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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

El jardinero nocturno (21 page)

BOOK: El jardinero nocturno
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—Le agradezco la sinceridad. ¿Tiene alguna razón para creer que estuviera metido en actividades delictivas?

—En absoluto. Pero, claro, nunca se sabe.

—Pues sí. —Ramone miró la pizarra—. No me importaría echarle un vistazo a su diario, si lo tiene usted.

—No lo tengo —contestó la señorita Cummings—. Me los entregan al final del semestre, y yo les echo sólo un vistazo para ver si se han esforzado un poco. Vamos, que no los leo. Mi tarea consiste en asegurarme de que están trabajando algo, porque eso ya es un logro.

Ramone le tendió la mano.

—Ha sido un placer conocerla, señorita Cummings.

—Lo mismo digo, detective. Espero haberle sido de alguna ayuda.

Ramone volvió a su Tahoe y sacó un par de guantes de látex que se metió en el bolsillo. Luego se dirigió de nuevo a la oficina de administración y, acompañado de un guardia de seguridad, se acercó a la taquilla de Asa. El hombre leyó un papel, marcó la combinación de la cerradura y dio un paso atrás para que Ramone inspeccionara su contenido.

En el estante superior había un par de libros de texto. Pero ni en los libros ni en el fondo metálico se veía ningún papel ni ninguna otra cosa. Lo normal era que un chico de su edad tuviera en la taquilla fotos de figuras deportivas, raperos o estrellas de cine. Asa no había puesto nada.

—¿Ha terminado? —preguntó el guardia.

—Ya puede cerrar.

Esperaba encontrar el diario del chico, pero allí no estaba.

21

Terrance Johnson abrió la puerta para que pasara Ramone. Tenía los ojos rojos y apestaba a alcohol. Johnson le estrechó la mano y se la retuvo un momento.

—Gracias por recibirme. —Ramone retiró la mano.

—Ya sabes que quiero ayudar.

—Pero necesito que cooperes también con el detective Wilkins, Terrance. Estamos trabajando todos juntos en esto, y el caso es suyo.

—Si tú lo dices, lo haré.

En la casa reinaba un silencio sepulcral. No se oían voces humanas ni ruidos de la televisión o la radio.

—¿Está Helena?

Johnson negó con la cabeza.

—De momento se queda con su hermana. Y también se ha llevado a Deanna. Helena no puede soportar ahora mismo estar en esta casa. No sé cuándo lo va a superar.

—Se pondrá mejor. El duelo tiene sus etapas. —Ya lo sé —replicó Johnson, haciendo con la mano un gesto de fastidio. Tenía la mirada como perdida, la boca entreabierta y los ojos velados por el alcohol.

—Tú también tienes que cuidarte.

—Descansaré cuando aclaréis todo esto. —¿Puedo echar un vistazo al cuarto de Asa?

—Te acompaño.

Subieron a la segunda planta por la escalera central. Era una casa típicamente colonial del barrio, con tres dormitorios y baño completo arriba.

—¿Quién ha entrado aquí desde su muerte? —preguntó Ramone al llegar a la habitación de Asa.

—Helena y yo. Y Deanna, supongo. Tal como me dijiste, no he dejado entrar a nadie más.

—Bien. Pero también estoy pensando en los días antes de su muerte. ¿Tuvo aquí a algún amigo o conocido, que tú recuerdes?

Johnson se quedó pensando un momento.

—Bueno, durante el día yo estaba en el trabajo, claro. Tendría que preguntárselo a Helena. Pero podría asegurar casi con toda certeza que la respuesta es que no.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque los últimos seis meses, desde el final del curso pasado, supongo, Asa no tenía ningún amigo en particular.

—¿Ninguno en particular?

—Se había alejado de los amigos con los que solía ir. Ya sabes cómo son los chicos.

Las niñas lo hacían con más frecuencia, pensó Ramone. Los niños solían aferrarse más tiempo a las amistades. Pero sabía que lo que decía Johnson era cierto. Diego y Asa también habían sido amigos, hasta el punto de verse casi todos los días. Pero hasta el día en que habían matado a Asa, Diego llevaba mucho tiempo sin hablar de él.

—¿Me necesitas aquí? —preguntó Johnson.

—No, no hace falta que te quedes.

Johnson se marchó y Ramone echó un vistazo mientras se ponía los guantes de látex. La habitación se encontraba más limpia de lo que había estado jamás la de Diego. La cama estaba hecha. En la pared colgaba el obligatorio póster de Michael Jordan con la ropa de los Bulls. Los pocos trofeos de fútbol, en un estante donde había un sorprendente número de libros, eran premios al trabajo de todo el equipo, no a un esfuerzo individual.

Examinó los cajones de la cómoda. Miró en el armario y registró los bolsillos de pantalones y cazadoras. Pasó la mano bajo el borde de la cómoda y bajo el somier de la cama. No encontró nada que Asa pudiera haber escondido. No encontró nada que le pareciera pertinente a la investigación.

Examinó también el contenido de su bolsa, una Jan-Sport de una sola correa. Dentro encontró una agenda, una novela juvenil y el libro de texto de álgebra, en el que no había ningún papel. El diario de Asa tampoco estaba allí.

