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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (48 page)

BOOK: El hijo del desierto
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Cuando el joven vio a Nefertiry aproximarse, su corazón volvió a brincar de contento, como ocurría siempre que se veían. Ella era capaz de llenar por sí sola su mundo, y fuera de éste no tenía ningún interés de vivir.

—Hoy no nos acompaña la luna —le susurró ella al oído, a la vez que lo acariciaba con su lengua.

—Nuestros corazones serán los únicos testigos de nuestro amor —dijo Sejemjet con cierta socarronería.

—Tienes razón, amor mío. Mi madre y sus espías no pierden detalle de cuanto hacemos —dijo ella—. Pero da igual, al final saldremos triunfantes.

—Escucha, Nefertiry, no podemos continuar así. Somos como muertos en vida que vagan por Kemet en las noches sin luna para así evitar ser vistos, como criminales sin posibilidad de redimirse. Y todo porque nuestros sentimientos no tienen cabida entre el egoísmo del poder que nos rodea.

Ella le puso un dedo sobre sus labios.

—Lo que dices es cierto, pero nosotros no podemos cambiarlo. Somos prisioneros de nuestra felicidad. Si la mostramos en público, acabaremos por ser pasto de los cocodrilos.

—¡Entonces huyamos! —exclamó Sejemjet mirándola a los ojos—. Vayámonos de esta tierra a la que tanto amamos, pero en la que nuestro amor no tiene cabida. El mundo es grande, yo lo he visto, y lejos de aquí no tendremos que ocultarnos.

Ella lo observó con ansiedad.

—No podríamos escapar de la ira de mi padre —dijo angustiada.

—Nos iremos tan lejos que el dios nada podrá hacer contra nosotros. Cruzaremos el Gran Verde y nos dirigiremos hacia una de sus grandes islas; Keftiw o Alashia serían un buen lugar para nosotros. Dicen que allí la luz crea matices que no es posible encontrar en otra parte, y que el cielo se confunde con el azul de las aguas para formar un espacio infinito de belleza sin igual. Al parecer el aire tiene su propia fragancia, sacada del mar y de las montañas de unas tierras que dan cobijo a navegantes, y también a las ilusiones de quien quiere emprender una nueva vida. Vayámonos sin dilación.

Nefertiry se retorcía las manos con nerviosismo.

—No lo comprendes, Sejemjet —se lamentó—. Nuestro lugar está aquí. Formamos parte de nuestra tierra, y ellos no tienen derecho a separarnos de ella. Sería como reconocernos culpables de un crimen que no hemos cometido. Además, tú no conoces a mi madre. Mandará a sus chacales allá donde nos encontremos, aunque tarden años en hallarnos. Viviríamos siempre pensando en que una mañana no nos despertaríamos para ver de nuevo la luz del sol. Y te garantizo que esa hora llegaría. Si ponemos a prueba el poder de los dioses de Kemet, éstos nos aplastarán.

Sejemjet se revolvió molesto.

—¿Es ésta la vida que quieres que llevemos? ¿Habitaremos entre las sombras y los arbustos?

—Sssh... —le suplicó ella volviendo a poner un dedo sobre sus labios— Sé de lo que hablo, Sejemjet, y por eso no hay otra opción que la de confiar en mí. Conozco muy bien a la reina, y ella nunca permitirá nuestra huida. Sin embargo, yo sé cómo vencerla. Conozco la forma de derrotarla para siempre, pero debes confiar en mí. Ya falta poco, amor mío, créeme.

Sejemjet se volvió hacia ella y sus labios se fundieron en un beso apasionado.

—Si no estás junto a mí, siento que me falta el aire —le susurró Nefertiry, mordisqueándole la oreja.

