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Authors: Antonio Gala

El manuscrito carmesí (50 page)

BOOK: El manuscrito carmesí
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No todos los andaluces se portarían como él.

Días antes había partido “el Zagal” a fin de recibir al aragonés, prestarle vasallaje y ponerle en posesión de cuanto estaba bajo su obediencia. Cumplido el trámite, viajaron ambos juntos a Guadix, y “el Zagal” entregó la ciudadela en la que se me proclamó por primera vez sultán y en la que él resolvió dejar de serlo. En un abrir y cerrar de ojos, todo mudó; ya yo no era el traidor.

En las alcazabas dejó el rey un alcalde cristiano que regiría los pueblos enajenados, mudéjares ya por obra y gracia de las firmas; a partir de entonces serían, como mucho, tolerados en su propia tierra. Y, con ánimo de granjearse la voluntad de los arráeces y de los adalides, encargó a su gente que les guardasen toda clase de atenciones y fuesen con ellos generosos. Para corresponder, “el Zagal” y los suyos se brindaron a apoyarle en la empresa más ardientemente deseada por su corazón: la de entrar en Granada. Con razón —ahora puedo escribirlo sin que se me desgarre el alma— pensaba mi gente, aunque por vergüenza no me lo dijera, que “el Zagal” había vendido sus dominios por vengarse de mí, y que yo tampoco tardaría en caer en manos enemigas, a pesar de hallarme en paz con ellas y durante una tregua confirmada.

Los granos de la granada habían sido, uno a uno, arrancados. Con cuánta melancolía recordaba los versos que dediqué al “Zagal” durante mi cautiverio:

“Apresúrate, no te detengas, indómito.

Alza tu brazo, valiente, y ve.

Estamos todos suspendidos ante tu voz.

Sigue cumpliendo tu radiante destino de invencible.

Alza tu espada, y convoca y reúne a las gentes dispersas...”

Así terminaba, para desgracia mía, el año 1489, y con él muchas otras cosas.

El siguiente empezó peor aún.

Violando los pactos, Fernando se apoderó de las torres de la Malahá y de Alhendín, mejoró sus defensas, e instaló en ellas una guarnición con municiones abundantes de boca y guerra. Por su gran proximidad, serían dos puestos claves cuando amaneciera el nefasto día de ponernos sitio. Yo me encontraba entre la espada y la pared: mi impopularidad crecía en Granada a medida que se acercaban a ella los cristianos. Envié a mi hombre de confianza, el visir El Maleh, para reemprender negociaciones.

Regresó con dos oficiales cristianos que yo ya conocía: Martín de Alarcón, ahora alcaide de Moclín, y Gonzalo de Córdoba, ahora alcaide de Illora. No olvido los ojos resbaladizos del primero y los ojos bajos del segundo al exponerme la demanda de sus reyes: rendición inmediata.

—Don Gonzalo... —insinué.

Él bajo aún más sus ojos. Fue don Martín el que habló:

—Grandes preparativos se están haciendo por toda Andalucía; vos estáis solo aquí. Si os retiramos nuestra ayuda, serán vuestros propios súbditos los que acaben con vos: ya don Gonzalo ha tenido que libraros de ellos en varias ocasiones.

Volví mis ojos a Hernando de Baeza, que asistía a la entrevista; también bajó los suyos. Los capitanes, sin tener otra cosa que añadir, se despidieron. Me daban dos días para comunicarles mi decisión. Sin saber para qué, pedí dos más.

Al tercero, volvió de Sevilla Aben Comisa al que, consciente de que andaba por su cuenta en tratos con los reyes, había mandado a negociar.

—Pon los pies en la tierra, Boabdil. De acuerdo, según ellos, con lo estipulado en Córdoba y en Loja, los reyes exigen la entrega de Granada sin dilación ninguna.

—No es cierto. Aquí tengo el contenido literal de las capitulaciones —le respondí mostrándoselas.

