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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (16 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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Inesperada, la brutal elocuencia del maestro de armas había borrado del rostro de Romero hasta el menor indicio de vida. La sangre se le había retirado de las mejillas, y por un momento pareció que iba a darse la vuelta, echando a correr.

—Yo no soy un hombre violento —balbució al cabo de un rato, como si aquello lo justificase todo.

Jaime Astarloa lo miró con dureza. Por primera vez desde que se conocían, la timidez del pianista no le inspiraba compasión, sino desdén. ¡Qué distinto habría sido todo si Adela de Otero hubiese llegado a él cuando, como Romero, contaba veinte años menos!

—No hablo de la violencia que Cárceles predica en la tertulia —dijo—. Me refiero a la que nace del coraje personal —señaló su propio pecho—. De aquí.

Romero había pasado de la turbación al recelo; se manoseó nerviosamente la chalina mientras eludía la mirada de su interlocutor.

—Estoy en contra de cualquier tipo de violencia, personal o colectiva.

—Pues yo no. Hay en ella matices muy sutiles, se lo aseguro. Una civilización que renuncia a la posibilidad de recurrir a la violencia en sus pensamientos y acciones, se destruye a sí misma. Se convierte en un rebaño de corderos, a degollar por el primero que pase. Lo mismo les ocurre a los hombres.

—¿Y qué me dice de la Iglesia católica? Es contraria a la violencia, y se ha mantenido durante veinte siglos sin necesidad de ejercerla nunca.

—No me haga reír a estas horas, don Marcelino. Al Cristianismo lo sostuvieron las legiones de Constantino y las espadas de los cruzados. Y a la Iglesia católica, las hogueras de la Inquisición, las galeras de Lepanto y los tercios de los Habsburgo… ¿Quién espera que sostenga su causa por usted?

El pianista bajó los ojos.

—Me decepciona, don Jaime —dijo al cabo de un instante, hurgando en el suelo enarenado con la punta del bastón—. Nunca sospeché que compartiera los argumentos de Agapito Cárceles.

—Yo no comparto argumentos con nadie. Entre otras cosas, el principio de igualdad que con tanto brío defiende nuestro contertulio, me trae al fresco. Y ya que menciona el tema, le diré que prefiero ser gobernado por César o Bonaparte, a quienes siempre puedo intentar asesinar si no me placen, antes que ver decidirse mis aficiones, costumbres y compañía por el voto del tendero de la esquina… El drama de nuestro siglo, don Marcelino, es la falta de genio; que sólo es comparable a la falta de coraje y a la falta de buen gusto. Sin duda, eso se debe a la ascensión irrefrenable de los tenderos de todas las esquinas de Europa.

—Según Cárceles, esos tenderos tienen los días contados —respondió Romero con un apunte de tímido rencor; el marido de su amada era un conocido comerciante de ultramarinos.

—Peor nos lo pone Cárceles, porque conocemos bien lo que ofrece como alternativa… ¿Sabe usted cuál es el problema? Nos encontramos en la última de tres generaciones que la Historia tiene el capricho de repetir de cuando en cuando. La primera necesita un Dios, y lo inventa. La segunda levanta templos a ese Dios e intenta imitarlo. Y la tercera utiliza el mármol de esos templos para construir prostíbulos donde adorar su propia codicia, su lujuria y su bajeza. Y es así como a los dioses y a los héroes los suceden siempre, inevitablemente, los mediocres, los cobardes y los imbéciles. Buenas tardes, don Marcelino.

Permaneció el maestro de esgrima apoyado en el bastón, viendo alejarse sin remordimientos la miserable figura del pianista, que caminaba con la cabeza hundida entre los hombros; sin duda camino de su desesperada ronda bajo el balcón de la calle Hortaleza. Jaime Astarloa se quedó un rato observando a los paseantes, aunque su pensamiento se hallaba absorto en la propia situación. Sabía muy bien que algunas de las cosas que le había dicho a Romero podían serle aplicadas a él mismo, y esa certeza no lo hacía precisamente feliz. Al cabo de un rato decidió marcharse a casa. Subió por la calle Atocha, sin prisas, y entró en su botica habitual para comprar alcohol y linimento, cuya provisión empezaba a escasearle. El mancebo cojitranco lo atendió con su habitual amabilidad, preguntándole por su estado de salud.

—No me quejo —respondió don Jaime—. Ya sabe que estos remedios son para mis alumnos.

—¿No se marcha usted de veraneo? La reina ya está en Lequeitio. Allí veremos reunirse a toda la Corte, si don Juan Prim no lo remedia. ¡Ése sí que es un hombre! —el mancebo se golpeó orgullosamente la pierna mutilada—. Tenía usted que haberlo visto en los Castillejos, sobre su caballo, más tranquilo que un domingo de agosto mientras los moros nos cerraban como diablos. Allí tuve el honor de estar a su lado, y quedar mutilado por la Patria. Cuando caí con un chinazo en esta pierna, don Juan se volvió a mirarme y dijo con ese acento catalán tan suyo: «Eso no es nada, chaval»… Allí mismo le solté tres vivas antes de que se me llevaran en camilla… ¡Seguro que todavía se acuerda de mí!

