El hombre que calculaba (2 page)

BOOK: El hombre que calculaba
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—Dos millones trescientos veintiún mil ochocientos sesenta y seis…

Y así, varias veces, el raro viajero se puso en pie y dijo en voz alta un número de varios millones, sentándose luego en la tosca piedra del camino.

Sin poder refrenar mi curiosidad, me acerqué al desconocido, y, después de saludarlo en nombre de Allah –con Él sean la oración y la gloria—, le pregunté el significado de aquellos números que solo podrían figurar en cuentas gigantescas.

—Forastero, respondió el Hombre que Calculaba, no censuro la curiosidad que te ha llevado a perturbar mis cálculos y la serenidad de mis pensamientos. Y ya que supiste dirigirte a mí con delicadeza y cortesía, voy a atender a tus deseos. Pero para ello necesito contarte antes la historia de mi vida.

Y relató lo siguiente, que por su interés voy a trascribir con toda fidelidad:

CAPITULO II

Donde Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, cuenta la historia de su vida. Cómo quedé informado de los cálculos prodigiosos que realizaba y de cómo vinimos a convertirnos en compañeros de jornada.

—Me llamo Beremiz Samir, y nací en la pequeña aldea de Khoi, en Persia, a la sombra de la pirámide inmensa formada por el monte Ararat. Siendo aún muy joven empecé a trabajar como pastor al servicio de un rico señor de Khamat.

Todos los días, al amanecer, llevaba a los pastos el gran rebaño y me veía obligado a devolverlo a su redil antes de caer la noche. Por miedo a perder alguna oveja extraviada y ser, por tal negligencia, severamente castigado, las contaba varias veces al día.

Así fui adquiriendo poco a poco tal habilidad para contar que, a veces, de una ojeada contaba sin error todo el rebaño. No contento con eso, pasé luego a ejercitarme contando los pájaros cuando volaban en bandadas por el cielo.

Poco a poco fui volviéndome habilísimo en este arte. Al cabo de unos meses –gracias a nuevos y constantes ejercicios contando hormigas y otros insectos— llegué a realizar la proeza increíble de contar todas las abejas de un enjambre. Esta hazaña de calculador nada valdría, sin embargo, frente a muchas otras que logré más tarde. Mi generoso amo poseía, en dos o tres distantes oasis, grandes plantaciones de datileras, e, informado de mis habilidades matemáticas, me encargó dirigir la venta de sus frutos, contados por mí en los racimos, uno a uno. Trabajé así al pie de las palmeras cerca de diez años. Contento con las ganancias que le procuré, mi bondadoso patrón acaba de concederme cuatro meses de reposo y ahora voy a Bagdad pues quiero visitar a unos parientes y admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de la famosa ciudad. Y, para no perder el tiempo, me ejercito durante el viaje contando los árboles que hay en esta región, las flores que la embalsaman, y los pájaros que vuelan por el cielo entre nubes.

Y señalándome una vieja higuera que se erguía a poca distancia, prosiguió:

—Aquel árbol, por ejemplo, tiene doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que cada rama tiene como promedio, trescientos cuarenta y seis hojas, es fácil concluir que aquel árbol tiene un total de noventa y ocho mil quinientos cuarenta y ocho hojas. ¿No cree, amigo mío?

—¡Maravilloso! –exclamé atónico. Es increíble que un hombre pueda contar, de una ojeada, todas las ramas de un árbol y las flores de un jardín… Esta habilidad puede procurarle a cualquier persona inmensas riquezas..

—¿Usted cree? –se asombró Beremiz. Jamás se me ocurrió pensar que contando los millones de hojas de los árboles y los enjambres de abejas se pudiera ganar dinero. ¿A quién le puede interesar cuántas ramas tiene un árbol o cuántos pájaros forman la bandada que cruza por el cielo?

—Su admirable habilidad –le expliqué— puede emplearse en veinte mil casos distintos. En una gran capital como Constantinopla, o incluso en Bagdad, sería usted un auxiliar precioso para el Gobierno. Podría calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Fácil le sería evaluar los recursos del país, el valor de las cosechas, los impuestos, las mercaderías y todos los recursos del Estado. Le aseguro –por las relaciones que tengo, pues soy bagdalí— que no le será difícil obtener algún puesto destacado junto al califa Al—Motacén, nuestro amo y señor. Tal vez pueda llegar al cargo de visir—tesorero o desempeñar las funciones de secretario de la Hacienda musulmana.

—Si es así en verdad, no lo dudo, respondió el calculador. Me voy a Bagdad.

Y sin más preámbulos se acomodó como pudo en mi camello –el único que llevábamos—, y nos pusimos a caminar por el largo camino cara a la gloriosa ciudad.

Desde entonces, unidos por este encuentro casual en medio de la agreste ruta, nos hicimos compañeros y amigos inseparables.

Beremiz era un hombre de genio alegre y comunicativo. Muy joven aún –pues no había cumplido todavía los veintiséis años— estaba dotado de una inteligencia extraordinariamente viva y de notables aptitudes para la ciencia de los números.

