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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (4 page)

BOOK: El guardián de los niños
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y el fuerte puede ser débil,

mientras a diario los borregos atestan los trenes.

Otras letras trataban del poder, la oscuridad, la medicina y las sombras de la luna. Ese verano Jan lo escuchó sin parar hasta que se aprendió las canciones de memoria; sentía que Rami le cantaba a él. ¿Por qué no? Hasta había una canción en el disco en cuya letra aparecía el nombre «Jan».

A mediados de agosto unos cuantos niños nuevos comenzaron el curso en las diferentes clases de la guardería. Uno de ellos era especial: un niño de marcados rizos rubios.

Jan se encontraba a la entrada de Lince cuando el niño apareció caminando. En realidad primero vio a la madre del niño; Jan creyó reconocerla. ¿Una famosa o una antigua conocida? Quizá solo fuera porque la madre parecía mayor. Entre treinta y cinco y cuarenta años, una edad bastante avanzada para tener un niño en la guardería.

Luego Jan reparó en el niño: pequeño y delgado como un palillo, pero con grandes ojos azules. Tendría cinco o seis años. Tenía el cabello dorado, igual que Jan a su edad, y vestía una ajustada chaqueta roja. Se acercaba a la guardería caminando de la mano de su madre, pero pasaron de largo Lince, la clase de Jan, y se dirigieron a la puerta de Oso Pardo.

Formaban una extraña pareja, pensó; la madre era alta y delgada, y vestía una chaqueta de cuero marrón claro con cuello de piel; en cambio, su hijo era tan bajito que apenas le llegaba a las rodillas. El niño avanzaba a pasos apresurados para mantener el ritmo de su madre.

La ropa de abrigo del niño parecía demasiado fina para combatir el frío otoñal. Deberían comprarle una nueva.

Jan había abierto la puerta de Lince para entrar al calor de la clase con media docena de niños alrededor, pero se detuvo cuando aparecieron la madre y el pequeño caminando, y los observó. El niño tenía los ojos fijos en el suelo, pero la madre le lanzó una rápida mirada y asintió de forma impersonal con la cabeza. Para ella él era un extraño, un cuidador de niños sin nombre. Jan le devolvió el saludo, y permaneció el tiempo suficiente en la puerta para ver cómo subían la cuesta y abrían la puerta de Oso Pardo.

De la puerta colgaba un oso pardo de masonita, y de la que Jan había abierto a los niños, un lince amarillo. Dos carnívoros del bosque. Desde el primer momento en que Jan entró a trabajar en la guardería en verano, los nombres le resultaron inadecuados: los linces y los osos no eran unos animales cualesquiera, eran depredadores.

El niño y su madre ya habían desaparecido. Jan no podía quedarse en la puerta, tenía que trabajar. Se incorporó a su grupo, pero no pudo olvidar el breve encuentro.

En los ordenadores de la guardería había una lista conjunta de los niños de las distintas clases, y antes de regresar a casa acompañado de la música de Rami, Jan se introdujo en el despacho de secretaría para conocer el nombre del niño nuevo de Oso Pardo.

Lo encontró en un momento: William Halevi, hijo de Roland y Emma Halevi.

Jan se quedó un buen rato mirando los tres nombres. Había una dirección también, pero por ahora no la necesitaba. Le bastaba con saber que el pequeño William estaría en la clase vecina durante todo el otoño, a solo una puerta de distancia.

4

—¿Quieres un café, Jan? —pregunta Marie-Louise.

—Sí, gracias.

—¿Con leche?

—No, gracias.

Marie-Louise es la directora de Calvero. Debe de tener entre cincuenta y sesenta años, cabello gris claro rizado y profundas arrugas en torno a los ojos propias de una personalidad risueña: sonríe sin parar y parece desear que todos a su alrededor, tanto grandes como pequeños, se sientan a gusto.

Y Jan se encuentra realmente a gusto. No sabe cómo se había esperado que fuera la guardería, pero aquí dentro no se siente en absoluto el muro de hormigón que pasa junto a Calvero a solo unos metros de distancia.

Después de los fríos pasillos de Patricia y la blanca oficina de Högsmed, Jan ha llegado a un mundo bañado de arco iris donde los ondulados dibujos de los niños llenan las paredes, donde en la entrada hay ordenadas sillas amarillas y verdes para los niños y en el cuarto de juegos hay grandes cajones repletos de animales de peluche y libros ilustrados. El aire está un poco viciado, como en todos los locales donde los niños acaban de jugar.

Jan ha pasado por muchas escuelas infantiles luminosas y limpias, pero, nada más entrar, Calvero le transmite una sensación de tranquilidad que inunda todo su cuerpo. Hay armonía en esta pequeña casa: resulta «acogedora».

Justo ahora reina el silencio allí dentro, ya que los niños duermen la siesta en el cuarto de los cojines. Esa es la razón por la que todo el personal puede estar reunido.

