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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El Gran Sol de Mercurio (7 page)

BOOK: El Gran Sol de Mercurio
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—Desde luego. Me ocuparé enseguida de ello. No me extraña que quisiera verme. Gran Espacio... —Se puso en pie como si fuera incapaz de seguir hablando e hizo ademán de marcharse.

Pero Lucky le detuvo.

—Espere, esto es sólo una cosa insignificante. Tenemos otras cosas de qué hablar. Por cierto, antes de que me olvide..., me ha parecido que no estaba de acuerdo con la opinión del doctor Peverale sobre los sirianos.

Cook frunció el ceño.

—Preferiría no hablar de eso.

—Le he estado observando mientras él exponía su punto de vista. Creo que no está usted de acuerdo con él.

Cook volvió a sentarse. Sus huesudos dedos se enlazaron en un fuerte apretón y dijo: —Es ya muy viejo. Está obsesionado con los sirianos desde hace años. Es una verdadera psicosis. Los ve hasta debajo de su cama. Les echa la culpa de todo. Si nuestras placas están sobreexpuestas, ellos tienen la culpa. Desde que ha vuelto de Sirio está peor que nunca, por lo que, según él, tuvo que pasar.

—¿Y qué tuvo que pasar?

—Ninguna cosa horrible, me imagino. Pero le pusieron en cuarentena. Le asignaron un edificio aparte. A veces eran demasiado educados. Otras veces eran demasiado bruscos. No había forma de contentarle, me imagino. Después le asignaron un robot positrónico para que se encargara de su servicio personal.

—¿Tampoco eso le gustó?

—Dice que lo hicieron para no tener que acercarse a él. Lo que yo creo es que se lo tomaba todo como un insulto.

—¿Estaba usted con él?

Cook meneó la cabeza.

—Sirio no hubiera aceptado a más de un representante, y él es mi superior. Tendría que haber ido yo. Él es demasiado viejo, realmente... demasiado viejo.

Cook hablaba con una especie de ensimismamiento. De pronto, levantó los ojos. —Por cierto, todo esto es confidencial.

—Completamente —le aseguró Lucky.

—¿Y su amigo? —preguntó Cook con inseguridad—. Es decir, no dudo de su sentido del honor, pero es un poco, uh, impulsivo.

—Oiga —dijo Bigman, poniéndose en tensión.

La mano de Lucky se posó cariñosamente sobre la cabeza del pequeño marciano y le revolvió el cabello.

—Es verdad que es un poco impulsivo —dijo—, tal como ha visto usted en la mesa. No siempre puedo detenerle a tiempo y a veces, cuando está irritado, usa la lengua y los puños en vez de la cabeza. Es algo que nunca puedo evitar. Sin embargo, cuando le pido que guarde silencio acerca de algo concreto él guarda silencio, y no hay nada más de qué hablar.

—Gracias —dijo Cook.

Lucky prosiguió:

—Para volver a mi primera pregunta: ¿Está de acuerdo con el doctor Peverale respecto a los sirianos en este caso particular?

—No. ¿Cómo iban a haberse enterado del Proyecto Luz, y para qué les interesaría? No creo que vayan a enviar naves y hombres, arriesgándose a tener problemas con el sistema solar, sólo para romper unos cuantos cables. Claro que, debo decirle que el doctor Peverale se siente herido desde hace tiempo...

—¿En qué forma?

—Bueno, Mindes y su grupo se establecieron aquí mientras él estaba en Sirio. Al volver los encontró aquí. Ya sabía que vendrían algún día, porque hace años que está planeado así. Sin embargo, para él fue un choque muy grande volver y encontrarlos aquí.

—¿Ha intentado librarse de Mindes?

—Oh, no, nada de eso. Ha sido muy amable con él. Es sólo que todo esto le hace pensar que algún día, quizá muy pronto, será reemplazado y supongo que no quiere imaginárselo siquiera. Así que para él representa una gran satisfacción iniciar un paran ataque contra los sirianos. Es su punto débil, ¿comprende?

Lucky asintió, y después dijo:

—Óigame, ¿ha estado alguna vez en Ceres?

Cook pareció sorprendido ante el cambio de tema, pero repuso:

—Ocasionalmente. ¿Por qué?

—¿Con el doctor Peverale? ¿Solo?

—Normalmente, con él. Va con más frecuencia que yo.

Lucky esbozó una sonrisa.

—¿Estaba usted allí cuando los piratas atacaron Ceres el año pasado?

Cook también sonrió.

—No, pero el viejo sí. Hemos oído la historia más de una vez. Se puso furioso. No está prácticamente nunca enfermo, y aquella vez se encontraba fuera de combate. Se lo perdió todo.

Lucky dijo sonriendo:

—Bueno, es la vida... Y ahora, creo que lo mejor será ocuparnos de lo más importante. No querría molestar al doctor Peverale. Como usted mismo ha dicho, es ya muy viejo. Usted es su segundo y mucho más joven...

—Sí, naturalmente. ¿Qué desea?

