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Authors: Esteban Navarro

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras

El lodo mágico (8 page)

BOOK: El lodo mágico
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—¿Por qué? —contestó, mientras oteaba en busca de un charco del que no hubieran cogido barro—. ¿Lo dices por la pierna rota de Juan?

—Dentro de poco anochecerá. No podemos dejarlo solo, así que nos tenemos que quedar, y no hemos venido preparados para eso ya que no tenemos tienda de campaña, ni provisiones para aguantar muchos días. Hay que hacer algo.

Alberto sabía que Andrés hablaba de forma desesperada, pero la situación realmente lo era.

—De momento seguiremos intentado lo del lodo, creo que vale la pena agotar todas las posibilidades. Si no lo encontramos hoy, no volveremos a subir nunca más —afirmó tajante Andrés, mientras continuaba llenando su cantimplora de barro.

—Eso desde luego, yo no vengo más por aquí ni de casualidad —afirmó Alberto seguro de lo que decía y bastante crispado—. Pero el problema no es ese, el inconveniente más bien es… ¿qué hacemos ahora? ¿hoy?

—Cuando caiga la noche nos meteremos en una de esas casas abandonadas, por lo menos no creo que pasemos frío, y mañana a primera hora pasaremos al plan "B".

—¿Y cuál es? —preguntó interesado—. No sabía que tuviéramos un plan "B". Ni siquiera sabía que había un plan "A".

—Siempre hay uno. El nuestro es bajar uno de nosotros hasta Guísar y pedir ayuda al puesto de la Guardia Civil más cercano —replicó convencido de ser la única opción válida y dada las circunstancias.

—Sí —dijo Alberto en tono irónico— o esperar a que llegue mañana y ya nos buscará la Guardia Civil, cuando nuestros padres hayan dado la señal de alarma, al no ver que llegamos esta noche a casa.

La última frase la dijo casi gritando.

—No hace falta esperar tanto —manifestó Andrés—, ahora mismo puedo coger la bicicleta e ir hasta Guísar a buscar ayuda. El problema es que, desde aquí hasta las bicicletas hay un buen trozo, y luego bajar hasta el río grande a esa hora, siendo de noche, no es muy recomendable.

Los chicos no podían utilizar los teléfonos móviles para llamar a la Guardia Civil ni a Protección Civil, ni a nadie. La cobertura en Belsité era nula. No había ninguna zona de allí hasta el túnel de la Limonera, donde fuese posible llamar.

Y a las nueve de la noche dejaron de traer barro. Alberto ni siquiera terminó de vaciar su cantimplora de légamo sobre la pierna rota de Juan. El agotamiento hizo presa en todos ellos. Auparon a Juan y se refugiaron en una de las casas de piedra abandonadas. La casa tendría una superficie de veinte metros cuadrados aproximadamente. Las paredes eran altas, como si en tiempos hubiese tenido dos plantas; aunque no se observaban marcas de tabiques en la estructura. El interior estaba minado de hierbajos, no demasiado altos para el tiempo que se supone llevaba deshabitada la casa. Una ventana rota es todo lo que se podía contemplar en la desconchada pared. No había muebles, ni cuarto de baño, ni nada.

Alberto calculó que se quedarían allí toda la noche. Pensó que sobre las once, más o menos, sus padres se pondrían en contacto entre ellos. Acto seguido llamarían a la policía y éstos a su vez a la Guardia Civil. Sobre las doce de la noche empezarían a buscarlos en el río grande, en Guísar. Ellos allí, en Belsité, como tres tontos, buscando un barro milagroso, con la intención de curar de su enfermedad a un profesor de historia.

—Será un refugio de montaña, —comentó Andrés mirando hacia el techo descubierto y dejando su mochila en el suelo, al lado de la pared.

—Sí, pero los albergues de este tipo, no son tan altos y están dotados de pavimentos de piedra —indicó Juan mientras se quitaba las gafas para limpiarlas—. Si observáis éste no tiene ni siquiera empedrado.

—Bueno, —puntualizó Alberto— a lo mejor en su día sí que lo tenía, y otro rellano más, y también habría muebles. Pero… ¿Cuánto tiempo deben de llevar abandonadas estas casas?

—Por lo menos cien años —contestó Andrés—, además aquí no llega la corriente eléctrica, ni el agua y el gas. Por lo que no las pueden utilizar de refugio de montañeros.

—Sí —afirmó Juan—, aquí no llega nadie, ni la gente. Y para usarla de refugio tiene que tener techo… ¿no?

Encendieron un pequeño fuego, dentro de la casa, con un mechero que tenía Andrés. Utilizaron ramas secas que cogieron al lado del río. «Ojalá hubiéramos traído las cañas de pescar, por lo menos tendríamos truchas para cenar», pensó Alberto, mientras ojeaba la improvisada guarida que se habían encontrado.