—Lo han previsto también. Por si argüías eso, me participaron que rehusan respetar cualquier compromiso anterior que se oponga a sus órdenes de ahora.

Antes de que se cumpliese el cuarto día del plazo llamé a los caballeros cristianos.

—En virtud de los tratos secretos que existen entre vuestros soberanos y yo, apoyado en mi propia voluntad y en mis necesidades y en las necesidades de mi pueblo, he determinado entregar la ciudad de Granada y sus alfoces de acuerdo con las capitulaciones que firmemos a través de sus compromisarios y los míos. Id a los reyes y decídselo así.

Advertí un relámpago en los ojos de Gonzalo de Córdoba, no sé si de desestima, de alegría o de pena; en los ojos de Martín de Alarcón no advertí nada; en los de Hernando de Baeza, un gran asombro.

No había salido aún de Granada cuando convoqué a los ministros, que eran muy pocos, a los jefes del ejército, a los alfaquíes, a los nobles y a los síndicos de los gremios y trabajos y barrios. Les hablé con voz vibrante:

—Al entrar mi tío, al que llamasteis con motivo “el Zagal”, en la obediencia de los reyes cristianos, ha hecho infecundos los tratados de paz que yo tenía ajustados. A nosotros no nos queda sino someternos, o apelar a las armas. Mi intención no es, como propalan sinuosos rumores, dar al infiel ni la ciudadela de la Alhambra ni vuestra ciudad. Os he llamado a este Salón de Comares, donde en otro tiempo se acogió con arrogancia a los embajadores, para que me expreséis vuestro dictamen.

Yo sé que muchos de vosotros habéis conspirado contra mí por considerarme vendido al oro y a la fuerza de los reyes cristianos —acallé con la mano un murmullo de protesta que se iniciaba—; yo sé que soy para vosotros “el Zogoibi” —repetí aún con más rotundidad el gesto—; pero quizá hasta ahora no haya tenido la ocasión de manifestarme a vosotros como soy. Siempre creí que llegaría a una conformidad con “el Zagal”, que era a quien vosotros seguíais y admirabais —repetí el gesto por tercera vez—, aunque menos que yo. No ha sido así. “El Zagal” nos ha traicionado a vosotros y a mí —la frase no salió de mi garganta con la brillantez requerida—. Ahora, al girar su rueda, la fortuna ha invertido los puestos, y soy yo el único sultán con que contáis. Contestadme: ¿lucharéis junto al “Zogoibi” para proteger Granada, o preferís que “el Zogoibi”, respondiendo a su mote, les entregue Granada a los cristianos? ¿Me forzaréis a aceptar un destino que me repele y una decisión vuestra que me haría sangrar?

El salón se llenó de un clamor solo; todos se comprometían a ser conmigo una mano para combatir al adversario. La primera voz que escuché fue la de Abrahén el Caisí; entrecerrando los ojos, le hice una seña de gratitud. Había advertido que se cruzaban muchas miradas pesarosas; pero también advertí que ninguno osaría oponerse a la asamblea. Por si acaso, insistí:

—¿Lo juráis?

Él sí ascendió a la cúpula del salón y descendió desde ella por los muros.

—Hagamos, pues, la guerra santa, como nuestros antepasados, mientras Dios nos mantenga.

Antes de que se disolviese la asamblea, vinieron a decirme que el pueblo se había alzado en las Eras de Abenmordi y pedía a voces la guerra; una comisión suya subía desde la Puerta de la Explanada.

Sin vacilar, salí a su encuentro rodeado por los notables. Con los brazos en alto, como quien promete un anhelado premio, les prometí la guerra.

Yo —y acaso todos— estaba seguro de que iba a ser la última de Andalucía. Y, con toda la devoción de la que era capaz, supliqué al Omnipotente morir antes de que ella concluyese.

