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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

El invierno de Frankie Machine (38 page)

BOOK: El invierno de Frankie Machine
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«La tengo —piensa Danny—. Gracias, Dios mío. Ya la tengo.»

—¡Oh, Dios mío! —dice Shelly.

«Oh, sí. Ya está.»

—¡Oh... Dios... mío!

Se pone rígida y mira por encima del hombro de él.

«Es su padre», piensa Danny.

Un mormón de casi dos metros que se gana la vida herrando caballos.

Él también se pone rígido y mira hacia atrás por encima de su hombro.

En la ventanilla está Big Foot. Es como una de aquellas historias que se contaban cuando uno iba de acampada, acerca de aquel tío que llevaba un garfio, solo que aquel tío, en lugar de un garfio, lleva una pistola y hace gestos a Danny para que abra la ventanilla.

Danny obedece.

—No os voy a hacer daño —dice el tío a Danny mientras lo saca del coche—. Solo necesito vuestro vehículo.

Lo único que Danny puede hacer es asentir, mientras el tío pasa a su lado y se sienta en el asiento del conductor.

Frank mira a la chica.

—Te puedes bajar —le dice—. Y abróchate la blusa, ¿eh?

Shelly hace las dos cosas.

Frank pone la marcha atrás y emprende el vuelo.

69

Jimmy el Niño ve a los dos adolescentes de pie en el aparcamiento. El chico tiene un teléfono móvil en la mano.

—Hemos llegado tarde —dice Jimmy—. ¡Joder! Hemos llegado demasiado tarde.

Baja la ventanilla:

—¿Qué coche era?

—¿Son ustedes los del Automóvil Club? —pregunta Danny.

—¿Qué coche era?

—Un celica modelo 1996 —dice Danny—, color plata.

Jimmy el Niño se aleja haciendo un ruido infernal.

—Vamos a tener que llamar a mi padre —dice Shelly.

70

Frank abandona el celica en Point Loma y regresa andando a Ocean Beach. Si es que aquello se puede llamar «andar». Más bien es cojear, renquear.

«Parezco el monstruo de una película vieja de bajo presupuesto —piensa Frank—, cuando sale del pantano. Menos mal que, como está diluviando, la gente de San Diego, que le tiene fobia a la lluvia, no anda por la calle; porque, si vieran a este bicho raro desarreglado y sangrando que va tambaleándose por las aceras, llamarían a la policía y entonces se acabaría todo.»

Frank no quiere regresar a su piso franco. Es arriesgado regresar a cualquier sitio, pero no tiene ningún otro lugar adonde ir y tiene que ir a alguna parte para refugiarse de los elementos, limpiar sus heridas, descansar un poco y pensar en lo que hará a continuación.

Abre la puerta de su chabolo de la calle Narragansett, sin saber lo que lo estará esperando dentro. ¿La pasma? ¿El FBI? ¿El «equipo de demolición»?

En el apartamento no hay nadie.

Frank se quita la ropa húmeda y ensangrentada y se mete en la ducha, tanto para calentarse como para lavarse las heridas. Las gotas de agua le pican como si fueran agujas. Sale, se seca con suavidad y mira la sangre que ha quedado en la toalla. Busca el agua oxigenada en el botiquín, se sienta en el borde de la bañera y se mira las raspaduras hondas que tiene en las piernas. Hace una inhalación profunda y se echa agua oxigenada en las heridas. Canta
Che gelida manina
para no pensar en el dolor. En realidad, no sirve de nada. Se examina las heridas y se echa un poco más de agua oxigenada, hasta que ve que la sustancia química hace burbujas.

A continuación, repite el proceso con los brazos y el pecho.

Se levanta lentamente, busca gasas y esparadrapo y se venda las heridas. Le lleva un buen rato. Además, le hace daño el brazo derecho cuando lo mueve y está cansado, molido. Una parte de él simplemente quiere acostarse y renunciar, simplemente quedarse allí tendido hasta que vengan y le metan dos balas en la cabeza.

«Pero no puedes hacer algo así —se dice a sí mismo mientras se aplica la gasa y la envuelve con el esparadrapo, para que no se mueva de su sitio—. Tienes una hija que te necesita, así que concéntrate en lo que está pasando.»

Se prepara una cafetera de café negro fuerte y se sienta a pensarlo todo desde el principio.

«¿Qué coño estaba tratando de decirte Mike? Que él trabajaba para los federales. Que los federales lo obligaron a tenderte una trampa. Pero ¿por qué? ¿Para qué me iban a querer ver muerto? No tiene sentido. A lo mejor no era más que otra gilipollez de Mike Pella, como eso de ir a la nevera a buscar la pistola, sabiendo que estaba a punto de hacer caer el telón, y salir cantando una vieja canción que les gustaba en aquella época, allá por el verano de 1972...»

«Hay gente que nace para hacer ondear la bandera

—oh, son rojas, blancas y azules—

y, cuando la banda toca "Saluda al jefe",

oh, te apuntan con el cañón, Señor...»