Formulaba a veces, sobre los acontecimientos más triviales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban una gran agudeza matemática. Sabía también contar historias y narrar episodios que ilustraban su conversación, ya de por sí atractiva y curiosa.

A veces se quedaba en silencio durante varias horas; encerrado en un mutismo impenetrable, meditando sobre cálculos prodigiosos. En esas ocasiones me esforzaba en no perturbarlo. Le dejaba tranquilo, para que pudiera hacer, con los recursos de su privilegiada memoria, descubrimientos fascinantes en los misteriosos arcanos de la Matemática, la ciencia que los árabes tanto cultivaron y engrandecieron.

CAPITULO III

Donde se narra la singular aventura de los treinta y cinco camellos que tenían que ser repartidos entre tres hermanos árabes. Cómo Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, efectuó un reparto que parecía imposible, dejando plenamente satisfechos a los tres querellantes. El lucro inesperado que obtuvimos con la transacción.

Hacía pocas horas que viajábamos sin detenernos cuando nos ocurrió una aventura digna de ser relatada, en la que mi compañero Beremiz, con gran talento, puso en práctica sus habilidades de eximio cultivador del Álgebra.

Cerca de un viejo albergue de caravanas medio abandonado, vimos tres hombres que discutían acaloradamente junto a un hato de camellos.

Entre gritos e improperios, en plena discusión, braceado como posesos, se oían exclamaciones:

—¡Que no puede ser!

—¡Es un robo!

—¡Pues yo no estoy de acuerdo!

El inteligente Beremiz procuró informarse de lo que discutían.

—Somos hermanos, explicó el más viejo, y recibimos como herencia esos 35 camellos. Según la voluntad expresa de mi padre, me corresponde la mitad, a mi hermano Hamed Namur una tercera parte y a Harim, el más joven, solo la novena parte. No sabemos, sin embargo, cómo efectuar la partición y a cada reparto propuesto por uno de nosotros sigue la negativa de los otros dos. Ninguna de las particiones ensayadas hasta el momento, nos ha ofrecido un resultado aceptable. Si la mitad de 35 es 17 y medio, si la tercera parte y también la novena de dicha cantidad tampoco son exactas ¿cómo proceder a tal partición?

—Muy sencillo, dijo el Hombre que Calculaba. Yo me comprometo a hacer con justicia ese reparto, mas antes permítanme que una a esos 35 camellos de la herencia este espléndido animal que nos trajo aquí en buena hora.

En este punto intervine en la cuestión.

—¿Cómo voy a permitir semejante locura? ¿Cómo vamos a seguir el viaje si nos quedamos sin el camello?

—No te preocupes, bagdalí, me dijo en voz baja Beremiz. Sé muy bien lo que estoy haciendo. Cédeme tu camello y verás a que conclusión llegamos.

Y tal fue el tono de seguridad con que lo dijo que le entregué sin el menor titubeo mi bello jamal, que, inmediatamente, pasó a incrementar la cáfila que debía ser repartida entre los tres herederos.

—Amigos míos, dijo, voy a hacer la división justa y exacta de los camellos, que como ahora ven son 36.

Y volviéndose hacia el más viejo de los hermanos, habló así:

—Tendrías que recibir, amigo mío, la mitad de 35, esto es: 17 y medio. Pues bien, recibirás la mitad de 36 y, por tanto, 18. Nada tienes que reclamar puesto que sales ganando con esta división.

Y dirigiéndose al segundo heredero, continuó:

—Y tú, Hamed, tendrías que recibir un tercio de 35, es decir 11 y poco más. Recibirás un tercio de 36, esto es, 12. No podrás protestar, pues también tú sales ganando en la división.

Y por fin dijo al más joven:

—Y tú, joven Harim Namur, según la última voluntad de tu padre, tendrías que recibir una novena parte de 35, o sea 3 camellos y parte del otro. Sin embargo, te daré la novena parte de 36 o sea, 4. Tu ganancia será también notable y bien podrás agradecerme el resultado.

Y concluyó con la mayor seguridad:

—Por esta ventajosa división que a todos ha favorecido, corresponden 18 camellos al primero, 12 al segundo y 4 al tercero, lo que da un resultado – 18 + 12 + 4 – de 34 camellos. De los 36 camellos sobran por tanto dos. Uno, como saben, pertenece al badalí, mi amigo y compañero; otro es justo que me corresponda, por haber resuelto a satisfacción de todos el complicado problema de la herencia.

—Eres inteligente, extranjero, exclamó el más viejo de los tres hermanos, y aceptamos tu división con la seguridad de que fue hecha con justicia y equidad.

Y el astuto Beremiz –el Hombre que Calculaba— tomó posesión de uno de los más bellos jamales del hato, y me dijo entregándome por la rienda el animal que me pertenecía:

—Ahora podrás, querido amigo, continuar el viaje en tu camello, manso y seguro. Tengo otro para mi especial servicio.

Y seguimos camino hacia Bagdad.