Salió don Jaime a la calle con el paquete bajo el brazo, pasó frente al palacio de Santa Cruz y anduvo por los soportales hasta la Plaza Mayor, donde permaneció unos minutos entre el corro de personas que escuchaban los marciales acordes de una banda militar, bajo la estatua ecuestre de Felipe III. Salía a la calle Mayor, dispuesto a cenar algo en la fonda Pereira antes de subir a casa, cuando se detuvo como si hubiese recibido un golpe. Al otro lado de la calle, asomando medio rostro por la ventanilla de una berlina, estaba Adela de Otero. Ella no se percató de la presencia del maestro de esgrima, ocupada como estaba en discreto diálogo con cierto caballero de mediana edad, vestido de frac con chistera y bastón, que se apoyaba con naturalidad en el marco de la ventanilla.

Don Jaime se quedó inmóvil, contemplando la escena. El caballero, de espaldas a él, se inclinaba hacia la joven y le hablaba en voz baja, con aire comedido. Ella estaba inusitadamente seria, y negaba de vez en cuando con la cabeza. Susurró un par de graves comentarios, llegándole a su interlocutor el turno de asentir. Hizo don Jaime ademán de seguir su camino, pero la curiosidad pudo más que su intención, y permaneció en el mismo lugar, intentando acallar sus escrúpulos de conciencia por la inequívoca actitud de espionaje a que de tan indigna forma se abandonaba. Aguzó el oído en un intento por captar fragmentos de conversación, pero su esfuerzo resultó estéril. Estaban demasiado lejos de él.

El caballero seguía de espaldas, pero de cualquier modo estuvo seguro don Jaime de que le era desconocido. Adela de Otero hizo de pronto un gesto negativo con el abanico que tenía en la mano, y después empezó a decir algo mientras sus ojos vagaban distraídamente por la calle. De pronto se fijaron en Jaime Astarloa, que inició un gesto de saludo llevándose la mano a la chistera. Su movimiento, sin embargo, quedó interrumpido a la mitad cuando vio la singular expresión de alarma que se pintó en los ojos de la joven. Ésta retiró al punto el rostro, y se ocultó en el interior del coche mientras el caballero se volvía a medias, con visible preocupación, hacia don Jaime. Ella pareció dar una brusca orden, porque de improviso se sobresaltó el cochero que haraganeaba en el pescante y, agitando el látigo, hizo arrancar a los caballos. Se apartó el desconocido de la portezuela y, balanceando el bastón, alejóse rápidamente por la dirección opuesta. Apenas tuvo tiempo el maestro de esgrima de ver un momento sus facciones, por lo que retuvo tan sólo unas largas patillas a la inglesa y un fino bigote recortado. Era un individuo elegante, de mediana estatura y distinguido aspecto, que sostenía un bastón de marfil y parecía tener mucha prisa.

Caviló mucho don Jaime sobre todo aquello, y por último se declaró incapaz de interpretar la escena de la que había sido testigo. Le dio vueltas en la cabeza mientras despachaba su frugal cena, y todavía en la soledad de su estudio volvió, inútilmente, a intentar arrojar luz sobre el misterio. Sentía una inmensa curiosidad por saber quién era aquel hombre.

Pero algo lo intrigaba todavía más. Al ser descubierto, Jaime Astarloa había vislumbrado en la joven una expresión jamás vista hasta entonces. No había en ella ni sorpresa ni irritación, emociones explicables al saberse observada con tan indiscreta impertinencia. El sentimiento percibido por el maestro de esgrima respondía a algo mucho más oscuro e inquietante, hasta el punto de que tardó un buen rato en decidir que su intuición no lo engañaba. Porque, durante una fracción de segundo, a los ojos de Adela de Otero había asomado el miedo.

Se despertó bruscamente, incorporándose angustiado en el lecho. Tenía el cuerpo empapado de sudor a causa de la horrible pesadilla que ahora, aunque sus ojos estaban abiertos en la oscuridad, permanecía grabada con toda nitidez en su retina. Una muñeca de cartón flotaba boca abajo, como ahogada. Sus cabellos estaban enredados entre nenúfares y viscosa vegetación acuática, sobre el agua estancada cubierta de verdín. Jaime Astarloa se inclinaba sobre ella con exasperante lentitud, y al tomarla en sus manos veía el rostro, en el que los ojos de cristal habían sido arrancados de las cuencas. Aquellas órbitas vacías le produjeron un escalofrío de terror.

Permaneció así durante horas, sin poder conciliar el sueño, hasta que la primera rendija de claridad se filtró entre los postigos que cerraban la ventana.

Luis de Ayala llevaba algunos días inquieto. Le costaba concentrarse en los asaltos, como si sus pensamientos se hallasen muy lejos de la esgrima.

—Tocado, Excelencia.

El marqués movía tristemente la cabeza, disculpándose.

—No llevo una buena racha, maestro.

