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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

El hombre que susurraba a los caballos (7 page)

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Pero a Annie no le cabía duda de que las cosas podían haber ocurrido al revés. De hecho, la noticia de lo que estaban haciéndole en ese momento a su hija la traspasó como un dardo de hielo. Aparte del deseo rápidamente reprimido de gritar, todo lo que le vino a la cabeza fue una sarta de preguntas, tan objetivas y prácticas que casi parecían crueles.

—¿Desde dónde?

—¿Cómo? —dijo él, sin entender.

—La pierna. ¿Desde dónde van a cortársela?

—Pues desde la… —Robert se derrumbó y tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse. Aquel detalle parecía de lo más absurdo—. Desde la rodilla.

—¿Qué pierna es?

—La derecha.

—¿Cuánto más arriba de la rodilla?

—¡Por Dios, Annie! ¿Qué diablos importa eso? —Se liberó de sus brazos y se secó la cara con el dorso de la mano.

—Pues yo creo que importa, y mucho. —Annie se sorprendía de sus propias palabras. Él tenía razón, claro que no importaba. Seguir por ese camino era pura especulación, macabro incluso, pero no iba a detenerse ahora—. ¿Es sólo encima de la rodilla o también perderá el muslo?

—Sólo encima de la rodilla. No tengo las medidas exactas, pero si bajas estoy seguro de que te dejarán echar un vistazo.

Robert se volvió hacia la ventana y Annie lo observó sacar un pañuelo y enjugarse las lágrimas, enfadado consigo mismo por haber llorado. Annie oyó pasos a sus espaldas.

—¿Mrs. Maclean?

Se volvió. Una enfermera joven, vestida de blanco, le lanzó una mirada a Robert y decidió que era con Annie con quien debía hablar.

—Hay una llamada para usted —dijo. Le indicó el camino, caminando a pasitos rápidos sin que sus zapatos blancos hiciesen el menor ruido sobre el reluciente suelo embaldosado; a Annie le pareció que se deslizaba. La enfermera le mostró un teléfono junto al mostrador de recepción y una vez detrás de éste le pasó la llamada.

Era Joan Dyer, la mujer de las caballerizas. Pidió disculpas por la llamada y preguntó nerviosamente por Grace. Annie dijo que seguía en coma. No le mencionó lo de la pierna. Mrs. Dyer fue al grano. El motivo principal de su llamada era
Pilgrim.
Lo habían encontrado y Harry Logan acababa de llamar preguntando qué debían hacer.

—¿A qué se refiere? —preguntó Annie.

—El caballo está muy mal. Tiene huesos rotos, heridas profundas y ha perdido mucha sangre. Incluso haciendo todo lo posible por salvarlo, y caso de que sobreviva, nunca volverá a ser el mismo.

—¿Dónde está Liz? ¿No pueden avisarle para que vaya?

Se refería a Liz Hammond, amiga de la familia y la veterinaria que se ocupaba de
Pilgrim.
Era quien el verano anterior había ido a Kentucky antes que ellos para ver el caballo y dar el visto bueno a la compra. De inmediato se había quedado prendada del animal.

—Parece que ha ido a un congreso —dijo Mrs. Dyer—. No estará de regreso hasta el próximo fin de semana.

—¿Logan quiere sacrificarlo?

—Sí. Lo siento Annie.
Pilgrim
está bajo el efecto de los sedantes y Harry dice que tal vez ya no recupere el conocimiento. Pide su autorización para sacrificarlo.

—O sea para pegarle un tiro, ¿no? —Se oyó a sí misma haciéndolo otra vez, machacando con detalles irrelevantes como acababa de hacer con Robert. ¿Qué diablos importaba el modo en que iban a matar al caballo?

—Será por inyección, imagino.

—Y si digo que no ¿qué?

Al otro lado de la línea se produjo un silencio.

