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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (33 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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A Barbara Buncle le encantó la propuesta del señor Abbott, comprendió al instante que era justo lo que necesitaba. Las campanas nupciales serían un gran
finale
artístico: ¡qué listo era el señor Abbott!

No leyó la carta hasta después de asimilar el croquis del folio y trazar provisionalmente el desarrollo de la boda. Fue entonces cuando descubrió que le proponía matrimonio. La carta no era larga, solo decía que esperaba que Elizabeth aceptara la idea del señor Nun y que, como se había dado cuenta de que todo lo que pasaba en el libro era real, deseaba que el final no fuera una excepción. Le preguntaba, y subrayó las palabras para que no le pasaran por alto, si le sería posible encontrar la manera de que la propuesta para el final del libro se hiciera realidad. Concluía diciéndole que el viernes por la tarde iría a verla para saber su respuesta.

Barbara no se lo podía creer; leyó la carta varias veces antes de convencerse de que realmente quería decir lo que le parecía a ella. La superaba por completo que alguien quisiera pedirle la mano. El señor Nun se había enamorado de Elizabeth Wade, por supuesto, nada más natural, teniendo en cuenta los encantos de la afortunada mujer, pero que el señor Abbott confesara una pasión similar por Barbara Buncle era inconcebible. Hacía tiempo que consideraba al señor Abbott el hombre más encantador que había conocido en la vida: se podía confiar en él, era amable y sincero, había contado con su apoyo cuando todo el mundo se puso tan desagradable con
El perturbador de la paz,
había creído en ella y no le había fallado. Era la primera vez que le proponían matrimonio pero, a pesar de su inexperiencia, era consciente de que el señor Abbott lo había hecho de una forma singular, delicada, halagadora e inteligente. Por supuesto, el señor Abbott era muy inteligente, se había dado cuenta desde la primera entrevista, cuando todavía no lo conocía. Ahora eran amigos y ella daba mucha importancia a su amistad, pero ¿podría casarse con él? ¡Era tan sorprendente que quisiera casarse con ella! No se le había pasado por la cabeza en ningún momento. «Es tan repentino», pensó, y sonrió al darse cuenta de lo oportuna que era la trillada expresión.

«No puedo casarme con él, no, de ninguna manera», se dijo. Sin embargo, no quería perderlo, perder su amistad y su apoyo. ¿Dejarían de ser amigos si le decía que no? Desde luego, no sería lo mismo: destruiría la naturalidad entre ellos. La mera idea de perder la amistad del señor Abbott la consternaba. Empezaba a preguntarse si podría casarse con él; empezaba a pensar que tal vez fuera posible.

Cuando Dorcas le llevó la cena, la encontró leyendo y releyendo la carta del señor Abbott.

—¿Qué opinas del matrimonio, Dorcas? —preguntó Barbara con toda familiaridad.

—¡Es el señor Abbott! —exclamó Dorcas, tan emocionada que se le cayeron las tostadas—. Lo sabía, señorita Barbara, es que lo sabía. Salió en los posos del té… una boda en casa y un hombre más bien corpulento que miraba hacia la casa. Y dije: «Ése es el señor Abbott»… Sí, sí, lo dije de verdad. ¡Ay, señorita Barbara, qué alegría tan grande!

—Pero, Dorcas, ¡no he tomado ninguna decisión todavía! —exclamó la pobre Barbara, consternada.

—No, señorita Barbara, claro que no. Pero será precioso… ¡Imagínese de novia, toda de blanco, con flores de azahar en el pelo! ¡Ay, y él es todo un caballero, también, tan espontáneo y natural! Hay que reconocerle una cosa, desde luego, él sí que sabe, sí, señor. ¡Ay, señorita Barbara, qué alegría me da!