Luego volvieron a entregarse a las pasiones. Sus cuerpos se fundieron hasta formar uno solo, y otra vez cabalgaron a lomos de los frenéticos corceles que su propio deseo había enjaezado una vez más. Se entregaron el uno al otro sin reservas, y él derramó toda su energía vital en ella, hasta quedar exhausto, con la generosidad propia de quien no guarda nada para sí. Después permanecieron jadeantes durante un buen rato, todavía formando un solo cuerpo del que se resistían a desprenderse. Así, sintiéndose libres de todo lo que los amenazaba, se durmieron arrullados por los sonidos de la noche y el rumor de las sagradas aguas, que les traían mensajes de complicidad y esperanza; o al menos eso pensaban ellos.

Menjeperreseneb, primer profeta de Amón, observaba a la reina recluida en el interior de su furia. Él conocía bien a las personas, y sabía leer sus semblantes como si fueran letanías o fórmulas de ofrenda. Observar formaba parte de su trabajo, pues como bien sabía, las palabras no tienen mayor importancia. Él las consideraba sólo una forma de comunicarse, el vehículo para la traición y el engaño. Los verdaderos sentimientos no venían a través de ellas, sino por la mirada y las expresiones de los rostros, incluso cuando éstos porfiaran en ocultarlos.

No le cabía duda de que la reina estaba furiosa, por mucho que ella intentara guardar las formas, y no la culpaba por ello. La política tenía aquellas cosas. Eran los intereses los que la alimentaban, y justo era reconocer que Sitiah tenía muchos en juego. Claro que allí el que más o el que menos tenía los suyos, y éstos no siempre coincidían. Era como un gran juego en el que cada cual intentaba sacar provecho de los movimientos de los demás, tanto si eran equivocados como si no. Ahí estribaba la mayor dificultad, en saber qué era lo acertado en cada caso.

Mas para Menjeperreseneb semejante disciplina no revestía mayores complicaciones. Él era un superdotado. Un lector de corazones humanos capaz de descifrar cada gesto, cada mirada, sin apenas inmutarse, que hacía gala de un semblante hermético y al que acompañaban unos ademanes pausados y siempre ponderados. Aquel hombre invitaba a la reflexión y al abandono, y su voz era tan suave que tenía la facultad de adormecer a quien lo escuchaba, si es que no caía prisionero de ella. Menjeperreseneb era maestro en dominar voluntades, y no se le escapaba nada de lo que ocurriera en el país de Kemet. Si un príncipe fornicaba en Menfis, él lo sabía; y si el virrey de Kush ventoseaba, también, ya que para mantenerse al frente del clero de Amón era conveniente tener una buena información de cuanto acontecía, aunque parecieran nimiedades.

Afeitado de pies a cabeza, con un vestido de lino de un blanco impoluto y las manos entrelazadas sobre su regazo, Menjeperreseneb observaba a la reina con la tranquilidad que le era propia. Sitiah se había presentado en Karnak con la excusa de rendir una visita al dios Amón, aunque su propósito no fuera otro que el de entrevistarse con su primer profeta, el sumo sacerdote del Oculto. Había elegido aquel lugar para mantenerse alejada de las miradas de palacio, pues la presencia de Menjeperreseneb en él hubiera alimentado no pocas suspicacias.

Sitiah y el primer profeta se sentaron a conversar en una discreta cámara del interior del templo; olía a incienso y a óleos sagrados, y la paz que se respiraba en aquel lugar invitaba a la reflexión y a vaciar el corazón sin temor. El sumo sacerdote ya sabía lo que le preocupaba a la gran esposa real, y se dispuso a escucharla para decidir cuál debía ser su posición en el juego.

—Obvia decirte, santísimo padre, cuál es la naturaleza de mis temores —dijo la reina, sin preocuparse de disimular su disgusto. El sacerdote asintió lentamente—. El dios, mi augusto esposo, ha tomado una nueva reina por la que parece sentirse hechizado. No me extrañaría que hubiera algún tipo de conjuro por medio, dada la situación.

Sitiah se detuvo un momento para observar a su contertulio, mas el semblante de éste semejaba una máscara, carente de expresividad.

