban, y lo ponían a punto de destrozar el monstruoso trono en que vivía.

—Mientras no te abstengas de salazones y pasteles, mientras no reduzcas tu ración de pan (y éste hecho de harina sin cerner, con sal y levadura en dosis razonables, amasado con vinagre y mojado en agua), yo no podré iniciar mi tratamiento.

El tío Yusuf se sofocaba de risa sólo con imaginarse comiendo las inmundicias que el médico le recomendaba, o absteniéndose de comer las exquisiteces que solía.

—Si lo tuyo fuese la gota, habríamos empleado, de haberlo consentido tú, cataplasmas de bulbos de cólquido, aplicadas sobre la grasa en fresco o por medio de una pasta de cólquido seco molido.

Pero tú te niegas a todo... Resígnate, por lo menos, a comer carne con moderación, mejor de aves de corral, nunca de caza, y a no beber sino agua bien fría con un chorreoncito de vinagre para limpiar los conductos corporales. Podrías comer, eso sí, manzanas amargas, ajetes tiernos, zumaques, uvas en agraz, jugo de limón, verduras que te aligeraran el vientre, peras y granadas bien maduras, ciruelas, higos, dátiles...

—Ya como todo eso. ¿Y legumbres? —preguntaba el tío Yusuf por chanza, sin el menor propósito de obedecer al médico.

—Zanahorias, lentejas, garbanzos y calabacines —replicaba éste con seriedad y con la ilusión de ser un día escuchado.

Para mantener el corazón, cansado como estaba de proporcionar sangre a tan inmensa humanidad, le suministraban sin interrupción cordiales y tisanas, cocimientos de hierbas y de bayas, y jugos de plantas aromáticas que amortiguaban el amargor de las medicinas extraídas de otras plantas aromáticas. Es decir, entre lo que comía y lo que tomaba para impedir que lo que comía lo matara, el tío Yusuf no disponía ni de un momento libre.

Cuánto nos entretenía a mi hermano y a mí asistir al incesante trasiego de platos, fuentes, cuencos, jarras, salvillas y bandejas, que un aluvión de criados acercaba o retiraba en las proximidades del sillón.

Era tanto el amor que me profesó siempre el tío Yusuf, aun antes de nacer yo, que en la fiesta de mi circuncisión fue su voluntad estar presente.

—El niño —dijo con buen humor—, por esta purificación aumentará su hermosura, del mismo modo que aumenta la luz del cirio cuando alguien despabila su mecha.

Según me relataba Subh, nadie podrá olvidar el jaleo que se armó en el protocolo cuando compareció doña Minia, enjoyada y muy tiesa, precediendo a una especie de catafalco, formado por unas andas repletas de cojines, sobre el que navegaba la mole del tío Yusuf.

Él movía levemente las esferas de sus manos para saludar a la multitud, que nunca lo había visto hasta ese instante. Dada nuestra costumbre de construir no muy anchas las puertas de las casas y protegerlas con un recodo, para que la procesión de doña Minia y el tío Yusuf cupiese por la entrada de la torre, fue preciso derruir un muro entero y echar abajo el arco principal por el que había de emerger tan egregio asistente en sus no menos egregias parihuelas.

—En Castilla —nos dijo a mi hermano y a mí una tarde, entre bocado y bocado— os llamarían moritos.

—No marees con insensateces a los niños —le previno doña Minia.

—Si es verdad: son moritos. Y tú eres también mora, de modo que no te pongas moños.

—Deja de impartir calificaciones, José —así lo llamó en esta ocasión—. No siembres la discordia en tu propia familia —alargó la mano y le acarició maternalmente la papada—. Come y calla, niño mío.

—¿Por qué nos llaman moritos en Castilla, tío Yusuf? —pregunté cuando la conversación ya navegaba por otros derroteros.

—Porque lo sois. Yo soy morazo, y vosotros, moritos. Para que dejen de serlo, allá les vierten a los críos agua sobre la cabeza pronunciando unas palabras mágicas.

—¿Y se vuelven rubios?

—No; sólo se mojan.

—¿Cuáles son las palabras?

—Yo te bautizo, dicen, en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.

—Porque ellos tienen varios dioses, y nosotros uno sólo —aclaró mi hermano, que era mejor discípulo de los alfaquíes que yo.

—Dejaos de irreverencias —insistió doña Minia—. No me gusta, José, que hables a los pequeños de problemas teológicos. Cada cual se salva o se condena con arreglo a su propia religión y a su propia conducta.

—Ése sí que es un problema teológico —comentó el tío entre risas y con la boca llena.

—No te rías mientras comes, Yusuf: está muy feo. Claro que, si hicieses caso de esa elemental norma de cortesía, no te reirías nunca.