—Bueno —dijo Mrs. Dyer por fin—, supongo que intentarán llevarlo a alguna parte donde puedan operarlo. A Cornell, quizá. —Hizo otra pausa—. Por lo demás, Annie, esto puede acabar costándoles mucho más de lo que cubre su seguro.

Fue la alusión al dinero lo que hizo decidirse a Annie, pues, comenzaba a hacerse una idea de la posible conexión entre la vida de aquel caballo y la de su hija.

—Me importa un bledo lo que cueste —espetó, y se dio cuenta de que había intimidado a la otra mujer—. Dígale a Logan que si mata a ese caballo, le pongo una demanda.

Colgó el auricular.

—Venga. Vas bien, sigue.

Koopman caminaba de espaldas cuesta abajo, haciendo señales con ambos brazos al camión. El vehículo dio marcha atrás lentamente en dirección a los árboles y las cadenas que pendían de la grúa que llevaba en la parte de atrás se balancearon repicando. Era el camión que la gente de la fábrica de papel había asignado para descargar las nuevas turbinas y Koopman los había reclutado —al camión y al personal de la fábrica— para ese nuevo objetivo. A poca distancia los seguía una camioneta Ford enganchada a un remolque descubierto. Koopman se volvió y miró hacia donde Logan y una cuadrilla de ayudantes estaban arrodillados en torno al caballo herido.

Pilgrim
yacía, de costado en un gran charco de sangre que se extendía sobre la nieve del camino bajo las rodillas de quienes intentaban salvarlo. Hasta allí había llegado cuando le hizo efecto el sedante. Se le habían doblado las patas, y aunque trató de resistirse a los efectos del calmante para cuando llegó Logan ya estaba fuera de combate.

Logan le había pedido a Koopman que llamara a Joan Dyer con su teléfono portátil y se alegró de que el cazador no estuviese allí para escuchar cuando le pedía al dueño del caballo permiso para sacrificar a éste. Luego había enviado al ayudante del sheriff en busca de ayuda y se puso a trabajar a fin de cortar la hemorragia. Metió la mano hasta el fondo de la humeante herida abierta en el pecho del animal y comenzó a tantear entre capas desgarradas de tejido blando hasta que la sangre le llegó al codo. Palpó en busca del origen de la hemorragia hasta que por fin lo encontró: una artería perforada, aunque, por suerte, pequeña. Al notar cómo bombeaba sangre caliente a su mano, se acordó de las pequeñas grapas que había guardado en su bolsillo y hurgó con la otra mano para extraer una. La aplicó a la arteria y de inmediato advirtió que la hemorragia se detenía. Pero aún seguía manando sangre de un centenar de venas rotas, de modo que se despojó del anorak y después de vaciar los bolsillos escurrió toda la sangre y el agua que pudo estrujándolo con fuerza. A continuación lo enrolló y lo introdujo con la máxima suavidad en la herida. Maldijo en voz alta. Lo que de verdad necesitaba ahora era un teléfono. El que había llevado estaba en su bolsa, allá abajo, en la orilla del río. Se puso de pie y, corriendo y tropezando, fue a buscarlo.

Cuando volvió, el personal del equipo de salvamento estaba tapando a
Pilgrim
con unas mantas. Uno de ellos le tendió un teléfono portátil.

—Para usted —dijo—. Es Mrs. Dyer.

—¿No ve que ahora no puedo hablar con ella? —dijo Logan. Se arrodilló y enganchó la bolsa de cinco litros de plasma al pescuezo de
Pilgrim,
después de lo cual le administró una inyección de esteroides para combatir el shock. El caballo respiraba con mucha dificultad y sus miembros perdían temperatura aceleradamente. Logan pidió a gritos más mantas con que envolver las patas del animal después de que se las vendaran para reducir la hemorragia.