Su habitual jovialidad cedía paso a una extraña melancolía. Ayala se quedaba abstraído con frecuencia, y sus bromas escaseaban. Al principio, don Jaime atribuyó todo aquello a la situación política, que estaba al rojo vivo. Prim había estado en Vichy, desapareciendo después misteriosamente. La Corte veraneaba en el Norte, pero los principales personajes de la política y la milicia permanecían en Madrid, a la expectativa. Soplaban en el aire vientos que nada bueno auguraban para la monarquía.

Una mañana, ya agonizante agosto, Luis de Ayala se excusó al efectuar el maestro de esgrima su visita diaria.

—Hoy no me encuentro con ánimos, don Jaime. Tengo un pulso infame.

A cambio le propuso pasear un rato por el jardín. Salieron ambos bajo los sauces, por la avenida cubierta de gravilla a cuyo extremo canturreaba el agua en la fuente del angelote de piedra. Un jardinero trabajaba a lo lejos, entre macizos de flores que se inclinaban patéticamente bajo el calor de la mañana.

Caminaron durante un rato, intercambiando triviales comentarios. Llegados junto a un templete de hierro forjado, el marqués de los Alumbres se volvió hacia Jaime Astarloa con aire casual, muy pronto desmentido por sus palabras:

—Maestro… Tengo curiosidad por saber cómo conoció usted a la señora de Otero.

Sorprendióse el maestro de armas, pues era la primera vez que Luis de Ayala pronunciaba el nombre de la dama en su presencia, desde el día en que don Jaime había oficiado en la presentación de ambos. Sin embargo, con la mayor naturalidad de que fue capaz, lo puso al corriente con pocas palabras. Escuchaba el marqués en silencio, asintiendo levemente. Parecía preocupado. Se interesó después por si conocía don Jaime alguna de sus relaciones sociales: amigos o parientes, y respondió éste reiterando lo que ya había manifestado durante la conversación mantenida semanas atrás. Lo ignoraba todo de ella, salvo que vivía sola y era una excelente esgrimista. Por un momento estuvo tentado de confiarle también la misteriosa entrevista que había presenciado junto a la Plaza Mayor, pero finalmente resolvió guardar silencio. Él no era quién para traicionar lo que, en vista de la actitud de la joven, debía de ser un secreto.

El marqués se mostró también muy interesado en averiguar si Adela de Otero había pronunciado alguna vez su nombre antes de que él se presentase en casa de don Jaime, y si en algún momento había mostrado especial interés por conocerlo. Tras una ligera vacilación, respondió el maestro de esgrima que así había sido, en efecto, e hizo un sucinto resumen de la conversación mantenida en el simón de alquiler la noche en que la acompañó a su casa.

—Sabía que es usted un excelente tirador, e insistió en conocerlo —dijo con honestidad, aunque presentía que algo inusual estaba latiendo tras la curiosidad de Luis de Ayala. Se mantuvo sin embargo discreto, sin esperar aclaración alguna por parte del marqués. Éste sonreía ahora con aire mefistofélico.

—Observo que le divierten mis palabras —apuntó don Jaime algo picado, creyendo ver en el gesto de su cliente una burlona alusión al desagradable papel de tercería que él había desempeñado en todo aquel asunto. El de los Alumbres captó de inmediato el sentido de su comentario:

—No me interprete mal, maestro —le rogó afectuosamente—. Pensaba en mí mismo… Usted no puede imaginarlo, pero esta historia descubre ahora para mí facetas apasionantes, se lo aseguró. De hecho —añadió sonriendo de nuevo, como si se recreara en divertidos pensamientos— usted acaba de confirmar un par de ideas que en los últimos tiempos me rondaban la cabeza. Nuestra joven amiga es, en efecto, una excelente tiradora de esgrima. Veamos ahora cómo se las arregla para acertar en el blanco.

Jaime Astarloa se agitó, incómodo. El imprevisto giro de la conversación lo sumía en un mar de confusiones.

—Disculpe, Excelencia. No llego a comprender…

El marqués le pidió paciencia con un gesto.

—Calma, don Jaime. Cada cosa a su tiempo. Le prometo contárselo a usted todo… más tarde. Digamos que cuando haya solventado un pequeño asunto que tengo pendiente.

Se sumió el maestro de armas en un desconcertado silencio. ¿Tenía aquello algo que ver con la misteriosa conversación que sorprendió semanas atrás? ¿Contaba de por medio una rivalidad amorosa?… Fuera lo que fuese, Adela de Otero no era asunto suyo. Ya no lo era, se dijo. Estaba a punto de abrir la boca para decir cualquier cosa que alterase el curso de la conversación, cuando Luis de Ayala le puso una mano en el hombro. Había en sus ojos una inusitada seriedad.

—Maestro, voy a pedirle un favor.

Se irguió don Jaime, viva imagen de la honestidad y la confianza.

—Estoy a sus órdenes, Excelencia.

Vaciló un instante el marqués y pareció finalmente romper los últimos escrúpulos. Bajó el tono.

—Necesito confiarle algo, un objeto. Hasta ahora lo he conservado conmigo; pero, por razones que pronto podré aclararle, considero preciso trasladarlo a un lugar seguro durante algún tiempo… ¿Puedo contar con usted?

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