«"Oh, te apuntan con el cañón, Señor" —piensa Frank—. Sigue, acábala. Allí hay algo más.»

«No soy, no soy, hijo de ningún senador, hijo.

No soy, no soy, no soy afortunado, no...»

«No —piensa Frank—, no soy afortunado. El "hijo afortunado". Y no fue en el verano de 1972, sino en el verano de 1985. El verano de 1985. Verano, 1985.»
[4]

71

Dave Hansen está preocupado... a muchos niveles.

En primer lugar, Frank le prometió que no mataría a Mike Pella y después lo hizo. Frank Machianno es muchas cosas y, entre ellas, es un hombre de palabra, así que no le cuadra.

En segundo lugar, a tan solo veinte kilómetros del cadáver de Pella, un coche se despeña por el cañón, se estrella y se incendia y, sin embargo, no aparece ninguna víctima. El nombre del conductor los conduce a una agencia de alquiler de coches, pero no hay nadie llamado Jerry Sabellico que tenga un carné de conducir de Arizona. El único Jerry Sabellico que había murió en 1987.

Aquello reunía todas las características de una tapadera profesional. Un profesional estrella un coche a veinte kilómetros del lugar donde se ha cometido un asesinato cuyo principal sospechoso es Frank Machianno. No hace falta ser Sherlock Holmes, Larry Holmes o ni siquiera John Holmes para sumarlo todo.

En tercer lugar, el choque no fue accidental. Ningún profesional supera el límite de velocidad cuando se aleja de un trabajo. Jamás. Además, Frank en particular conduce a 90 kilómetros por hora para consumir menos gasolina y, cuando el suelo está húmedo, más despacio aún.

En cuarto lugar, Frank fue a buscar su dinero para gastos imprevistos a un banco de Borrego. ¿Quién conocía aquel banco? Sherm Simon y, a través de él, yo. Después Frank va a ver a Mike Pella. ¿Quién sabía de Mike Pella? Yo.

Bueno, no solo yo. Nosotros.

Dave experimenta sentimientos encontrados cuando se acerca al interfono y llama al joven Troy a su oficina. Ahora están todos trabajando las veinticuatro horas los siete días de la semana en el caso de Machianno y Troy se ha mostrado muy diligente y ha colaborado con Dave para revisar las listas de empresas fantasma y con nombres ficticios para ver si podían encontrar algún inmueble del que Frank fuera propietario donde pudiera estar escondiéndose.

—¿Qué pasa? —pregunta Troy, ajustándose los gemelos.

—Tengo una pista sobre el paradero de Machianno —dice Dave.

—¿De verdad? ¿Dónde?

Dave le da una dirección.

72

«Summer Lorensen —piensa Frank—. En 1985 fue la fiesta en el barco de Donnie Garth y después la escenita en su casa. Eso era lo que Mike trataba de decirme. Todo está relacionado con el "hijo afortunado".»

Frank mira el reloj. Son las tres y media de la mañana y tiene que esperar como mínimo un par de horas antes de poder hacer algo al respecto.

Lo mejor que puede hacer es dormir un poco. Sin embargo, levantarse de la silla supone un gran esfuerzo y le duele demasiado para moverse, conque simplemente se echa hacia atrás y cierra los ojos.

73

Troy conduce con cuidado a través de la lluvia, aunque hay poco tráfico en las calles a aquellas horas de la noche. Apenas alcanza a ver bajo aquella lluvia implacable: el limpiaparabrisas delantero y el trasero se resisten en vano al agua que se acumula sobre el cristal.

Baja a través del Lamp, se apea del coche cerca de Island, abre el paraguas y se mete en una cabina telefónica.

«Un paraguas para caminar tres pasos —piensa Dave, que lo observa desde un coche a una manzana de distancia— y teniendo un teléfono móvil colgado del cinturón. ¿A quién llamarás, que no quieres que quede registrado?»

No se queda pensándolo, sin embargo. Ya tendrá tiempo de echar mano a los informes telefónicos por la mañana. Tiene que llegar allí antes que los que están al otro lado del teléfono, quienesquiera que sean.

74

Jimmy
el Niño
Giacamone cuelga el teléfono. —Vamos a bailar el
rock and roll
—dice. Carlo empieza a pensar que Jimmy es gilipollas de verdad.

75

Jimmy sabe que tiene que entrar y salir rápidamente.

«Pim, pam, pum y a otra cosa, Eme de mariposa.»

Compite con los federales para ver quién llega primero. No hay premio de consolación para el segundo: nada de cestas de regalo ni fines de semana con todo pagado en un lugar de vacaciones de mala muerte; solo gracias por participar y esperamos que se lo haya pasado bien. El ganador se queda con todo, como debe ser.

Por eso Jimmy y el «equipo de demolición» aparecen en la dirección señalada y con malas intenciones. Ya no hay tiempo para sutilezas: simplemente tienes que atravesar la puerta y disparar a cualquier cosa que se mueva, con la esperanza de darle a la Máquina antes de que la Máquina te dé a ti.