—Lo malo de todo esto es que Tutmosis no parece darse cuenta de ello. Su pasión se ha desatado como cuando éramos jóvenes, y como consecuencia Meritre, su nueva esposa, está embarazada —apuntó la reina abriendo más los ojos.

—De seis meses —señaló Menjeperreseneb con suavidad.

Sitiah se quedó perpleja, pero enseguida continuó con la conversación.

—Seguro que entiendes cuál es mi situación —dijo la reina dispuesta a no andarse con rodeos—. Y sobre todo la de mi linaje. —El sacerdote hizo un gesto ambiguo—. El dios se mantiene fuerte y puede que Amón, en su infinita sabiduría, tenga previsto para él una larga vida. La posición de su primogénito, el príncipe Amenemhat, no está lo suficientemente consolidada, y Sejmet puede enfurecerse en cualquier momento y ordenar una desgracia —apuntó la reina.

—Me hago cargo de tu preocupación —replicó el primer profeta con cierta dulzura—. En Kemet este tipo de inconvenientes se han venido repitiendo durante los últimos mil quinientos años.

—El motivo de mi presencia aquí no es hablar de lo que ya sé —replicó Sitiah con altivez—. He venido a proponerte un trato.

Menjeperreseneb fingió sorprenderse.

—Yo sirvo al dios, que me honra con su amistad, como bien sabes, y a toda su casa, de la que tú eres cabeza destacada. También me debo a Kemet, nuestra sagrada tierra, y por supuesto a mi padre Amón, ya que en él está el verdadero poder y la sabiduría.

Sitiah permaneció pensativa mientras miraba fijamente al sa
c
erdote
.
Ella conocía a aquel hombre desde que era niña, tenía una opinión muy clara sobre lo que ocurría dentro de los muros de Karnak, y estaba convencida de que la ambición del Oculto terminaba por devorar a sus hijos más preclaros.

—Amón es poderoso, sin duda —convino la reina—, pero nadie puede asegurar lo que ocurrirá cuando Menjeperre, vida, salud y prosperidad le sean dadas, sea llamado junto a los dioses milenarios. La política del nuevo faraón puede ser un enigma. Quizá no desee mantener más guerras, o no sepa conservar lo que mi marido ha conseguido. Podríamos volver a los tiempos de Hatshepsut, y las riquezas y la abundancia dejarían de llegar a Egipto como hasta ahora. Convendrás conmigo que Karnak nunca ha sido tan poderoso.

—Amón ha demostrado a todos lo que es capaz de hacer —señaló el sacerdote—. Él ha puesto sus ojos en el gran Tutmosis, y lo acompaña a la batalla para que salga victorioso. Por fin su poder es reconocido en su justa medida.

—Y así debe continuar siendo, hasta el final de los días. Mi devoción al Oculto es manifiesta, y mi hija la princesa Beketamón, una de sus adoratrices más piadosas. Por eso estoy aquí.

Menjeperreseneb juntó las palmas de sus manos en tanto miraba con atención a Sitiah. La ausencia de pestañas le daba a su mirada una frialdad que causaba cierta desazón, y a la reina le pareció que ésta era incapaz de transmitir emociones.

—Buscas la verdadera luz que como gran padre sólo Amón puede dar. Él protege a sus hijos y los hace invulnerables. Él ordena el tiempo y también sus circunstancias, y todo lo que ocurre a nuestro alrededor es gobernado por su voluntad. A veces esto es difícil de adivinar para los mortales como nosotros, y son necesarias largas jornadas de ayuno y profunda reflexión.

—Comprendo el alcance de tus palabras. Son sabias y prudentes, como también lo es mi deseo de que Kemet permanezca como hasta ahora durante miles de
hentis.
El padre Amón debe acompañar siempre a los dioses que gobiernen esta tierra, como parte consustancial a su propia realeza. Ambos se beneficiarán con ello, y su poder se extenderá desde las Dos Tierras hasta los confines del imperio —señaló Sitiah.