—Se trata de las minas. Me imagino que en alguna parte del Centro debe haber mapas, gráficas, archivos, algo que nos informe sobre a disposición de los principales pozos y galerías. Evidentemente, no podemos buscarlos al azar.

—Estoy seguro de que algo hay —convino Cook.

—¿Puede usted conseguirlos y, si no es demasiado pedir, estudiarlos con nosotros?

—Sí, naturalmente.

—Que usted sepa, doctor Cook, las minas están en buenas condiciones, ¿verdad? Quiero decir, ¿no hay peligro de derrumbamiento o algo así?

—Oh, no, estoy seguro de que no. Nosotros estamos situados justo encima de algunos pozos, y tuvimos que recurrir a la ingeniería cuando levantamos el Observatorio. Los pozos están bien reforzados y son absolutamente seguros, en particular con la gravedad de Mercurio.

—¿Y puede usted decirme —preguntó Bigman— por qué se clausuraron las minas, si estaban en tan buenas condiciones?

—Una buena pregunta —dijo Cook, y una pequeña sonrisa alteró su expresión de constante melancolía—. ¿Qué quiere: la explicación verdadera o la interesante?

—Las dos —dijo Bigman sin vacilar.

Cook, tras ofrecer sendos cigarrillos que fueron rechazados, golpeó el suyo contra la palma de la mano y lo encendió con aspecto abstraído.

—La verdad es ésta: Mercurio es muy denso, y esperábamos que constituyera una rica fuente de metales pesados: plomo, plata, mercurio y platino. Resultó serlo, quizá no tan rica como habíamos supuesto, pero sí bastante. Desgraciadamente, no fue rentable. El mantenimiento de las minas y el transporte del mineral a la Tierra e incluso a la Luna para su proceso encareció demasiado los precios.

»En cuanto a la explicación interesante, es una cuestión totalmente distinta. Cuando se estableció el Observatorio hace cincuenta años, las minas ya constituían un verdadero problema, a pesar de que algunos de los pozos estaban ya cerrados. Los primeros astrónomos: se enteraron de algunas historias por medio de los mineros y las comunicaron a los recién llegados. Forman parte de la leyenda mercuriana.

—¿Qué historias? —inquirió Bigman.

—Parece ser que algunos mineros fallecieron en los pozos. .

—¡Arenas de Marte! —exclamó Bigman con irritación—. Esto es algo que ocurre en todas partes. ¿Acaso cree que viviremos eternamente?

—Murieron helados.

—¿Cómo?

—Fue una congelación misteriosa. En aquellos días, los pozos estaban bastante bien acondicionados y sus unidades caloríficas funcionaban normalmente. Al pasar de boca en boca, las historias fueron exagerándose, y llegó un momento en que los mineros no querían bajar a los pozos principales sin ir en grupo, se negaban a bajar a los pozos secundarios, y las minas tuvieron que clausurarse.

Lucky asintió. Dijo:

—¿Nos conseguirá los planos de las minas?

—Enseguida. También me ocuparé de cambiarle el traje aislante.

Se llevaron a cabo los preparativos como si de una gran expedición se tratara. Se obtuvo y probó un nuevo traje aislante, para reemplazar al que había sido cortado. Al fin y al cabo, en el lado oscuro sólo se necesitaban trajes espaciales normales.

Se encontraron y estudiaron los mapas. Junto con Cook, Lucky esbozó una posible ruta de expedición, siguiendo los pozos principales.

Lucky dejó que Bigman se encargara de empaquetar las unidades adjuntas con comida homogeneizada y agua (que podía tragarse incluso estando dentro del traje), comprobara la carga de las unidades energéticas y la presión de los tanques de oxígeno, e inspeccionara el funcionamiento de la unidad de eliminación y el reciclador de humedad.

Por su parte, él hizo un pequeño viaje a su nave, la Shooting Starr. Hizo el viaje por la superficie, llevando un paquete, de cuyo contenido no habló con Bigman. Regresó sin él pero llevando dos pequeños objetos que parecían gruesas hebillas de cinturón, ligeramente curvadas, de acero opaco, y un rectángulo de color rojo vidrioso en el centro.

—¿Qué es eso? —preguntó Bigman.

—Micro ergómetros experimentales —repuso Lucky—. Ya sabes, como los ergómetros de la nave, a excepción de que ésos están atornillados al suelo.

—¿Qué pueden detectar esas cosas?

—Nada a un par de cientos de miles de kilómetros, igual que el ergómetro de una nave, pero puede detectar energía atómica a más de quince kilómetros. Mira, Bigman, se activa por aquí. ¿Lo ves?

Lucky ejerció presión con la uña del pulgar sobre una pequeña ranura a un lado del mecanismo. Una astilla de metal entró en ella, salió, e instantáneamente el fragmento rojo de la superficie se iluminó. Lucky giró el minúsculo ergómetro en una y otra dirección. En una posición específica, el fragmento rojo brilló con la energía de una nova.

—Probablemente —dijo Lucky— ésta sea la dirección de la planta de energía del Centro. Ahora ajustaremos el mecanismo en el cero. Es un poco delicado.

Ajustó laboriosamente dos pequeños controles tan escondidos que eran casi invisibles y sonrió mientras lo hacía, con el simpático rostro iluminado de placer.

