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Authors: J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno (12 page)

BOOK: El guardián entre el centeno
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Pero, como les iba diciendo, mientras me abrochaba la camisa pensé que aquella vez era mi oportunidad. Se me ocurrió que estaba muy bien eso de practicar con una prostituta por si luego me casaba y todo ese rollo. A veces me preocupan mucho esas cosas. En el Colegio Whooton leí una vez un libro sobre un tío muy elegante y muy sexy. Se llamaba Monsieur Blanchard. Todavía me acuerdo. El libro era horrible, pero el tal Monsieur Blanchard me caía muy bien. Tenía un castillo en la Riviera y en sus ratos libres se dedicaba a sacudirse a las mujeres de encima con una porra. Era lo que se dice un libertino, pero todas se volvían locas por él. En un capítulo del libro decía que el cuerpo de la mujer es como un violín y que hay que ser muy buen músico para arrancarle las mejores notas. Era un libro cursilísimo, pero tengo que confesar que lo del violín se me quedó grabado. Por eso quería tener un poco de práctica por si luego me casaba. ¡Caulfield y su violín mágico! ¡Jo! ¡Es una chorrada, lo admito, pero no tanto como parece! No me importaría nada ser muy bueno para esas cosas. La verdad es que la mitad de las veces cuando estoy con una chica no se imaginan lo que tardo en encontrar lo que busco. No sé si me entienden. Por ejemplo, esa chica de que acabo de hablarles, ésa que por poco me acuesto con ella. Tardé como una hora en quitarle el sostén. Cuando al fin lo conseguí, ella estaba a punto de escupirme en un ojo.

Pero, como les iba diciendo, me puse a pasear por toda la habitación esperando a que apareciera la tal prostituta. Ojalá fuera guapa. Aunque la verdad es que en el fondo me daba igual. Lo importante era pasar el trago cuanto antes. Por fin llamaron a la puerta y cuando iba a abrir tropecé con la maleta que tenía en medio del cuarto y por poco me rompo la crisma. Siempre elijo el momento más oportuno para tropezar con las maletas.

Cuando abrí la puerta vi a la prostituta de pie en el pasillo. Llevaba un chaquetón muy largo y no se había puesto sombrero. Tenía el pelo medio rubio, pero se le notaba que era teñido. Era muy joven.

—¿Cómo está usted? —le dije con un tono muy fino. ¡Jo!

—¿Eres tú el tipo del que me ha hablado Maurice? —me preguntó. No parecía muy simpática.

—¿El ascensorista?

—Sí —dijo.

—Sí, soy yo. Pase, ¿quiere? —le dije. Conforme pasaba el tiempo me iba tranquilizando un poco.

Entró, se quitó el chaquetón y lo tiró sobre la cama. Llevaba un vestido verde. Luego se sentó en una silla que había delante del escritorio y empezó a balancear el pie en el aire. Cruzó las piernas y siguió moviendo el pie. Para ser prostituta estaba la mar de nerviosa. De verdad. Creo que porque era jovencísima. Tenía más o menos mi edad. Me senté en un sillón a su lado y le ofrecí un cigarrillo.

—No fumo —me dijo. Tenía un hilito de voz. Apenas se le oía. Nunca daba las gracias cuando uno le ofrecía alguna cosa. La pobre no sabía. Era una ignorante.

—Permítame que me presente. Me llamo Jim Steele —le dije.

—¿Llevas reloj? —me contestó. Naturalmente le importaba un cuerno cómo me llamara—. Oye, ¿cuántos años tienes?

—¿Yo? Veintidós.

—¡Menuda trola!

Me hizo gracia. Hablaba como una cría. Yo esperaba que una prostituta diría algo así como «¡Menos guasas!» o «¡Déjate de leches!», pero eso de «¡Menuda trola!»…

—Y tú, ¿cuántos años tienes? —le pregunté.

—Los suficientes para no chuparme el dedo —me dijo. Era ingeniosísima la tía—. ¿Llevas reloj? —me preguntó de nuevo. Luego se puso de pie y empezó a sacarse el vestido por la cabeza.