Y rieron los dos. Pero mi curiosidad estaba ya picada.

—¿Por qué moritos? Nosotros somos andaluces, ¿no? Somos igual que ellos, pero nacidos en el Sur.

Si les disgusta nuestra tierra, ¿por qué bajan a quitárnosla? O a querer quitárnosla, porque nunca lo conseguirán, ¿verdad, doña Minia, tú que has nacido allí?

—Esperemos que no. Las cosas están bien como están —respondió ella, mientras le alcanzaba una servilleta muy blanca a su marido para que se limpiase un chorrito de grasa que le resbalaba por la sotabarba.

No obstante, aquella conversación y el apelativo de moritos me había perturbado, y procuré enterarme de su fundamento. Interrogué a quien se dejaba, y fui cansándolos a todos, que terminaron por no escucharme o por no contestarme.

Me enteré de que nosotros practicábamos una religión diferente, o sea, que nuestro Dios era distinto del suyo; que el suyo tenía tres cabezas, y que nuestra raza era también distinta, pero muchísimo más perfecta. Sin embargo, las cosas no me parecían tan sencillas.

Primero, por las habladurías de que el tío Yusuf era un poco cristiano, y su única mujer —porque él no tenía ninguna concubina—, algo musulmana. Y segundo, porque nosotros no pertenecíamos, aunque se dijera lo contrario, a una sola raza.

Mis investigaciones y reflexiones sobre el tema se han ido acumulando; de ahí que ya ignore cuánto averigüé entonces y cuánto más tarde. No me refiero a la casa real de los beni nazar, cuya pureza no pone nadie en duda, por lo menos ante nosotros, sino a la raza de los granadinos en general. Aquí están los descendientes de los bereberes iniciales, tanto de la tribu sinaya como de la zanata (de éstos procedía la estirpe zirí, que gobernó Granada a la caída del califato omeya). Y están los que, cada cual de su padre y de su madre, vinieron a refugiarse desde los territorios conquistados por los cristianos. Y están los árabes, más o menos puros, que no pasarán de cincuenta, y que miran al resto por encima del hombro. Y los africanos acogidos, bien porque huían de los califas de Marruecos o de Túnez o de Tremecén, bien porque vinieron a ayudarnos en las guerras santas. Y los religiosos místicos llegados de la India, y muchos negros sudaneses, que vivían reunidos en ermitas, aunque no siempre, ni siempre casándose entre sí. Y los mudéjares, que, después de decidirse a permanecer en ciudades conquistadas, cambiaban de opinión y se venían con sus hijos —no creo ya que tan puros— a la capital o al Reino, para no sentirse tan discriminados como en la Cristiandad. Y están además los tributarios, es decir, los cristianos y los judíos. Unos cristianos hispanorromanos o hispanogodos (tampoco muy puros a su vez) que renegaron de su religión —los muladíes—, como la guardia de los sultanes, por ejemplo; y otros que no renegaron —los mozárabes—, y tienen su culto y sus iglesias, y hasta tocan las campanas media hora un día jueves que ellos llaman santo; y los cristianos que van y vienen mercadeando, de Génova o Venecia, o que se exiliaron en Granada descontentos de sus propios reyes. Y junto a todos ellos, los judíos, separados dentro de lo posible, pero ejerciendo sus oficios, y mezclándose también en ocasiones.

Al niño que yo era le indicaron que los cristianos, para distinguirse, llevaban un cinturón particular, y los judíos varones, una tela amarilla sobre los hombros, y las mujeres, una campanilla colgada del cuello o la escarcela. Pero yo, por mucho que me deshojaba, no veía a nadie con esas señales. Por lo que llegué a dos conclusiones: que muchas leyes no se cumplen —y ni siquiera se dan para que sean cumplidas—, y que lo de morito era algo tan irreal y superfluo como esas mismas leyes. Porque en Granada, desde que se construyó, todos se amalgamaban y se casaban y tenían hijos, y tales hijos no podía saberse con certeza si eran moritos o cristianitos o judiítos, salvo que se hable de religión tan sólo y no de raza. Y aun así.

¿Dónde están aquí los puros curaisíes, los puros fihiríes, u omeyas, o gaisíes, o jazrayíes, o ansaríes o yemeníes, o chozamíes, o gasaníes? No quedan. Todos son hijos o nietos de algún renegado; todos tienen una madre o una abuela cristiana, o son ya cristianos ellos mismos. ¿Quién hay de pura raza aquí? Ni siquiera los mejores caballos. De los doscientos cincuenta mil habitantes, no llegarán a diez los que conservan una sola sangre. Todos somos aquí andaluces, que es bastante. Y es necio empeñarse en el orgullo de las aristocracias y de las genealogías.