Intentó ponerse un guante de béisbol para zurdos que encontró en el armario, pero no le encajaba.

En la mesa había una pantalla de ordenador. Ramone se sentó en la silla y sacó el cajón donde estaban el teclado, el ratón y la alfombrilla. En cuanto movió el ratón se iluminó la pantalla. El fondo era un sencillo azul, y los iconos eran numerosos, con Microsoft Outlook, Word e Internet Explorer entre ellos. Ramone no era un experto en ordenadores, pero tenía en casa y en la oficina y conocía esos programas.

Abrió el Outlook. Aparecieron varios mensajes en la bandeja de entrada, pero todos parecían ser spam. Entró en la carpeta de elementos enviados y en la papelera. Estaban vacías. Hizo lo mismo con Diario, Notas y Borradores, con el mismo resultado.

A continuación fue a Internet y le salió la página de Yahoo. Abrió los favoritos. Asa tenía pocas páginas archivadas, la mayoría de juegos y entretenimiento, y unas cuantas de la guerra civil y de fuertes y cementerios locales de dicha guerra. Luego abrió el Word y examinó las carpetas de Documentos de Asa. Todos los archivos parecían estar relacionados con el colegio: ensayos y trabajos de ciencias e historia, y muchos sobre temas y personajes de libros.

Era curioso encontrar tanto material escolar y nada de naturaleza personal en el ordenador de un adolescente.

Por fin se levantó y fue al centro de la habitación. Mientras se quitaba los guantes miró las paredes, las estanterías y la cómoda. La experiencia le decía que había averiguado algo, aunque todavía no supiera qué era. Pero era siempre exasperante llegar a esa fase de inercia en una investigación.

Volvió a bajar a la silenciosa primera planta. Encontró a Terrance en el jardín, sentado en una hamaca con una cerveza en la mano. Ramone encontró una silla parecida plegada y apoyada contra la pared, y se acercó con ella a Johnson.

—¿Una cerveza? —preguntó Terrance, alzando su lata.

—No, muchas gracias. Todavía tengo trabajo que hacer.

—Bueno, cuéntame —pidió Johnson. Sus puntiagudos dientes blancos asomaban bajo el labio sudoroso.

—Todavía no tengo nada sólido que contar. La buena noticia es que no hay razones para creer que Asa estuviera metido en ninguna clase de actividad delictiva.

—Eso ya lo sabía. Para eso lo eduqué.

—¿Tenía móvil? Me gustaría echar un vistazo al registro de llamadas.

—No, ya le conté al detective Wilkins que no pensábamos que Asa estuviera listo para esa responsabilidad.

—Pues así es como Regina y yo sabemos por dónde anda Diego.

—Yo no necesitaba tenerle localizado. No le dejaba ir a fiestas, ni quedarse a dormir en casa de amigos ni nada de eso. Por la noche estaba en casa y en paz. Así sabía siempre dónde estaba.

Ramone se aflojó la corbata.

—Asa llevaba un diario, por lo visto. Debía de ser un cuaderno, o incluso un libro encuadernado sin título, con las páginas en blanco. Sería de gran ayuda poder localizarlo.

—No recuerdo haber visto nada parecido. Pero sí le gustaba escribir. Y también leer, mucho.

—Tiene muchos libros en su habitación.

—Demasiados, si quieres saber mi opinión.

¿Cómo podía haber demasiados libros en la habitación de un adolescente?, se preguntó Ramone. A él le encantaría ver a Diego interesado aunque fuera sólo en uno.

—No me importaba que leyera, ¿eh? No me entiendas mal. Pero me preocupaba que se centrara sólo en eso. Un chico tiene que hacer de todo, y eso es mucho más que ser muy culto o sacar buenas notas.

—Te refieres a los deportes.

—Sí.

—Me han dicho que se salió del programa de fútbol.

—Me enfadé mucho cuando lo dejó, no te voy a mentir. Si eres competitivo en el campo, eres competitivo en la vida. Además, que la vida es muy dura, y no quería que el chico fuera un blando. Tú tienes un hijo, seguro que me entiendes.

—Supongo que para ti sería una decepción. Vaya, que tú jugabas mucho al fútbol a su edad, ¿no?

—Sí, de niño. Jugaba aquí en la ciudad, pero me rompí un tobillo y nunca me recuperé del todo. Se me partía una y otra vez. Para cuando llegué al instituto ya no podía competir. Y habría sido un buen jugador, ¿eh? Pero me traicionó mi cuerpo, eso fue lo que pasó.

Ramone recordaba a Johnson en los partidos de fútbol de los chicos. Era uno de esos padres que constantemente cuestionaban a los entrenadores e insultaban a los árbitros. Había visto muchas veces a Johnson hablando con Asa, exhortándole a poner más ganas, animándole a atacar. Siempre diciéndole lo que hacía mal. Ramone había visto al chico herido en sus sentimientos. No era de extrañar que se le hubieran quitado las ganas de jugar. Su padre era uno de esos tipos que exigen a sus hijos que sean los atletas que ellos mismos nunca fueron o nunca pudieron ser.