—Pero no he dicho ni que sí ni que no… más bien me parece que no voy a casarme con él, Dorcas. Tengo que pensarlo muy bien… Todavía no he dicho nada…

—No, señorita Barbara, claro que no. No sería propio de una señorita tirarse de cabeza, no, de ninguna manera. Pero no puedo dejar de pensar en la boda. Es que me encantan las bodas, ¿a usted no, señorita Barbara? Podemos preparar la recepción aquí, en esta sala, y aquí, enfrente de ese rincón, el bufet. A ver si viene una de las chicas de la señora Goldsmith a echarme una manita, seguro que no le importa, y siempre será mucho más agradable que traer a una desconocida, ¿no cree, señorita Barbara? Los gemelos serán los pajes perfectos, los del médico, digo, los dos vestidos de raso blanco, llevando la cola de la novia…

Era inútil discutir con Dorcas. Barbara, desesperada, se dio por vencida.

—Bien, en cualquier caso, no digas una palabra a nadie —le ordenó resueltamente—. No he tomado ninguna decisión y no quiero que me metas prisa. Tienes que guardar el secreto, Dorcas, es tan importante como el de
El perturbador de la paz.

—No diré una palabra —prometió Dorcas—, soy una tumba, señorita Barbara. Pero me permitirá pensarlo a mis anchas, ¿verdad? Eso sí que no se lo puedo prometer, no sería capaz de dejar de pensarlo aunque me dieran diez libras.

—Bueno, pero no se lo digas a nadie —dijo Barbara.

Dorcas suspiró, podía decir muchas otras cosas sobre la boda, pero se imaginó que sería en vano. Ya se le habían ocurrido varias cuestiones importantísimas que tendría que hablar con la señorita Barbara, pero, si no quería, pues ¡a morderse la lengua tocaban! De muy mala gana, recogió la bandeja y dio media vuelta para salir de la estancia.

—Ah, Dorcas —dijo Barbara—, esta noche voy a quedarme a escribir hasta tarde, así que no te olvides de mi café.

—Más valdría que se fuera a la cama, señorita Barbara —dijo Dorcas con sensatez—. No hace falta que siga escribiendo, ahora que tiene un marido que la mantenga.

Aunque tuviera marido o posiblemente fuera a tenerlo, se pasó la noche escribiendo. El final salió perfecto, una escena conmovedora en el jardín, donde Elizabeth aceptaba el corazón y la mano del señor Nun. Como era verano, el señor Nun se había presentado en busca de la respuesta con pantalones de franela de jugar al tenis y una chaqueta azul claro que realzaba sus encantos varoniles. Elizabeth estaba sentada en la pérgola y el señor Nun, impaciente por llegar a su lado, saltaba por encima del seto e iba hacia ella cruzando el césped. Tímidamente, la protagonista le entregaba el manuscrito acabado y decía: «Queridísimo Reginald, ahí tiene la respuesta», y se marchaba para que lo asimilara a sus anchas. Reginald leía el final a toda velocidad, descubría que su gran deseo se hacía realidad y echaba a correr hacia la casa a solicitar a la novia.

Todo Copperfield estaba invitado a la boda y el pueblo acudía en masa con alegría y buen humor: se mandó una invitación incluso a Samarcanda para las señoritas Earle y Darling. Elizabeth contaba con el cariño, la admiración y el respeto de todos. Nadie tenía ni la menor idea de que era J. Farrier, el polémico autor de
Ahogados en un vaso de agua,
y ya no existía ninguna razón para que lo averiguaran. Con la boda, desaparecía la necesidad de desenmascarar drásticamente a J. Farrier, escena a la que Barbara había dado algunas vueltas sin la menor ilusión. La boda era un final mucho más bonito. Y así, todo Copperfield asistía alegremente a la boda de Elizabeth, le hacían regalos y erigían un arco de triunfo en su honor. El señor Shakeshaft, con su cara seria, celebraba la ceremonia en la pequeña iglesia de Santa Ágata y, sin poder evitarlo, comparaba la buena suerte del señor Nun con sus esperanzas rotas. Era una boda magnífica, el sol resplandecía en el puente y, cuando la novia salía por la puerta de la iglesia después de la ceremonia, radiante, de blanco inmaculado, los pájaros la recibían gorjeando alborozadamente.

