Read El gran reloj Online

Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

El gran reloj (10 page)

BOOK: El gran reloj
4.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Si fuera necesario, si la situación se pusiera demasiado peliaguda, tendría que atraer parte de la atención sobre mí. Me lo podía permitir. Uno de nuestros hombres, Emory Mafferson, me había llamado por teléfono aquí más o menos a la misma hora en que a Earl le daba aquel berrinche que tan caro iba a costar. Y ésa era una coartada real.

El problema más apremiante, lo mirara por donde lo mirase, resultaba indefectiblemente el gran signo de interrogación del testigo desconocido. Ningún otro ser vivo había visto a Earl, sabiendo que era Earl, después de que se marchara de aquella cena. Se lo pregunté por décima vez:

—¿No encontraste nada que te resultase familiar en el individuo que viste?

—Nada. Estaba en la parte oscura de la calle. Y la luz le daba por la espalda.

—¿Y no tienes ni idea de si él te reconoció a ti?

—No. Pero yo estaba a plena luz del portal. Si me conocía, tuvo que reconocerme.

Volví a considerar el tema desde todos los ángulos.

—O podría reconocerte en algún momento —concluí—. Si ve tu cara en los periódicos como una de las personas sospechosas. Tal vez. Y tal vez podamos ocuparnos de que las fotos no sean buenas. Pero ojalá tuviera algo en claro para actuar. Algo en lo que apoyarme en cuanto la historia se publique. Para poder ir siempre un par de pasos por delante de los demás, incluida la poli.

Todo lo que sabía era que Pauline dijo que aquel hombre se llamaba George Chester. Puede que ése fuera su nombre verdadero, pero conociendo a Pauline resultaba muy poco probable. El nombre no aparecía registrado en la guía de teléfonos de ninguno de los cinco distritos de Nueva York, ni en ninguna de las de los suburbios de las afueras. Dijo que se dedicaba a la publicidad. Eso podía significar cualquier cosa. Casi todo el mundo andaba metido en eso.

Habían ido a un local de la Tercera Avenida llamado Gil’s que, por alguna razón, se parecía a una fundación arqueológica. Eso sonaba a auténtico. No sería difícil identificar el local.

Habían estado en una tienda de antigüedades de la Tercera Avenida, donde el hombre en cuestión compró un cuadro pujando en competencia con una mujer que al parecer había entrado en la tienda así sin más, igual que ellos. No sería complicado localizar la tienda y sacarle algo más al propietario. El cuadro representaba dos manos. El título, o el tema de la pintura, tenía que ver con Judas. El pintor se apellidaba Patterson. El lienzo tenía aspecto de haber salido de un cubo de basura. De allí habían ido al salón de cócteles del Van Barth. Allí no sería difícil encontrar alguna otra pista de nuestro personaje. Seguramente llevaba el cuadro consigo. Puede que incluso lo dejase en el guardarropa.

Pero la tienda de antigüedades me parecía el rastro más seguro. Habría que tener una de esas conversaciones inanes sobre el cuadro, pero aunque el propietario no conociera ni al comprador ni a la otra mujer, tenía que haber oído lo suficiente como para ofrecernos nuevas pistas del fantasma aquel que buscábamos. El simple hecho de que hubiera entrado en el local y luego sólo comprase aquel objeto, un objeto que parecía más digno de ir a parar a un incinerador, ya era un dato que confería un perfil individualizado a nuestro paseante. Así que dije:

—¿Qué clase de persona haría una cosa así, comprarse una porquería en un agujero cualquiera?

—No lo sé. Demonios, ¡yo mismo, si me entrasen ganas!