Por él nos criticó Ibn Jaldún:

‘Se imaginan que con el linaje y un empleo en el gobierno se llega a conquistar un reino y a dominar a los hombres’. (Probablemente hace falta mucho más. Y, por descontado, que los hombres se dejen gobernar, y conquistar los reinos.) En cuanto respecta a nosotros, los nazaríes, me temo que empezamos a exagerar desde el Fundador de la Dinastía. Ya cuando una dinastía se funda, mala cosa; eso prueba que tuvo un principio y que se imaginó cuanto lo precedía. Porque, ¿no eran esclavas cristianas Butaina, la madre del gran Mohamed V, y Mariam, la avariciosa madre de Ismail II, y Buhar, la madre de Yusuf I, y Alwa, la de Mohamed Iv, y Sams al Dawla, la de Nazar Abul Yuyus? Y ellos eran —todos ellos, comprensivos y abiertos— quienes verdaderamente merecían el nombre de andaluces.

Después, con mayor calma, he leído en Averroes que ‘el clima y el paisaje de Andalucía, más semejante a los de Grecia que a los de Babilonia, hacen a sus hombres sosegados e inteligentes. Y así como la lana de las ovejas andaluzas es más delicada que otra ninguna, así sus gentes son las de temperamento más equilibrado, como se trasluce por el color de su tez y por la calidad de sus cabellos.

La piel de los andaluces no es morena como la de los de Arabia, y su pelo no es ni crespo como el de los africanos, ni lacio como el de los nórdicos, sino sedoso y ondulado’. Y leí también en Ibn Jaldún que la fusión de elementos tan dispares había concluido en un tipo y una raza andaluces que se diferencian de los magrebíes por una singular vivacidad de espíritu, una notable aptitud para aprender y una graciosa agilidad en sus miembros. Aunque él lo atribuye, sobre todo, a la alimentación, muy apoyada en la cebada y el aceite, porque era partidario de proclamar la prez beduina y sus escaseces como origen de la grandeza. Y, desde más cerca, mi paisano Ibn al Jatib pintó un claro retrato que responde a la generalidad de los andaluces: nuestra talla mediana, nuestra tez apenas dorada, nuestro cabello oscuro y suave, nuestras facciones regulares y finas...

No sé qué tendrán que oponer a esto los cristianos, los árabes o los judíos; los andaluces somos diferentes de todos ellos. Y, en cualquier caso, como dijo el califa Alí, yerno de Mahoma, ‘en el curso de mi larga vida he observado que a menudo los hombres, más aún que a sus padres, se parecen al tiempo en el que viven’.

Todos los humanos, sólo por serlo, tienen tanto en común que las diferencias me parecen mínimas.

¿No es mayor la que hay entre un tigre y un lince que entre mi padre y Muley “el Negro”, por distintos que sean su estatura, su religión, su color y su fortuna? Más diferencia veía yo, por su forma de vida, entre mi tío Yusuf y Faiz el jardinero que entre el imán de la mezquita de la Alhambra y un hombre que solía subir por la Antequeruela, y que me señalaron como sacerdote cristiano.

Tanto me conmovió en aquel entonces este tema que quise comprobar los efectos de los ritos que el tío Yusuf nos describió. Un anochecer fui en busca de un eunuco que conocía, del que después escribiré, y le rogué que me bautizara. Él no sabía cómo, pero yo le dije lo que había escuchado. Lo conduje a una fuente cercana a la Torre de Mohamed, el Fundador de la Dinastía (una torre a la que iba mucho, atraído por las pinturas que en ella se encontraban); le supliqué —él miraba a un lado y a otro, resistiéndose a mi caprichoque tomara agua con las manos, y que la vertiera sobre mi cabeza repitiendo lo que yo le apuntase.

Recuerdo que, impaciente, lo taladraba con los ojos, y detrás de él veía el Generalife y, más alto, el Palacio de la Quinta, y el cielo muy oscuro, porque venía la noche con mucha rapidez. ‘Yo te bautizo —él repetía _’yo te bautizo_’— en el nombre de nuestro padre, de nuestro hijo y de nuestro hermano santo’. Cuando concluyó la ceremonia, me apresuré a mirarme en una alberca próxima, pero nada veía en el agua negra. Y fui corriendo en busca de un espejo, y allí estaba mi cara, igual que la había visto siempre, aunque con el pelo empapado: mis ojos de color verde oscuro, demasiado grandes para el tamaño de las mejillas, mi nariz corta y recta, y mis labios quizá en exceso abultados. Ningún cambio se había producido en mí a pesar del ceremonial.

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