—¿Sabes, Bigman? No hay vez que visite a tío Héctor y no me cargue con los últimos aparatos del Consejo. Dice que, con los peligros que tú y yo corremos continuamente (ya sabes cómo habla), los necesitamos. Sin embargo, a veces creo que sólo quiere utilizarnos como probadores de sus instrumentos. No obstante, éste puede ser útil.

—¿Para qué, Lucky?

—Para una cosa, Bigman; si hay sirianos en las minas, tendrán una pequeña central de energía atómica. Han de tenerla. Necesitan energía para calefacción, para electrolizar el agua, y cosas por el estilo. Este ergómetro la detectará a cierta distancia. Y para otra cosa...

Guardó silencio, y los labios de Bigman se contrajeron de disgusto. Sabía lo que ese silencio significaba. Lucky tenía ciertas ideas que, según diría más tarde, eran demasiado vagas para comentar.

—¿Es para mí uno de los ergómetros? —preguntó.

—Por supuesto —dijo Lucky, tirándole uno de los ergómetros que Bigman atrapó en el aire.

Hanley Cook estaba aguardándoles cuando salieron de su habitación, con los trajes puestos y los cascos debajo del brazo.

Dijo:

—He pensado conducirles hasta la entrada más cercana a los pozos.

—Gracias —repuso Lucky.

Era la fase final del período de reposo establecido en el Centro. Los seres humanos siempre fijaban una alternativa de sueño y trabajo similar a la terrestre, incluso donde no había días ni noches para guiarles. Lucky había escogido esta hora a propósito, ya que no quería entrar en las minas a la cabeza de una procesión de curiosos. En esto, el doctor Peverale había cooperado.

Los pasillos del Centro estaban vacíos. Las luces se hallaban amortiguadas. Y mientras andaban, un pesado silencio pareció envolverlos mientras el ruido de sus pasos sonaba aún más fuerte.

Cook se detuvo.

—Esta es la Entrada Dos.

Lucky respondió:

—Muy bien. Espero que volvamos a vernos pronto.

—Eso espero yo también.

Cook abrió la puerta con su gravedad habitual, mientras Lucky y Bigman se ponían los cascos, introduciéndolos firmemente a lo largo de las junturas paramagnéticas. Lucky aspiró la primera bocanada de aire envasado casi con placer, tan acostumbrado estaba a él.

Lucky entró primero, seguido por Bigman, en la esclusa de aire. La puerta se cerró tras ellos.

Lucky dijo: —¿Listo, Bigman?

—Por supuesto, Lucky.

Sus palabras resonaron en el receptor radiofónico de Lucky, y su pequeña figura no fue más que una sombra en la extrema penumbra de la esclusa. Entonces se abrió la pared opuesta. Sintieron el chorro de aire que se disolvía en el vacío, y volvieron a pasar a través de la abertura.

Con un simple toque a los controles exteriores, la pared se cerró nuevamente tras ellos. Esta vez, la luz desapareció totalmente.

Rodeados por la más completa oscuridad, se encontraron en el interior de las vacías y silenciosas minas de Mercurio.

7. LAS MINAS DE MERCURIO

Encendieron las luces de sus trajes y la oscuridad disminuyó a lo largo de un reducido espacio. Iluminaron un túnel que se extendía ante ellos, aunque el final quedó sumido en la oscuridad. El haz de luz tenía el habitual filo vivo inevitable en el vacío. Todo lo que se hallaba fuera del campo directo de la luz permanecía completamente negro.

El hombre alto procedente de la Tierra y su bajo compañero procedente de Marte se enfrentaron con esa oscuridad y siguieron adentrándose en las entrañas de Mercurio.

Al resplandor, de las luces de sus trajes, Bigman examinó curiosamente el túnel, que se parecía a los que había visto en la Luna. Era suavemente redondeado por el uso de lanzarrayos y procedimientos desintegradores y se extendía en línea recta y continua. Las paredes eran curvas y acababan en un techo rocoso. El corte transversal oval, ligeramente achatado arriba y muy achatado abajo, contribuía a una mayor fuerza estructural.

Bigman podía oír sus propios pasos a través del aire de su traje. Percibía los pasos de Lucky como una pequeña vibración a lo largo de la roca. No era un verdadero sonido, pero para una persona que había pasado tanta parte de su vida en el vacío y el casi vacío como Bigman resultaba casi significativo. «Oía» la vibración de toda materia sólida tal como cualquier terrícola oye la vibración de aire que se denomina «sonido»

Periódicamente veían columnas de roca que no habían sido demolidas y servían de contrafuertes para las capas de roca entre el túnel y la superficie. Esto se hacía también en las minas de la Luna, aunque aquí los contrafuertes eran más gruesos y numerosos, lo cual resultaba lógico, ya que la gravedad de Mercurio, con todo y ser baja, era dos veces y media superior a la de la Luna.

Otros túneles partían del pozo que estaban siguiendo. Lucky, que parecía no tener prisa, se detenía en cada una de las aberturas para consultar el mapa que llevaba.

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