CAPITULO IV

De nuestro encuentro con un rico jeque, malherido y hambriento. La propuesta que nos hizo sobre los ocho panes que llevábamos, y cómo se resolvió, de manera imprevista, el reparto equitativo de las ocho monedas que recibimos en pago. Las tres divisiones de Beremiz: la división simple, la división cierta y la división perfecta. Elogio que un ilustre visir dirigió al Hombre que Calculaba.

Tres días después, nos acercábamos a las ruinas de una pequeña aldea denominada Sippar cuando encontramos caído en el camino a un pobre viajero, con las ropas desgarradas y al parecer gravemente herido. Su estado era lamentable.

Acudimos en socorro del infeliz y él nos narró luego sus desventuras.

Se llamaba Salem Nassair, y era uno de los más ricos mercaderes de Bagdad. Al regresar de Basora, pocos días antes, con una gran caravana, por el camino de el—Hilleh, fue atacado por una chusma de nómadas persas del desierto. La caravana fue saqueada y casi todos sus componentes perecieron a manos de los beduinos. Él –el jefe— consiguió escapar milagrosamente, oculto en la arena, entre los cadáveres de sus esclavos.

Al concluir la narración de su desgracia, nos preguntó con voz ansiosa:

—¿Traéis quizá algo de comer? Me estoy muriendo de hambre…

—Me quedan tres panes –respondí.

—Yo llevo cinco, dijo a mi lado el Hombre que Calculaba.

—Pues bien, sugirió el jeque, yo os ruego que juntemos esos panes y hagamos un reparto equitativo. Cuando llegue a Bagdad prometo pagar con ocho monedas de oro el pan que coma.

Así lo hicimos.

Al día siguiente, al caer la tarde, entramos en la célebre ciudad de Bagdad, perla de Oriente.

Al atravesar la vistosa plaza tropezamos con un aparatoso cortejo a cuyo frente iba, en brioso alazán, el poderoso brahim Maluf, uno de los visires.

El visir, al ver al jeque Salem Nassair en nuestra compañía le llamó, haciendo detener a su brillante comitiva y le preguntó:

—¿Qué te pasó, amigo mío? ¿Cómo es que llegas a Bagdad con las ropas destrozadas y en compañía de estos dos desconocidos?

El desventurado jeque relató minuciosamente al poderoso ministro todo lo que le había ocurrido en le camino, haciendo los mayores elogios de nosotros.

—Paga inmediatamente a estos dos forasteros, le ordenó el gran visir.

Y sacando de su bolsa 8 monedas de oro se las dio a Salem Nassair, diciendo:

—Te llevaré ahora mismo al palacio, pues el Defensor de los Creyentes deseará sin duda ser informado de la nueva afrenta que los bandidos y beduinos le han infligido al atacar a nuestros amigos y saquear una de nuestras caravanas en territorio del Califa.

El rico Salem Nassair nos dijo entonces:

—Os dejo, amigos míos. Quiero, sin embargo, repetiros mi agradecimiento por el gran auxilio que me habéis prestado. Y para cumplir la palabra dada, os pagaré lo que tan generosamente disteis.

Y dirigiéndose al Hombre que Calculaba le dijo:

—Recibirás cinco monedas por los cinco panes.

Y volviéndose a mí, añadió:

—Y tú, ¡Oh, bagdalí!, recibirás tres monedas por los tres panes.

Mas con gran sorpresa mía, el calculador objetó respetuoso:

—¡Perdón, oh, jeque! La división, hecha de ese modo, puede ser muy sencilla, pero no es matemáticamente cierta. Si yo entregué 5 panes he de recibir 7 monedas, mi compañero bagdalí, que dio 3 panes, debe recibir una sola moneda.

—¡Por el nombre de Mahoma!, intervino el visir Ibrahim, interesado vivamente por el caso. ¿Cómo va a justificar este extranjero tan disparatado reparto? Si contribuiste con 5 panes ¿por qué exiges 7 monedas?, y si tu amigo contribuyó con 3 panes ¿por qué afirmas que él debe recibir solo una moneda?

El Hombre que Calculaba se acercó al prestigioso ministro y habló así:

—Voy a demostraros. ¡Oh, visir!, que la división de las 8 monedas por mí propuesta es matemáticamente cierta. Cuando durante el viaje, teníamos hambre, yo sacaba un pan de la caja en que estaban guardados, lo dividía en tres pedazos, y cada uno de nosotros comía uno. Si yo aporté 5 panes, aporté, por consiguiente, 15 pedazos ¿no es verdad? Si mi compañero aportó 3 panes, contribuyó con 9 pedazos. Hubo así un total de 24 pedazos, correspondiendo por tanto 8 pedazos a cada uno. De los 15 pedazos que aporté, comí 8; luego di en realidad 7. Mi compañero aportó, como dijo, 9 pedazos, y comió también 8; luego solo dio 1. Los 7 que yo di y el restante con que contribuyó al bagdalí formaron los 8 que corresponden al jeque Salem Nassair. Luego, es justo que yo reciba siete monedas y mi compañero solo una.

El gran visir, después de hacer los mayores elogios del Hombre que Calculaba, ordenó que le fueran entregadas las siete monedas, pues a mí, por derecho, solo me correspondía una. La demostración presentada por el matemático era lógica, perfecta e incontestable.

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