La pierna de Juan seguía igual que antes, rota. La vendaron usando las mangas de sus camisas y atándola con los cordones de uno de los zapatos de Juan. Se le había hinchado tanto el pie que no podía ponérselo.

Sacaron un par de bocadillos de sus mochilas y se dispusieron a repartirlos entre los tres, para cenar delante de la hoguera, a la luz de la luna.

—Mejor estaría aquí con Sara, la más bella del colegio, que con vosotros —suspiró Andrés, mientras mordisqueaba un trozo de bocadillo de jamón—. Seguro aprovecharía mejor el tiempo.

—A mí me gustaría estar con Rosa, la hermana de Alberto. Seguramente haría mejor de enfermera que su hermano —consideró Juan, mientras comía un bocadillo de pan de molde, relleno de salami.

El comentario les hizo reír a los tres. Juan había dicho muchas veces que la hermana de Alberto era muy guapa. La diferencia de edad hacía imposible una relación entre ellos dos ya que Rosa tenía dieciocho años y Juan sólo quince; aunque estaba a punto de cumplir los dieciséis. A esa edad hay mucha desigualdad, pero sabían que conforme se hiciesen mayores se iría acortando, es decir, de quince a dieciocho hay más que de veinticuatro a veintisiete, por ejemplo.

—Espero que no llueva, —comentó Andrés mientras bebía un trago de agua—, en esta época del año son más frecuentes las heladas que las tormentas, pero nunca se sabe.

—¡Sólo nos faltaría eso! ¡No seas gafe! —protestó Alberto, mientras miraba las paredes de la improvisada vivienda, observando lo peculiar de la construcción.

Permanecieron plácidos, sentados y descansando. Juan parecía más sereno, el dolor de la pierna no le estaba fastidiando lo suficiente como para no dejarle comer. Andrés ya había terminado el bocadillo y comía un puñado de regaliz como postre. Alberto extrajo un manojo de plátanos. Peló uno y lo ofreció al resto de sus amigos, Juan cogió uno.

—7—

Silverio

Estaban tan tranquilos, reposando la comida mientras se miraban entre ellos, sonriendo por la situación tan extravagante que estaban viviendo, cuando de repente, una sombra irrumpió en la maltrecha morada.

—Buenas noches —dijo una voz áspera, cavernosa, proveniente de una figura alta, que prácticamente taponaba toda la puerta.

Los tres se quedaron atónitos, casi sin poder hablar. Andrés se puso en pie y retrocedió varios pasos hacia atrás, hasta tocar la descascarillada pared del fondo. Lo último que esperaban era encontrar alguien allí, en Belsité, y menos a esas horas intempestivas.

—No asustaros chicos, soy gente de paz —dijo la figura de la entrada mientras empezaba a caminar hacia el interior del habitáculo.

Los tres se horrorizaron. Era la primera persona que veían en veinticuatro horas. Apareció de repente, sin avisar, cuando menos se lo esperaban. No sabían si fue por la oscuridad, por el miedo, o por las dos cosas a la vez, que les pareció un sujeto espeluznante. Medía casi dos metros de altura. Corpulento. De aspecto desaliñado, barba desarreglada de varios días sin afeitar y un gorro vaquero, manchado con surcos de agua. Pero lo peor era la voz, resonaba en toda la estancia como un aullido de ultratumba.

—Bueno —dijo finalmente el extraño, intentando ser amable—, ¿puedo pasar y compartir la velada con vosotros?

Los chicos hicieron un gesto de asentimiento con la cabeza, temblorosos. Andrés despegó su mojada espalda de la pared del fondo y se aproximó al fuego que se estaba desvaneciendo en el interior de la sala. Juan no le quitaba los ojos de encima al forastero.

—Me llamo Silverio —dijo, mientras se acercaba a donde estaban ellos. En el suelo dejó un enorme macuto de aspecto militar— ¿Qué os trae por aquí? —preguntó frotándose las enormes manos.

—Hemos venido a pasar un día en la montaña, de excursión, —contestó Andrés con cierto nerviosismo, que seguramente percibió el extraño visitante.

—¡Ya! —dijo Silverio sin creerlo del todo—. Y por eso habéis estado toda la tarde recogiendo barro de la ciénaga y echándolo sobre la pierna rota de vuestro amigo.

Ahora sí que tenían miedo. Un sudor frío le recorrió toda la espalda a Alberto. El hombre que estaba dentro del improvisado refugio había estado espiándoles toda la tarde, vio lo que hicieron y en ningún momento se digno ofrecerse para ayudarles, pensó Alberto. Le parecía estremecedor que una persona con sangre en las venas, fuese capaz de permanecer impasible ante lo que les ocurrió durante esa tarde. «¿Qué podíamos hacer tres críos de quince años contra un gigante de casi dos metros? ¿De dónde había salido ese extraño personaje, ataviado con ropas fuera de nuestra época y con un sombrero de las películas del oeste?».