Cuando en una fecha más o menos próxima —pero, en cualquier caso, taxativa— iba a dejar de serlo, me sentí sultán. La primera decisión que adopté fue la de organizar mi secretaría. Al tipo de sultán que yo era, por el momento le servirían mejor los secretarios que las armas. Las que había de emplear, antes que otra ninguna, era la habilidad, la precisión y la oportunidad. Lo único que podía ganar era tiempo. Para eso tenía que prolongar las negociaciones, a conciencia de adónde me conducirían.

Y el tiempo, ¿para qué? Para pedir ayuda a diestra y a siniestra.

Los papeles carmesíes de mi cancillería debían inundar las tierras andaluzas y cualquier otra donde nuestro Dios fuese adorado. Y todo simultáneamente y a la velocidad del rayo. Porque con poco tiempo tenía que ganar mucho. Convoqué al visir El Maleh, al alguacil mayor Aben Comisa y a Abrahén el Caisí, que aún mantenía relaciones comerciales con los cristianos que me interesaban y con la mayor parte de los musulmanes que iba a necesitar. (Quiero aclarar que El Caisí era el nombre en Granada de quien para los cristianos se llamaba Abrahén de Mora.) Les comuniqué, por si no lo sabían, aunque sospechaba que sí, el contenido de las cláusulas secretas de Córdoba y de Loja.

¿Creía en la fidelidad de Aben Comisa? No, pero me convenía simular que sí: para quien se halla en la duda de ser o no leal, la sospecha es el empujón que lo lanza a la deslealtad. Los tres estuvieron de acuerdo conmigo en que era necesario eludir el cumplimiento de los pactos. Los nombré embajadores reservados, les entregué cartas acreditativas, y los mandé a la corte de Córdoba para que trataran de encontrar una solución llevadera. Eran hombres empedernidos en el regateo y la componenda; en peores circunstancias no podían ponerme.

Nuestra oposición se fundaba en muchas razones, desechables todas para los reyes; pero era preciso insistir, repetirlas, retorcerlas, adornarlas. En primer lugar, aún no había expirado la última tregua de dos años. En segundo, con arreglo a la letra de los pactos, no había llegado el momento de cumplirlos; en ellos se convenía la entrega de Granada ‘cuando pudiera ser’, y no podía: las bandas militares, los creyentes granadinos, el pueblo encrespado por la exhortación de los santones, al solo anuncio de la rendición me cortarían la cabeza, y así la entrega se frustraría. Era imprescindible preparar el terreno; eso nos llevaría algunos meses. Porque, si bien los reyes podrían entregar Baza y Guadix porque eran suyas, yo no podía disponer de Granada, capital y Reino, todo en uno, sin provocar una sublevación. No pedía yo tanto como ser desligado del compromiso, sino una prórroga que me permitiese cumplirlo de manera pacífica. Éste fue mi mensaje.

Entretanto dirigí una proclama a los musulmanes más representativos de los lugares rendidos por “el Zagal”. Los fustigaba con sus deberes religiosos; los incitaba a la rebelión y a la guerra santa; los comprometía a sostener con sus vidas y bienes la continuidad del Islam en Occidente; les sugería que evocasen las glorias de sus abuelos y el dolor de que nosotros, por cobardía, dejáramos perderse, en nuestra hora, tantas otras de esplendor y riqueza; y, en fin, les avisaba de lo que iba a sucederles cuando los reyes incumplieran, como era su costumbre, sus compromisos, y ellos se transformaran en incómodos huéspedes dentro de su propia casa. En consecuencia, los alentaba a resistir, a tratar conmigo a través de representantes furtivos, a conspirar entre ellos, a ponerse sigilosamente en armas, y a asaltar sus fortalezas y castillos aprovechando cualquier descuido de los conquistadores.

Mis tres embajadores regresaron de Córdoba con un ultimátum de Fernando; no se había dejado convencer. A mí me otorgaba el concertado señorío ducal contra la inmediata rendición de Granada: eso era todo. De lo contrario, actuaría por las bravas; anularía las estipulaciones favorables, y aplicaría con el máximo rigor las cruelísimas leyes de la guerra; yo mismo quedaría como esclavo a su merced. ‘El que avisa —acababa— no es traidor.’