De pronto empecé a notar una sensación rara. Iba todo demasiado rápido. Supongo que cuando una mujer se pone de pie y empieza a desnudarse, uno tiene que sentirse de golpe de lo más cachondo. Pues yo no. Lo que sentí fue una depresión horrible.

—¿Llevas reloj?

—No, no llevo —le dije. ¡Jo! ¡No me sentía poco raro!

—¿Cómo te llamas? —le pregunté. No llevaba más que una combinación de color rosa. Aquello era de lo más desairado. De verdad.

—Sunny —me dijo—. Venga, a ver si acabamos.

—¿No te apetece hablar un rato? —le pregunté. Comprendo que fue una tontería, pero es que me sentía rarísimo—. ¿Tienes mucha prisa?

Me miró como si estuviera loco de remate.

—¿De qué demonios quieres que hablemos? —me dijo.

—De nada. De nada en especial. Sólo que pensé que a lo mejor te apetecía charlar un ratito.

Volvió a sentarse en la silla que había junto al escritorio. Se le notaba que estaba furiosa. Volvió también a balancear el pie en el aire. ¡Jo! ¡No era poco nerviosa la tía!

—¿Te apetece un cigarrillo ahora? —le dije. Me había olvidado de que no fumaba.

—No fumo. Oye, si quieres hablar, date prisa. Tengo mucho que hacer.

De pronto no se me ocurrió nada que decirle. Lo que me apetecía saber era por qué se había metido a prostituta y todas esas cosas, pero me dio miedo preguntárselo. Probablemente no me lo hubiera dicho.

—No eres de Nueva York, ¿verdad? —le pregunté finalmente. No se me ocurrió nada mejor.

—Soy de Hollywood —me dijo. Luego se acercó adonde había dejado el vestido—. ¿Tienes una percha? No quiero que se me arrugue. Acabo de recogerlo del tinte.

—Claro —le dije. Estaba encantado de poder hacer algo. Llevé el vestido al armario y se lo colgué. Tuvo gracia porque cuando lo hice me entró una pena tremenda. Me la imaginé yendo a la tienda y comprándose el vestido sin que nadie supiera que era prostituta ni nada. El dependiente probablemente pensaría que era una chica como las demás. Me dio una tristeza horrible, no sé por qué.

Volví a sentarme y traté de animar un poco la conversación. La verdad es que aquella mujer era una tumba.

—¿Trabajas todas las noches? —le dije. Sonaba horrible, pero no me di cuenta hasta que se lo pregunté.

—Sí.

Había empezado a pasearse por la habitación. Cogió el menú del escritorio y lo leyó.

—¿Qué haces durante el día?

Se encogió de hombros. Estaba muy delgada:

—Duermo. O voy al cine —dejó el menú y me miró—. Bueno, ¿qué? No tengo toda la…

—Verás —le dije—. No me encuentro bien. He pasado muy mala noche. De verdad. Te pagaré pero no te importará si no lo hacemos, ¿no? ¿Te molesta?

La verdad es que no tenía ninguna gana de acostarme con ella. Estaba mucho más triste que excitado. Era todo deprimentísimo, sobre todo ese vestido verde colgando de su percha. Además no creo que pueda acostarme nunca con una chica que se pasa el día entero en el cine. No creo que pueda jamás.

Se me acercó con una expresión muy rara en la cara, como si no me creyera.

—¿Qué te pasa? —me dijo.

—No me pasa nada. —¡Jo! ¡No me estaba poniendo poco nervioso!—. Es sólo que me han operado hace poco.

—Sí, ¿eh? ¿De qué?

—Del… ¿cómo se llama? Del clavicordio.

—¿Sí? ¿Y qué es eso?

—¿El clavicordio? —le dije—. Verás, es como si fuera la espina dorsal. Está al final de la columna vertebral.

—¡Vaya! —me dijo—. ¡Qué mala suerte!

Luego se me sentó en las rodillas:

—Eres muy guapo —me dijo.

Me puse tan nervioso que seguí mintiendo como loco.