Marie-Louise está sentada a la mesa con tres colegas. Dos son mujeres. Lilian, cabello corto recogido, treinta y cinco años. Tiene un aire triste en los ojos que intenta ocultar: Lilian habla mucho, se mueve con nerviosismo y ríe un poco demasiado alto. Hanna, su compañera, cabello rubio lacio, tres años menos. Viste una blusa blanca y vaqueros rosa. Bonitos ojos azules; sobre todo, permanece sentada en silencio.

Lilian y Hanna no se parecen, pero tienen aficiones comunes. En medio de la pausa salen a la calle a fumar al otro lado de la valla, a través de la ventana parecen íntimas. Lilan murmura algo y Hanna asiente.

Cuando Marie-Louise mira a las dos fumadoras se le frunce ligeramente el ceño. Cuando regresan, vuelve a esbozar una sonrisa.

Marie-Louise sonríe con más frecuencia al cuarto empleado de la guardería: Andreas. Él no fuma, solo consume snus, y con sus anchas espaldas parece más un trabajador de la construcción que un cuidador de niños. Andreas transmite seguridad; nada parece preocuparle.

Högsmed, el médico jefe, también está sentado a la mesa. Comenzó presentando a Jan y lo llamó «el candidato masculino» —lo que reveló que, como mínimo, había pensado en otra persona más para el puesto— pero después de eso Högsmed ha dejado hablar al personal.

Pero ¿de qué pueden hablar? Jan acaba de leer las normas para el personal y no piensa incumplirlas, no ese día. Así que no puede preguntar nada sobre el hospital Santa Patricia, no puede hablar de los niños. Busca un tema de conversación.

—¿Quién fue santa Patricia? —pregunta al fin.

El doctor lo mira.

—Una santa, claro.

—Pero ¿qué hizo? ¿Cuándo vivió? ¿Lo sabéis?

Como respuesta, recibe silencio y negaciones con la cabeza.

—Aquí no nos ocupamos mucho de los santos —responde Högsmed, y sonríe severo.

Se hace de nuevo el silencio, así que Jan le pregunta a Marie-Louise por los horarios.

—Ahora mismo Calvero está operativo las veinticuatro horas del día —responde—. De momento tenemos a tres niños a los que no han asignado casas de acogida, así que también pasan aquí la noche. —Hace una pausa—. Jan, ¿sería un problema para ti ser el único responsable nocturno?

—En absoluto.

Algo golpea ligeramente la ventana junto a Jan, y al volver la cabeza ve que ha comenzado a llover. Al poco tiempo repiquetean gruesas gotas contra el cristal. Tras ellas se vislumbra el muro de hormigón y el hospital. Se queda mirando la clínica a lo lejos hasta que Lilian le pregunta:

—¿Tienes familia, Jan?

Esa pregunta es nueva. ¿Es Lilian una amante de la familia? Esboza una sonrisa involuntaria.

—Sí… Un hermano pequeño que estudia medicina en Londres y mi madre, que vive en Nordbro. Pero no estoy casado… y tampoco tengo hijos.

—¿Novia, quizá? —se apresura a interrogar.

Jan abre la boca despacio, pero Marie-Louise se inclina sobre la mesa con una expresión algo preocupada y dice en voz baja:

—Lilian, eso son asuntos privados.

Jan observa a Lilian y a Hanna, ninguna de ellas lleva anillo de casada en la mano izquierda. Niega deprisa con la cabeza. «No.» Eso puede significar que está soltero o que no desea responder.

—¿A qué dedicas tu tiempo libre, Jan?

Es una pregunta del doctor Högsmed.

—Hago un poco de todo —contesta—. Me gusta la música, toco un poco la batería… y también dibujo.

—¿Qué dibujas?

Jan duda qué responder: esto también comienza a resultarle personal.

—Trabajo en una historieta… un antiguo proyecto.

—Vaya… ¿Para algún periódico?

—No. Ni siquiera está terminada.

—Puedes enseñársela a los niños —interviene Marie-Louise—. Les leemos muchos libros.

Jan asiente, pero duda que los niños de la escuela infantil quieran leer la historia de El Tímido. Contiene demasiado odio.

De repente se oye un grito desde el cuarto de los cojines. Marie-Louise se queda paralizada. Andreas gira la cabeza.

—Me parece que era Matilda —dice él en voz baja.

—Sí —apunta Marie-Louise—. Matilda tiene muchas pesadillas.

—Es su imaginación —señala Lilian—. Matilda se pasa todo el tiempo fantaseando.

Eso es todo lo que Jan les oye comentar sobre los niños, y después vuelve a reinar el silencio alrededor de la mesa. Todos parecen esperar más gritos desde el cuarto de los cojines, pero no se oye ninguno.

Högsmed se restriega los ojos y mira el reloj.

—Bueno, Jan, quizá quieras irte a casa.

—Sí… creo que ya es hora.

Capta la indirecta: el doctor quiere que se vaya. Desea escuchar la opinión de los cuatro empleados sobre el candidato masculino.

—Te llamaré, Jan… tengo tu número.

Jan se despide de todos con una amable sonrisa y un fuerte apretón de manos.

Fuera, la lluvia otoñal ha seguido su curso.