—Yo mismo le compré la cazadora North Face que llevaba —dijo Johnson con voz grave, mirando el césped plagado de malas hierbas a sus pies—. Doscientos setenta y cinco dólares me costó. Hice un trato con él. Si le compraba la cazadora, tendría que apuntarse al fútbol el próximo curso. Pero llegaron las pruebas del verano y ya me estaba poniendo excusas, que si hacía mucho calor, que no se encontraba bien para jugar… en fin. Joder, le metí una buena bronca. Le dije lo avergonzado que me sentía de él. —A Johnson le temblaba el labio—. Le dije: «¿Qué, te vas a meter en tu cuarto como un maricón mientras otros chicos están jugando ahí fuera, haciéndose hombres?»

Ramone, avergonzado y algo enfadado, no le miró.

—¿Cuándo fue la última vez que le viste?

—Trabajo de siete a tres, así que suelo estar en casa para cuando el chico vuelve del colegio. Él se marchaba y le pregunté adónde iba. Me contestó que a dar un paseo. Yo le dije que hacía demasiado calor para ir con la cazadora, y que además no debería ponérsela porque había roto su promesa.

—¿Y?

—Me dijo: «Te quiero, papá.» —A Johnson se le escapó una lágrima que rodó por su mejilla—. Fue todo lo que dijo. Y se marchó. Y cuando volví a verlo, estaba frío. Le habían metido una bala en la cabeza.

Antes de levantarse, Ramone miró el cielo y las sombras que se alargaban en el césped. Quedaban pocas horas de luz.

A Diego Ramone le habían echado del falso 7—Eleven en Montgomery County esa tarde. Fue un empleado con pinta de indio. Podría haber sido paquistaní o incluso chiíta. Por lo menos llevaba un turbante.

—Fuera —le espetó el hombre—. No os quiero aquí.

Diego iba con su amigo Toby. Ambos vestían tejanos caídos y macutos a la espalda. Toby llevaba un gorro tejido negro. Diego quería comprar un refresco antes de tomar el autobús para volver al Distrito.

—Quiero comprar una lata —dijo.

—No quiero tu dinero —replicó el hombre, señalando la puerta—. ¡Largo!

Diego y Toby le clavaron una mirada torva, pero se marcharon.

Ya en la calle, en una avenida flanqueada de bloques de apartamentos, Toby alzó los puños en pose de boxeador.

—Debería presentarle a rayo y trueno.

—¿Te has dado cuenta de que no ha salido de detrás del mostrador?

—Menudo cabrón.

No era la primera vez que a Diego lo echaban de una tienda por ser negro y joven. También le había acosado la policía. Era típico que la guardia urbana se ensañara con los chicos que vivían o rondaban por los bloques. Una noche de fin de semana Diego y Shaka volvían andando de una fiesta cuando se acercaron un par de coches patrulla. Los agentes salieron y se les echaron encima. Los pusieron contra uno de los vehículos y los cachearon. Les dieron la vuelta a los bolsillos. Uno de los polis, un joven blanco llamado O'Shea, quiso provocar a Shaka para que se pasara de la raya. Insistió en que le encantaría que Shaka lo insultara, pero que ya sabía que no lo haría porque era un cobarde. Diego era consciente de que Shaka, que sabía pelear de verdad, le podría haber dado una paliza. Pero se callaron la boca, como les había aconsejado Ramone que hicieran con la policía.

Al día siguiente, cuando Regina fue a protestar a la comisaría, le indicaron que Diego y Shaka encajaban en la descripción de dos jóvenes que habían robado un coche esa misma noche.

—¿La descripción exacta? —preguntó Regina—. ¿O sólo por ser dos jóvenes negros?

Esa noche, Diego oyó a sus padres hablar del incidente.

—Son espantapájaros —dijo Ramone, el término con el que calificaba a los malos policías.

—No me gusta nada ese barrio —aseguró Regina—. Con las pegatinas esas que llevan en los coches.

—«Celebra la diversidad», sí. Menos cuando la diversidad ande paseando por la calle un sábado por la noche.

Diego y Toby estaban cerca del edificio de este último.

—Mañana hablarán contigo —dijo Toby.

—¿Quién?

—La señorita Brewster, supongo. El señor Guy dijo que están realizando una investigación. Seguro que quieren echarme del colegio, porque los padres del niño al que le metí han puesto el grito en el cielo. Esta vez me largan, fijo, o me mandan al colegio ese para niños problemáticos.

—Pues fue una pelea justa.

—Ya lo sé, pero están buscando pruebas para darme la patada. No veas cómo se ha puesto mi padre con toda esta mierda. Quiere denunciar al colegio.

—Mi padre también está furioso con ellos.

—No les dirás nada a Brewster y al señor Guy, ¿no?

—Qué va, colega. —Ambos chocaron los puños—. Nos vemos en el entrenamiento.

—Vale.

Diego se acercó a la parada mirando atrás el falso 7—Eleven. Lo cierto es que Toby y él sí que habían robado un par de chocolatinas allí hacía tiempo. Pero el del turbante no lo sabía.

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