Un miembro del equipo de salvamento había traído unas cortinillas de la ambulancia y Logan extrajo con sumo cuidado su anorak de la herida sangrante y metió las cortinillas. Se apoyó sobre los talones, sin resuello, y empezó a llenar una jeringa de penicilina. Tenía la camisa empapada de sangre, que le goteaba asimismo de los codos mientras sostenía la jeringa en alto para quitar las burbujas de un golpecito.

—Esto es de locos —exclamó.

Inyectó la penicilina en el cuello de
Pilgrim,
que parecía más muerto que vivo.

La herida del pecho era motivo suficiente para sacrificarlo, pero ahí no terminaba la cosa. Tenía el hueso del testuz espantosamente hundido, se apreciaban varias costillas rotas, un corte de feo aspecto sobre la caña izquierda, y sabía Dios cuántos rasguños y contusiones más. Por el modo en que el caballo había subido la cuesta corriendo, Logan dedujo que algo funcionaba mal en la espaldilla derecha. Lo mejor sería ahorrarle al pobre bruto aquella agonía. Pero maldito si iba a darle a ese cabrón de cazador la satisfacción de saber que tenía razón. Si el caballo moría espontáneamente, eso ya era otra cosa.

Koopman había hecho bajar al camión de la fábrica y al remolque. Logan vio que habían conseguido en alguna parte un cabestrillo de lona. El tipo del equipo de salvamento tenía aún a Mrs. Dyer esperando al teléfono y Logan cogió el auricular.

—Sí —dijo, y mientras escuchaba les indicó dónde había que poner el cabestrillo. Cuando oyó la prudente versión que la pobre mujer hacía del mensaje de Annie, se limitó a sonreír y sacudir la cabeza.

—¡Fabuloso! —exclamó—. Es estupendo que te den las gracias.

Devolvió el auricular y ayudó a pasar las dos correas de lona del cabestrillo por debajo del tronco de
Pilgrim,
a través de lo que era ya un mar de fango rojo. Todos estaban de pie, y a Logan se le ocurrió que tenían una pinta curiosa con las rodillas manchadas de rojo. Alguien le alcanzó una chaqueta seca y por primera vez desde que había llegado al río se dio cuenta del frío que tenía.

Koopman y el conductor engancharon los extremos del cabestrillo a las cadenas de la grúa y luego todos retrocedieron mientras
Pilgrim
era izado lentamente para ser depositado como un cadáver en la plataforma del remolque. Logan y dos integrantes del equipo de rescate subieron a éste y entre los tres movieron las extremidades del caballo a fin de que quedase de costado como momentos antes. Koopman le pasó las cosas al veterinario mientras los otros cubrían el caballo con mantas.

El veterinario suministró a
Pilgrim
más esteroides y sacó una nueva bolsa de plasma. De repente se sintió muy cansado. Calculó que las probabilidades de que el caballo siguiese con vida cuando llegaran a su clínica eran muy escasas.

—Telefonearemos desde aquí para que sepan cuándo va a llegar —dijo Koopman.

—Gracias.

—Bien. ¿Todo listo?

—Me parece que sí.

Koopman dio un manotazo a la trasera del Ford todoterreno que llevaba enganchado el remolque y le indicó al conductor que se pusiera en marcha. La camioneta empezó a subir lentamente por la cuesta.

—Buena suerte —exclamó, pero Logan no pareció oírlo. El joven ayudante del sheriff puso cara de desilusión. Todo había terminado y la gente volvía a sus casas. Oyó como si alguien accionara una cremallera detrás de él y se volvió. El cazador estaba guardando el rifle en su funda—. Gracias por su ayuda —le dijo.

El cazador asintió, se echó la funda al hombro y echó a andar.

Robert despertó sobresaltado y por un instante pensó que estaba en su despacho. La pantalla de su ordenador se había vuelto loca, unas palpitantes líneas verdes se perseguían entre cordilleras de cimas melladas. «Oh, no —pensó—, un virus.» Un virus desbocado en su archivo del caso Dunford. Pero entonces vio la cama y la colcha que cubría pulcramente lo que quedaba de la pierna de su hija, y recordó dónde estaba.