—Todavía no me he recuperado de la operación —le dije.

—Te pareces a un actor de cine. ¿Sabes cuál digo? ¿Cómo se llama?

—No lo sé —le dije. No había forma humana de que se levantara.

—Claro que lo sabes. Salía en una película de Melvin Douglas. El que hacía de hermano pequeño. El que se cae de la barca. Seguro que sabes cuál es.

—No. Voy al cine lo menos posible.

De pronto se puso a hacer unas cosas muy raras, unas groserías horrorosas.

—¿Te importaría dejarme en paz? —le dije—. No tengo ganas. Acabo de decírtelo. Me han operado hace poco.

No se levantó, pero me echó una mirada asesina.

—Oye —me dijo—. Estaba durmiendo cuando ese cretino de Maurice me despertó para que viniera. Si crees que voy a…

—Te he dicho que te pagaré y voy a hacerlo. Tengo mucho dinero. Pero es que me estoy recuperando de una operación y…

—Entonces, ¿para qué le dijiste a Maurice que te mandara una chica a tu habitación si te acababan de operar del…? ¿Cómo se llama eso?

—Creí que estaba mejor de lo que estoy. Me equivoqué en mis cálculos. Me he precipitado, de verdad. Lo siento. Si te levantas un momento, iré a buscar mi cartera.

Estaba furiosísima, pero se levantó para dejarme ir a coger el dinero. Saqué de la cartera un billete de cinco dólares y se lo di.

—Gracias —le dije—. Un millón de gracias.

—Me has dado cinco y son diez.

Iba a ponerse pesada. La veía venir. Me lo estaba temiendo hacía rato, de verdad.

—Maurice dijo cinco —le contesté—. Dijo que quince hasta el mediodía y cinco por un polvo.

—Diez por un polvo.

—Dijo cinco. Lo siento muchísimo, pero no pienso soltar un céntimo más.

Se encogió de hombros como había hecho antes y luego dijo muy fríamente:

—¿Te importaría darme mi vestido, o es demasiada molestia?

Daba miedo la tía. A pesar de la vocecita que tenía. Si hubiera sido una prostituta vieja con dos dedos de maquillaje en la cara, no habría dado tanto miedo.

Me levanté y le di el vestido. Se lo puso y luego recogió el chaquetón que había dejado sobre la cama.

—Adiós, pelagatos —dijo.

—Adiós —le contesté. No le di las gracias ni nada. Y luego me alegré de no habérselas dado.

Capítulo 14

Cuando Sunny se fue me quedé sentado un rato en el sillón mientras me fumaba un par de cigarrillos. Empezaba a amanecer. ¡Jo! ¡Qué triste me sentía! No se imaginan lo deprimido que estaba. De pronto empecé a hablar con Allie en voz alta. Es una cosa que suelo hacer cuando me encuentro muy deprimido. Le digo que vaya a casa a recoger su bicicleta y que me espere delante del jardín de Bobby Fallon. Bobby era un chico que vivía muy cerca de nuestro chalet en Maine, pero de eso hace ya muchos años. Una vez, Bobby y yo íbamos a ir al Lago Sedebego en bicicleta. Pensábamos llevarnos la comida y una escopeta de aire comprimido. Éramos unos críos y pensábamos que con eso podríamos cazar algo. Allie nos oyó y quiso venir con nosotros, pero yo le dije que era muy pequeño. Así que ahora, cuando me siento muy deprimido, le digo: «Bueno, anda. Ve a recoger la bici y espérame delante de la casa de Bobby. Date prisa». No crean que no le dejaba venir nunca conmigo. Casi siempre nos acompañaba. Pero aquel día no le dejé. Él no se enfadó —nunca se enfadaba por nada—, pero siempre me viene ese recuerdo a la memoria cuando me da la depresión.