—Hablas con voz de justificado, y tus palabras son gratas a mi corazón. Mis oídos están prestos para escucharte. Dime lo que me propones.

Una vez que la reina abandonó Karnak, el primer profeta permaneció pensativo en sus estancias durante largo tiempo. Como siempre que iba a tomar alguna decisión, Menjeperreseneb consideraba los aspectos que otros no hubieran considerado. El asunto en sí no entrañaba mayor dificultad, aunque convendría extremar la cautela. Su clero era experto en navegar siempre a favor del viento, y bajo ninguna circunstancia variaría esta política. Él jamás se opondría abiertamente a la voluntad de Tutmosis, del cual era amigo desde la infancia, aunque su verdadero señor fuera única y exclusivamente Amón. Su poder aumentaba de día en día, y las líneas maestras de su política estaban trazadas y bien estudiadas. Sólo el tiempo sería juez en los destinos de los poderes que gobernaban sobre Kemet, y la paciencia y la prudencia eran los únicos requisitos que el Oculto pedía a quienes le servían. Menjeperreseneb se posicionaría como más le conviniese, pero nunca se comprometería con nadie. Siempre dejaría un pasillo por donde escapar.

Mas cierto era que en aquella proposición había más de ganar que de perder. Apenas debía arriesgar en ella, y si en el futuro el padre Amón hubiera decidido que Amenemhat fuera faraón, el templo de Karnak podría sacar un buen beneficio. Era un juego en el que participaban muchas fichas, y el primer profeta las colocaría con arreglo a sus intereses. En una cosa la reina tenía razón: las guerras se habían convertido en una fuente de ingresos de primera magnitud, y las riquezas debían seguir entrando en Karnak como hasta ese momento.

A los pocos días, Sejemjet regresó a casa de Heka. Su alma estaba consumida por la desesperanza, y ansiaba escuchar las sabias palabras de la anciana. Mas al llegar descubrió que la casa se hallaba vacía y extrañamente silenciosa, como suele ocurrir con los lugares que han sido abandonados. El joven tuvo un mal presentimiento que, al poco, una de las vecinas le vino a confirmar.

—La buena de Heka ha pasado a la otra vida —le explicó compungida—. La encontraron muerta hace unos días, y algunos vecinos la llevaron a los embalsamadores para que la prepararan lo mejor posible.

Sejemjet sintió un gran pesar al escuchar aquellas palabras. Su corazón se desbordó por la pena y añadió más desconsuelo a su alma atormentada. Aunque hacía ya muchos años que la vida le había apartado de la anciana, ésta permanecía grabada en su conciencia como la única madre que había conocido. Había cuidado de él, recogiéndolo de la calle, y nunca se había inmiscuido en las decisiones que él había tomado en su vida. Notó cómo las lágrimas se le escapaban sin remisión, y también cómo el frágil lazo que le unía con su pasado se cortaba definitivamente.

—¿Cómo murió? —se atrevió a preguntar en un murmullo.

—Dicen que la picó una cobra. Al parecer tenía la marca de sus colmillos en la espalda. Debió de ocurrir por la noche, pues la hallaron sin vida en su lecho por la mañana —indicó la vecina.

Sejemjet se sorprendió al oír a la señora, pero luego pareció pensativo. Heka llevaba durmiendo con las cobras toda su vida, y tarde o temprano tenía que pasar algo así. Seguramente, el reptil se acurrucaría junto a ella al calor de su cuerpo. Ocurría en muchas ocasiones cuando se dormía en el desierto, al raso. Al descansar tumbado de lado, las serpientes podían acurrucarse pegadas a tu espalda, y al volverte para cambiar de posición era corriente que te picaran al sentirse amenazadas. Algo similar debía de haberle ocurrido a Heka. La mordedura en la espalda indicaba que la anciana se había girado bruscamente, y la cobra había reaccionado como acostumbraba.

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