Miró su reloj. Eran casi las cinco de la mañana. La habitación estaba a oscuras salvo por el capullo de luz tenue que arrojaba sobre la cabeza y los hombros desnudos de Grace la lamparita dedetrás de la cama. Grace tenía los ojos cerrados y una expresión serena en el rostro, como si no le importaran los serpenteantes tubos de plástico que habían invadido su cuerpo. En la boca tenía el tubo del resucitador y en la nariz otro que le llegaba hasta el estómago y a través del cual era alimentada. Más tubos salían de frascos y bolsas que colgaban de la cama y se reunían en el cuello de la muchacha formando una maraña, como si pugnaran por ser los primeros en llegar a la válvula que tenía encajada en la yugular. La válvula estaba camuflada con esparadrapo color carne, al igual que los electrodos aplicados a las sienes y el pecho y el agujero practicado sobre uno de sus senos incipientes para insertar en su corazón un tubo de fibra óptica.

Según los médicos, Grace estaba viva gracias a que llevaba casco. Cuando su cabeza chocó contra el asfalto, el casco se había partido, pero no así el cráneo. Un segundo escáner, sin embargo, había revelado cierta hemorragia difusa en el cerebro, de modo que le habían practicado un pequeño orificio en el cráneo e introducido un objeto que se encargaba de controlar la presión interna. El resucitador, aseguraban, contribuiría a detener la inflamación del cerebro. Su rítmico rumor de fuelle, semejante a las olas de un mar mecánico rompiendo contra una playa de guijarros, había servido a Robert para conciliar el sueño. La mano de Grace, que había sostenido en la suya, estaba ahora con la palma hacia arriba donde él la había soltado inadvertidamente. La tomó de nuevo y notó la tibieza falsamente tranquilizadora de la piel de su hija.

Se inclinó y apretó suavemente un trozo de esparadrapo que se había despegado de uno de los catéteres del brazo. Miró la batería de aparatos, cuya finalidad precisa Robert había insistido en que le explicasen con detalle. Ahora, sin necesidad de moverse, llevó a cabo un examen sistemático, examinó cada pantalla, cada válvula y cada nivel de fluido para cerciorarse de que no había ocurrido nada mientras él dormía. Sabía que todo estaba informatizado y que si algo iba mal, sonarían las alarmas en la central de supervisión, a dos pasos de allí, pero aun así quería comprobarlo personalmente. Satisfecho, con la mano de Grace aún en las suyas, se apoyó de nuevo en el respaldo de su asiento. Annie dormía en un cuarto pequeño que les habían proporcionado en el mismo pasillo. Le había pedido a Robert que la despertara a medianoche para hacerse cargo de la vigilancia de Grace, pero como él se había quedado dormido pensó que era mejor dejar que durmiese un rato más.

Contempló el rostro de su hija y pensó que en medio de aquel despliegue brutal de tecnología parecía mucho más joven de lo que era. Siempre había gozado de excelente salud. Aparte de unos puntos que tuvieron que darle en la rodilla una vez en que se cayó de la bicicleta, no había estado en un hospital desde el día de su nacimiento. Aunque en aquella ocasión la cosa había sido tan dramática que habían tenido bastante por varios años.

Fue una cesárea de urgencia. Tras doce horas de parto habían puesto a Annie una epidural, y como no parecía que tuviese que haber novedad durante un rato, Robert había ido a la cafetería en busca de un emparedado y una taza de café. Cuando media hora más tarde volvió a la habitación aquello parecía un infierno. Era como la cubierta de un buque de guerra, gente de verde corriendo, moviendo material rodante de acá para allá, chillando órdenes. Alguien le dijo que en su ausencia el monitor interno había avisado de que el bebé estaba en peligro. Igual que un héroe de película de guerra, el obstetra había irrumpido majestuosamente anunciando a sus tropas que iba a «atacar».

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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