Silverio se dio cuenta del recelo de los chicos. Los miraba a los tres sonriente, como el asesino antes de destrozar a sus víctimas, pensaron los tres a la vez. No querían ponerse paranoicos, pero habían visto muchas películas y leído muchos libros sobre estos temas. Un homicida en serie que mata por el puro placer de hacerlo. Ya podían ver los titulares de la prensa al día siguiente: "Tres chicos aparecen degollados en la montaña de Belsité". No querían ni pensarlo. Andrés, el más fuerte, era también el que estaba más lejos de la entrada, él debía enfrentarse a Silverio, mientras Alberto le apoyaba desde la retaguardia. Juan, el pobre, no podía hacer mucho con la pierna dislocada.

—Estáis asustados, ¿eh? —habló en tono tranquilo y conciliador el gigante del gorro vaquero—. No preocuparos que no os voy a hacer nada, más bien os pienso ayudar.

Lo que confirmaba la macabra teoría que se fraguó en le mente de los tres amigos. Los asesinos en serie siempre se presentaban como personas afables y cordiales. Alberto volvió a imaginar los titulares: "Tres chicos aparecen descuartizados en las pozas de Belsité. Se sospecha conocían a su asesino, porque no ofrecieron resistencia".

El gigantesco visitante extrajo una botella de plástico de su enorme zurrón. No se podía ver el interior de la misma porque estaba liada con una cinta de color marrón, de las que se utilizan para embalar cajas. Se acercó a Juan, que yacía en el suelo asustado, mirando para todas partes. Quitó la chaqueta que cubría su pierna fracturada y con la mano que le quedaba libre, esparció parte del líquido oscuro, que había en la botella de plástico, por encima de la pierna de Juan. Tenía aspecto de ser barro. Andrés y Alberto se miraron y pensaron que posiblemente fuese el lodo mágico.

Juan seguía tumbado en el suelo. Su cara de miedo se había transformado ahora en cara de incredulidad. Examinó asustado todo lo que acontecía a su alrededor.

—Chicos —dijo Juan cuando apenas había pasado un minuto y mientras los miraba— parece que no me duele la pierna.

Al mismo tiempo que hablaba con voz temblorosa y animado por el desconocido se puso en pie. Lo hizo de forma torpe e inepta. Buscó apoyo en la pared de la habitación, pero ésta se encontraba demasiado lejos. Andrés y Alberto reaccionaron de inmediato y se ofrecieron a ayudarlo para que se pudiera incorporar. Sin perder de vista al extraño acompañante.

—Juan… ¿Estás bien? —le preguntó Alberto mientras alargaba la mano para cogerlo— ¿Puedes sostenerte en pie?

—El efecto del lodo aún tardará un rato, no es inmediato, —dijo la voz ronca de Silverio.

El gigante guardó la botella en su zurrón y encendió una pipa de madera que sostenía en su boca.

—¿Lodo? —preguntaron los tres al unísono.

—Sí —respondió—. Se trata del lodo mágico que habéis venido a buscar. Os he observado durante toda la tarde, viendo vuestros intentos infructuosos de encontrar el preciado bien. Hubiera preferido que os hubierais marchado sin comprobar sus poderes curativos, pero la fractura en la pierna de vuestro amigo ha cambiado mi decisión.

—Pero… ¿de dónde sale ese lodo? —preguntó Juan incorporándose, no sin dificultad.

Justo terminó de hacer la pregunta, cuando…

—¡Dónde está el vagabundo! —exclamó Andrés gritando, de pie en medio de la sala.

—Estaba aquí ahora mismo, no ha podido salir por la puerta, lo hubiera visto, —dijo Juan, mirando el único paso hacia el exterior que había en la casa.

—Tampoco está su mochila —observó Alberto—. No ha tenido tiempo de recogerla y largarse de aquí tan pronto. ¡No puede ser!

Los tres se asomaron fuera de la casa, no se veía nada en el exterior. La noche cubría por completo la ladera del río. Regresaron a la casa para guarecerse dentro, haciéndose un sinfín de preguntas sin respuesta. Comentando entre ellos la experiencia vivida durante toda la jornada y maravillándose de la pronta cura de la pierna de Juan, que daba vueltas por toda la estancia doblando y estirando la pierna. Acababan de tener delante lo que vinieron a buscar y no sabían cómo se había ido aquel gigante, sin ni siquiera decirles de dónde había sacado el lodo, cómo encontrarlo o dónde conseguirlo. Quizá la historia del abuelo de Andrés estaba retocada y realmente fue así, que vino un extraño y le roció el pie con barro. Nunca podrían saber la verdad de toda esa leyenda, pensaron los tres a la vez.

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