No se ve a nadie junto a los muros del hospital cuando atraviesa la valla de Calvero. Pero Santa Patricia parece cobrar vida: la lluvia ha oscurecido la fachada y el hospital parece un gran coloso de piedra que se inclina sobre la escuela infantil.

Jan se detiene junto al muro y contempla el hospital. Todas las ventanas. Espera a que alguien se asome allá a lo lejos: una cabeza que se mueve tras la reja, o una mano que se apoya en el cristal. Pero no sucede nada, y al cabo de un rato le preocupa un poco que le vea algún guardia y crea que allí hay un loco observando el edificio. Retoma el camino y echa una última mirada a la escuela infantil.

Por alguna razón misteriosa, el alto muro de Santa Patricia le resulta fascinante, pero tiene que dejar de pensar en ello. Debe concentrarse en Calvero, la casita de los niños durmientes.

Las escuelas infantiles son oasis de paz y seguridad.

Desea que le den el puesto, aunque todavía tiene los nervios de punta tras el examen de Högsmed. Por la «prueba de los sombreros». Y, aún más, por la conversación con su antiguo centro de trabajo.

Pero lo que ocurrió en Lince no sucedería en Calvero.

Entonces era joven, un cuidador de niños de veinte años. Y estaba totalmente desequilibrado.

5

La tormenta ha pasado; en Valla el viento otoñal es frío y moderadamente fuerte. La ciudad se encuentra en una hondonada a los pies de Jan, mientras regresa a través de las urbanizaciones, pasa la vía del tren y baja hasta las calles comerciales. Están repletas de quinceañeros y jubilados. Los jóvenes se paran delante de las tiendas, los mayores están sentados en los bancos. Ve un perro con correa y pequeños grupos de pájaros alrededor de las papeleras, pero apenas niños.

El próximo tren a Gotemburgo sale dentro de una hora, así que Jan tiene tiempo de sobra para pasear. Mientras camina por Valla piensa, por primera vez, en cómo sería vivir allí. Ahora es un visitante, pero si consigue el trabajo en la escuela infantil tendrá que mudarse.

De pronto, mientras pasea por Storgatan, suena su teléfono. Sopla un viento fuerte; busca algo de refugio junto a una pared de ladrillo y contesta.

—¿Jan?

Es una voz gruñona y apagada, su anciana madre. Continúa sin esperar respuesta:

—¿Qué haces? ¿Estás en Gotemburgo?

—No, he tenido… una entrevista de trabajo.

Siempre le costaba hablar con su madre de a qué se dedicaba. Le resultaba demasiado personal.

—Entrevista de trabajo, suena bien. ¿Es en el centro?

—No, en las afueras.

—Entonces no te molesto…

—No importa, mamá.

—¿Cómo está Alice?

—Bueno… Está bien. Trabajando.

—Me gustaría que vinierais a verme alguna vez. Los dos.

Jan guarda silencio.

—¿Quizá más adelante, en otoño? —propone su madre.

Jan no aprecia crítica alguna en su voz, apenas el callado deseo de una viuda solitaria.

—Sí, iré en otoño —responde Jan—, y le… le preguntaré a Alice.

—Bien. Y buena suerte. Piensa que también te tiene que gustar el empleador.

Jan se apresura a darle las gracias y apaga el móvil.

«Alice.» Alguna vez se le había ocurrido pronunciar ese nombre ante su madre, y poco a poco ha tomado forma hasta convertirse en la novia del hijo. No hay ninguna Alice en su vida, es una fantasía: y ahora su madre quiere conocerla. En algún momento tendrá que contarle la verdad.

Da una vuelta por el centro de Valla y ve grandes escaparates, pero ninguna iglesia. Tampoco ningún cementerio.

Hay un museo provincial junto al arroyo, con una pequeña cafetería. Jan entra y compra un sándwich. Se sienta junto a la ventana y mira la estación de autobuses.

No conoce a nadie en Valla: ¿eso es aterrador o liberador? La ventaja es que un extraño puede empezar una nueva vida, y elegir qué detalles cuenta en caso de que alguien le pregunte de dónde procede. Cuantas menos respuestas, mejor. No necesita decir ni una sola palabra sobre su vida anterior. Ni una palabra sobre Alice Rami.

Pero es su adoración por ella lo que ha traído a Jan hasta aquí.

Recibió el soplo sobre el hospital Santa Patricia a principios de junio, cuando finalizaba su última suplencia en una escuela infantil de Gotemburgo. Fue una noche bastante divertida, incluso se sintió casi alegre.

Estaba solo con un grupo de mujeres, como de costumbre. Las compañeras de la escuela infantil le habían invitado a un restaurante para agradecerle el tiempo pasado con ellas y él había aceptado. Después había hecho algo excepcional: las invitó a su pequeño apartamento en Johanneberg. Un pequeño piso realquilado de una habitación.

¿A qué podría invitarlas? Él casi nunca bebía alcohol, apenas soportaba el sabor.

—Si queréis venir a casa, creo que tengo unas patatas fritas.

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