A continuación, los invitados iban a la encantadora casa de la novia a celebrar el banquete y, de uno en uno, le deseaban felicidad y buena suerte con las fórmulas típicas. Se parecía un poco a la última escena de los musicales navideños, cuando todos los personajes salen a saludar al escenario.

Puso el punto final a
Más poderosa es la pluma…
justo cuando se oía el tintineo de las cántaras de leche en el camino. Dejó la pluma en el escritorio y fue a mirar por la ventana. Tenía que haber visto la claridad del día despuntando sobre las colinas, pero no fue así, ni lo sería hasta al cabo de un par de horas, al menos. Lo único que se veía entre los árboles desnudos era el carro de la leche. Destacaba al pie de la farola, donde se había parado el lechero para ver cuál era la lechera de la Casita de Tanglewood. Poca cosa, en comparación con el romper de las primeras luces, que era lo que, en su opinión, se merecía.

Bostezó y se desperezó; estaba muy entumecida y tensa. La alegría de haberlo conseguido, ¡y de qué manera!, la animaba y no notaba el cansancio, pero tenía mucho apetito. Pensó que Dorcas no tardaría en levantarse y entonces le pediría un huevo pasado por agua o quizá dos y luego se iría a la cama, a dormir hasta la hora del té, porque quería estar despejada y descansada cuando llegara el señor Abbott.

Al escribir la boda de Elizabeth, que en realidad era la suya (porque ¿acaso no era Elizabeth?), se había hecho más a la idea de casarse con el señor Abbott. Ya no le parecía tan apabullante ni alarmante. ¡Qué tontería, alterarse tanto por una proposición de matrimonio! No había por qué asustarse ni alarmarse tanto por una boda, la gente se casaba todos los días y seguía siendo la misma de siempre. Que ella supiera, el matrimonio no alteraba mucho a las personas.

Elizabeth salía al encuentro de su destino con valentía, el sol brillaba y los pájaros cantaban alegremente, ahora ya estaba casada. Había dejado de ser Elizabeth Wade: era la señora de Reginald Nun y pronto, o quizá no exactamente pronto, pero algún día, Barbara se convertiría en la señora de Arthur Abbott.

Capítulo 25
La señorita Buncle y el señor Abbott

B
arbara cumplió la primera parte del plan sin la menor dificultad. Se comió los huevos pasados por agua y aguantó con mansedumbre la regañina de Dorcas. Después se fue a la cama y cayó inmediatamente en un sueño profundo y reparador. Se despertó a las dos en punto, cuando el sol estaba en todo su esplendor. Era una tontería seguir remoloneando en la cama. El descanso le había devuelto toda la energía, aunque, por otra parte, se encontraba bastante inquieta y recelosa. Tenía que levantarse y hacer algo, salir a la calle o lo que fuera… Era imposible quedarse en la cama. La visita del señor Abbott, un mero detalle del que, antes de irse a dormir, la separaba el abismo del sueño, se alzaba ahora ante ella terroríficamente. Llegaría dentro de dos horas, menos de dos horas, y querría conocer la respuesta a su proposición. ¿Volvería a declararse verbalmente? ¿Y si lo hacía con la audacia del comandante Waterfoot? ¡Sería espantoso! ¿Qué diantres haría si de pronto se postrara y declarase trémulamente que no podía vivir sin ella ni un momento más? Lo cierto es que no alcanzaba a imaginarse al señor Abbott en semejante trance, pero nunca se sabe. Elizabeth se habría desenvuelto bien en una circunstancia así, por supuesto, sabría exactamente lo que tenía que hacer, pero ahora era una mujer casada y no podía ayudarla. En la novela, había resuelto la situación amorosa con una facilidad pasmosa, entregando simplemente la novela al señor Nun y diciéndole: «Queridísimo Reginald, ahí tiene la respuesta». Así era como hacía las cosas Elizabeth, pero Barbara no era capaz. Para empezar, no se imaginaba llamando «Arthur» al señor Abbott; tendría que llegar a hacerlo, si se casaba con él, pero tardaría en acostumbrarse.