Al final me desnudé y me metí en la cama. Tenía ganas de rezar o algo así, pero no pude hacerlo. Nunca puedo rezar cuando quiero. En primer lugar porque soy un poco ateo. Jesucristo me cae bien, pero con el resto de la Biblia no puedo. Esos discípulos, por ejemplo. Si quieren que les diga la verdad no les tengo ninguna simpatía. Cuando Jesucristo murió no se portaron tan mal, pero lo que es mientras estuvo vivo, le ayudaron como un tiro en la cabeza. Siempre le dejaban más solo que la una. Creo que son los que menos trago de toda la Biblia. Si quieren que les diga la verdad, el tío que me cae mejor de todo el Evangelio, además de Jesucristo, es ese lunático que vivía entre las tumbas y se hacía heridas con las piedras. Me cae mil veces mejor que los discípulos. Cuando estaba en el Colegio Whooton solía hablar mucho de todo esto con un chico que tenía su habitación en el mismo pasillo que yo y que se llamaba Arthur Childs. Era cuáquero y leía constantemente la Biblia. Aunque era muy buena persona nunca estábamos de acuerdo sobre esas cosas, especialmente sobre los discípulos. Me decía que si no me gustaban es que tampoco me gustaba Jesucristo. Decía que como Él los había elegido, tenían que caerte bien por fuerza. Yo le contestaba que claro que Él los había elegido, pero que los había elegido al aliguí, que Cristo no tenía tiempo de ir por ahí analizando a la gente. Le decía que no era culpa de Jesucristo, que no era culpa suya si no tenía tiempo para nada. Recuerdo que una vez le pregunté a Childs si creía que Judas, el traidor, había ido al infierno. Childs me dijo que naturalmente que lo creía. Ése era exactamente el tipo de cosas sobre el que nunca coincidía con él. Le dije que apostaría mil dólares a que Cristo no había mandado a Judas al infierno, y hoy los seguiría apostando si los tuviera. Estoy seguro de que cualquiera de los discípulos hubiera mandado a Judas al infierno —y a todo correr—, pero Cristo no. Childs me dijo que lo que me pasaba es que nunca iba a la iglesia ni nada. Y en eso tenía razón. Nunca voy. En primer lugar porque mis padres son de religiones diferentes y todos sus hijos somos ateos. Si quieren que les diga la verdad, no aguanto a los curas. Todos los capellanes de los colegios donde he estudiado sacaban unas vocecitas de lo más hipócrita cuando nos echaban un sermón. No veo por qué no pueden predicar con una voz corriente y normal. Suena de lo más falso.

Pero, como les iba diciendo, cuando me metí en la cama se me ocurrió rezar, pero no pude. Cada vez que empezaba se me venía a la cabeza la cara de Sunny llamándome pelagatos. Al final me senté en la cama y me fumé otro cigarrillo. Sabía a demonios. Desde que había salido de Pencey debía haberme liquidado como dos cajetillas.

De pronto, mientras estaba allí fumando, llamaron a la puerta. Pensé que a lo mejor se habían equivocado, pero en el fondo estaba seguro de que no. No sé por qué, pero lo sabía. Y además sabía quién era. Soy adivino.

—¿Quién es? —pregunté. Tenía bastante miedo. Para esas cosas soy muy cobarde.

Volvieron a llamar. Más fuerte.

Al final me levanté de la cama y tal como estaba, sólo con el pijama, entreabrí la puerta. No tuve que dar la luz porque ya era de día. En el pasillo esperaban Sunny y Maurice, el chulo del ascensor.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieren? —dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz!

—Nada de importancia —dijo Maurice—. Sólo cinco dólares.

Él hablaba por los dos. La tal Sunny se limitaba a estar allí, a su lado, con la boca entreabierta.

—Ya le he pagado. Le he dado cinco dólares. Pregúnteselo a ella —le dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz!

—Son diez dólares, jefe. Ya se lo dije. Diez por un polvo, quince hasta el mediodía. Se lo dije bien clarito.

—No es verdad. Cinco por un polvo. Dijo que quince hasta el mediodía, pero…

—Abra, jefe.

—¿Para qué? —le dije. ¡Dios mío! Me latía el corazón como si fuera a escapárseme del pecho. Al menos me habría gustado estar vestido. Es horrible estar en pijama en medio de una cosa así.

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