«Suena bien —piensa Jimmy mientras el coche frena dando un patinazo—. Tendría que ir al estudio y grabarlo: "Darle a la Máquina antes de que la Máquina te dé a ti". El próximo gran éxito
hip-hop
que salga de Motor City. Que le den por el culo a
Ocho millas.»

Se baja del coche. La dirección es una caja de sorpresas.

Aparcado al otro lado de la calle, Dave es capaz de reconocer a una pandilla en cuanto la ve, aunque diluvie.

76

Dave regresa a su casa y se pone a trabajar en su estudio.

No tarda mucho. La Ley Patriótica le da carta blanca para acceder a los registros telefónicos y en cinco minutos obtiene el número que Troy ha marcado. Es un teléfono móvil, obviamente, lo cual complica un poco las cosas.

Antes de que acabe de introducirlo en su ordenador, entra Barbara con una cafetera y unas galletas de avena.

—¿Es una de esas noches? —pregunta.

Él asiente con la cabeza.

Hace treinta y cinco años que están casados y ella ha pasado por más de una de esas noches.

—Pareces preocupado —dice ella.

—Lo estoy.

—¿Te lo estás tomando personalmente?

—Supongo que sí.

Es una de las cosas que le gustan tanto de él: que se preocupa por sus casos. Para él no son meros números, ni siquiera después de tantos años.

—Muy pronto —dice ella—, dentro de unos meses, ya no habrá más noches como esta. —Lo besa en la frente—. ¿Quieres que te espere levantada?

—Ni siquiera sé si me voy a poder acostar.

—Te espero —dice ella—, por si acaso. Tarda tres horas más en leerse los registros y entonces lo localiza: Troy ha llamado a Donnie Garth.

77

La primera luz del día encuentra a Frank en San Diego. Cuenta con la protección de la niebla y la hora para no ser visto y con la de la pistola que lleva en la cadera para evitar cualquier daño.

Frank renquea hacia la esquina de la calle 11 con Island, donde los viejos duermen sobre cartones en la acera. Al pasar cojeando junto a la fila de personas sin hogar que duermen en la calle, los oye farfullar y rezongar, huele su olor corporal a sudores nocturnos endurecidos y orina vieja y la peste de la piel podrida.

Se detiene ante la puerta de la Island Tavern y la aporrea. Está cerrada, pero sabe que en el interior encontrará a los bebedores empedernidos que van a tomar la primera copa del día. Al cabo de un minuto, la puerta se abre con un chasquido y se asoma un ojo amarillento.

—¿Está Corky? —pregunta Frank.

—¿Quién quiere saberlo?

—Frank Machianno.

Frank oye una conversación confusa; después se abre la puerta y el viejo —Frank trata de recordar su nombre y finalmente lo consigue: se llama Benny— lo deja entrar y señala el bar.

El detective (retirado) Corky Corchoran está sentado en un taburete, encorvado sobre la barra, con un vaso bajo de
whisky
en una mano y un cigarrillo en la otra. Frank se sienta a su lado.

—Cuánto tiempo, Corky.

—Cuánto tiempo.

Hace mucho, antes de que se apoderaran de él la bebida y la amargura, Corky era un poli de puta madre. Como tantos otros, solía aceptar un sobre para hacer la vista gorda ante el juego y las prostitutas, pero, para las cosas serias, Corky era un tío legal y todo el mundo lo sabía.

Si alguien le pegaba a una mujer, si hacía daño a un civil o si mataba a una persona que no estaba en el rollo, Corky iba a por él, y cuando Corky iba a por alguien, seguro que lo encontraba. Claro que aquello fue hace mucho tiempo.

—¿Te invito a algo, Corky?

—Pensé que nunca lo dirías.

«Corky nunca fue un tío grandote, pero parece haber encogido —piensa Frank mientras hace señas a Benny para que le sirva otra copa—. Y tiene el pelo fino y seco, la piel amarillenta, bien tirante contra los huesos de la cara.»

—Necesito que me ayudes, Corky.

Corky acaba la copa anterior, coge la de Frank y se la bebe de un trago.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Summer Lorensen.

Corky lo mira sin comprender y sacude la cabeza.

—Fue en 1985 —añade Frank para situarlo—. Tú estabas en Homicidios por aquel entonces. Todos aquellos asesinatos de prostitutas.

—«No se han registrado víctimas humanas».

—«No se han registrado víctimas humanas» —dice Frank—. Exactamente. Encontraron su cadáver en Mount Laguna, en una cuneta junto a la carretera.

Corky se queda pensando un buen rato. Justo cuando Frank piensa que el viejo policía se ha vuelto a meter en el bosque encantado, Corky dice:

—Tenía piedras en la boca.

—Exactamente —dice Frank—. Quedó sin resolver, pero después el departamento se lo atribuyó al «asesino del río verde».

Corky se saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa y enciende otro. Le tiemblan las manos.

—No fue el «asesino del río verde». A aquel capullo le achacábamos todo. Él solito era toda una hoja de compensación.

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