Cuando se hubo vestido, aún faltaba una hora para que llegara el señor Abbott y quiso salir a dar un paseo. Una buena caminata a paso vivo sería el mejor remedio para el estado de nervios en el que se hallaba.

—¡No me diga que va a salir, señorita Barbara! —exclamó Dorcas al verla aparecer con el sombrero y el abrigo puestos—. ¿Y si el buen caballero llega antes de que vuelva usted?

Estas palabras inspiraron de repente a Barbara. ¡Qué buena idea! ¿Por qué diantres no se le había ocurrido a ella?

—Dale esto, Dorcas —respondió ella, y dejó encima de la mesa de la cocina el grueso y sobado manuscrito de
Más poderosa es la pluma…
—. Si viene antes que yo, limítate a darle esto de mi parte y dile que lo he dejado para que lo lea.

—Pero él vendrá a verla a usted —le reprochó Dorcas—. Seguro que no le apetece nada ponerse a leer ese mamotreto nada más llegar. La verdad, señorita Barbara, podía tener un poco de consideración con el pobre caballero, vamos, digo yo.

—Tú dáselo y ya está —dijo Barbara, y salió rápidamente por la puerta trasera.

No había tiempo que perder. Era muy probable que el señor Abbott llegara antes de lo previsto; sería espantoso que la pillara en casa.

Echó a correr por el jardín, se escapó por el hueco de la cerca y cruzó los campos en dirección a la iglesia.

Cuando dieron las cinco de la tarde, todavía no se había decidido a volver a la Casita de Tanglewood y aún tuvo que armarse de valor para hacerlo. Entró sigilosamente en el vestíbulo, como un ladrón, y atisbó por la puerta entreabierta de la salita. El señor Abbott estaba sentado frente a la chimenea tomando té; parecía muy a gusto y satisfecho en la salita de Barbara. Se sirvió té otra vez y entonces levantó la cabeza y vio a su fugitiva anfitriona.

—No se asuste —dijo con una sonrisa cordial—, le garantizo que no muerdo.

Barbara se rió. ¡Qué alivio! ¡Qué diferente de lo que tanto temía!

—Permítame ofrecerle su propio té, que, por cierto, es excelente —prosiguió el señor Abbott agitando hospitalariamente la tetera—. Seguro que está helada y hambrienta. Dorcas me ha dicho que se ha saltado usted la comida. Eso no está nada bien, no se puede salir a vagabundear por la calle con este frío sin haber comido nada, se habrá quedado helada hasta los huesos. Cuando estemos casados, no le consentiré que haga esas tonterías… porque vamos a casarnos, ¿verdad, querida Barbara?

—Sí —dijo ella—, me parece que sí. Bueno, si quiere usted, porque yo estoy bien así.

—Por supuesto que quiero —contestó el señor Abbott pasando por alto la última parte del comentario—. Tengo muchísimas ganas de casarme, de verdad. Acérquese, Barbara, tómese esto.

Ella se sentó cautelosamente a un lado de la chimenea y aceptó la taza que él le había servido. Hasta ahora, todo iba bien y ya estaba casi segura de que el señor Abbott no se arrodillaría de pronto ni soltaría un discurso apasionado. ¡Qué suerte que fuera tan sensato!

—Esto es muy acogedor —dijo el señor Abbott—. Estoy muy contento y espero que usted también. Somos el uno para el otro, no hay duda, y estoy muy orgulloso de usted, Barbara. La trataré muy bien, querida… no me tenga miedo, por el amor de Dios —dijo—. Coja una tostada caliente con mantequilla —añadió inmediatamente.

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