Casi a la vez, llegaron a Granada los primeros ecos de mi invitación a los levantamientos.

Eran más entusiastas de lo que había imaginado. Necesitaba tiempo, tiempo, tiempo..., aparte de todo lo demás. Envié mis apoderados al marqués de Villena, que ejercía la capitanía general de la frontera en Alhama, en ausencia de Fernando. El marqués, tal como yo esperaba, alegó incompetencia; pero gané unos días. Volví a enviar a Aben Comisa a la corte de Córdoba con nuevas proposiciones dilatorias; en ellas hacía depender la entrega, ‘que yo deseaba tanto como sus altezas’, de las circunstancias del pueblo granadino, que los tanteos me daban como muy adversas. El recibimiento del rey a mi plenipotenciario fue terrible; no lo entretuvo ni una hora. Me lo devolvió con una carta, en la que me amenazaba con hacer circular por toda Granada cientos de copias de las cláusulas secretas, para que se enteraran todos de quién era su rey y de cómo los había vendido a cambio del auxilio contra “el Zagal”.

No me pareció oportuno sentirme herido en mi dignidad. Volví a enviarle a El Maleh esta vez, indicándole que era justamente ese alzamiento del pueblo contra mí, y en consecuencia contra él, lo que era preciso evitar más que nada en el mundo. Y para tratar personalmente de todo, le sugería un encuentro en Alcalá la Real, asegurándole que llegaríamos a una amistosa compostura. Fernando aceptó; pero conocedor por sus espías —¿quiénes, Dios, quiénes?— de cuanto yo tramaba, se presentó en Alcalá —cosa que supe yo por mis espías— con una tropa que ocupó las afueras y el recinto. Yo, que me acercaba a la villa disfrazado de arriero en una recua de El Caisí, creí mejor regresar. Eso supuso lo que yo temía; una declaración formal de guerra. Había conseguido un mes de tiempo apenas.

Ahora mi táctica fue dar la callada por respuesta. Fernando entró, desde Alcalá, por la Vega a banderas desplegadas. Sus capitanes disputaban entre sí por el honor de pisar el primero la Alhambra. Oíamos las gritas de sus soldados, el alegre galope de sus jinetes y el relinchar de sus caballos. Yo mandé atrancar puertas y postigos, barrear las entradas, clausurar el castillo de Alfacar, que era mi única fuerza extramuros.

Prohibí que nadie saliera del recinto cercado, ni se asomase siquiera a las almenas. Nadie tenía que disparar, ni responder a las provocaciones. Desde la torre de la alcazaba vieja, agachado tras una almena, vi talar campos, destrozar sembrados, destruir molinos, incendiar alquerías, moverse las mesnadas como una plaga de langostas por la verde y feraz anchura de la Vega. Los cristianos no dejaron en pie ni un árbol ni una torre; pero no tropezaron con ningún andaluz a quien matar, ni a quien perseguir, ni a quien vencer.

Granada sólo podía ser rendida por asalto o por sitio. Para una cosa y otra se requerían muchos elementos imposibles de improvisar.

Mis antecesores ziríes supieron, al trasladar la capital desde Elvira a Granada, dónde ponían su seguridad. Para conquistarnos, los cristianos necesitaban tiempo como yo. Hasta la primavera no estarían dispuestos: ésa era mi esperanza.

No de salvación, que no la había: mi única esperanza de poder esperar. Y así fue: después de demoler algunos fuertes, como el de Gabia, y de reparar los castillos de Alhendín y de la Malahá, tuvieron que volverse. El rey retornó a Córdoba mordiéndose de rabia las yemas de los dedos. Yo no me hacía ilusiones: sabía que la suerte estaba echada; pero esa mano había sido mía.

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