—Bueno, pues a mí no me entrarían. Pero tenemos otro hilo que seguir. Es más que probable que podamos llegar al pintor. Seguro que encontramos alguna referencia en nuestros propios archivos. Es posible que el hombre que buscamos sea un gran admirador de ese artista, sea quien sea. Localizaremos a ese Patterson y sabremos la historia de ese cuadro en particular. Dos manos. Pan comido. Puede que haya miles de telas como ésa por la ciudad, hasta millones, pero si sabemos lo que buscamos, encontraremos a alguien que sea capaz de reconocerla después de hacerle una buena descripción. Y después de eso ya podremos seguirle el rastro hasta el dueño actual.

Earl había salido por fin del shock inicial. Su aspecto, sus movimientos, su voz y sus ideas eran ya las propias de su manera de ser.

—¿Y cómo vamos a encontrar a ese tipo antes que la policía? —dijo.

—¿Para qué tenemos dos mil hombres si no?

—Sí, claro. Pero eso no significa…, después de todo…, ¿eso no equivale a levantar sospechas en muchísima más gente?

Yo ya había pensado en un modo de poner a toda la organización manos a la obra sin que eso pudiera relacionarse con la muerte de Pauline.

—No. Sé la manera de evitarlo.

Se quedó un momento pensándolo y después dijo:

—No tienes por qué hacer todo esto. ¿Por qué no te desentiendes del asunto? La cosa es seria.

Lo conocía tan bien que sabía que me lo iba a decir, casi palabra por palabra.

—Ya lo he hecho otras veces antes, ¿no? E incluso más.

—Sí, ya lo sé. Pero es que tengo una maldita forma de corresponder a tu amistad. Parece como si quisiera exprimirla más y más. Con más riesgos. Más sacrificios.

—Por mí no te preocupes. El único que corre peligro eres tú.

—Confiemos en que tú no. Pero me temo que lo correrás si tienes que proporcionarme una coartada y dirigir la búsqueda de ese individuo que no conocemos.

—Yo no voy a dirigir la búsqueda. Será mejor que otra persona se encargue de eso. Yo me quedaré entre bastidores. —Sabía que el propio Earl acabaría siendo nuestro peor dolor de cabeza. Así que pensé que lo mejor sería superar el primer obstáculo desde el primer momento—. En primer lugar, quiero que te mantengas alejado del asunto todo lo que puedas. ¿No te parece que es lo mejor? —Asintió en silencio y yo añadí muy despacio, como si se me acabara de ocurrir—: Después, cuando tengamos localizado a nuestro personaje, nos interesa tener otro equipo de gente completamente distinta para tratar con él.

Earl levantó la mirada de los nudillos anchos y peludos de sus dedos, que parecía estar estudiando. En ningún momento, ni siquiera cuando más afectado se le veía, había perdido la expresión jovial de su rostro. Me pregunté si también habría parecido que sonreía cuando mató a aquella mujer. Pues claro que sí.

La pregunta que se había ido formando en aquella mente lenta e imposible que tenía acabó por saltar:

—Por cierto, ¿qué va a pasar cuando localicemos a esa persona?

—Eso depende. Cuando se descubra el asunto, puede que acuda inmediatamente a la policía. En ese caso nuestra coartada se sostiene, y nuestra línea argumental será: este hombre dice que te vio en el escenario del crimen, pero ¿qué estaba haciendo él allí? Eso lo hace tan sospechoso como a ti. Y nosotros lo haremos más sospechoso todavía. Porque ya sabemos, por ejemplo, que pasó buena parte de la noche con Pauline.

Los ojos grandes, redondos, de Earl se quedaron inmóviles un instante, como sin comprender, y después volvieron a la vida.

—Por Dios, Steve. Me pregunto si… no. Supongo que eso lo dirás para asustarlo y quitarlo del medio.

—Míralo de este modo —le dije—: si el caso llega a los tribunales y el tipo insiste en aparecer como testigo, seguiremos esa línea. Tus movimientos están certificados: yo estaba contigo. Pero él, ¿qué hacía allí? ¿Qué nos dice de esto y de lo otro, de todas las cosas que iremos descubriendo sobre él mucho antes del juicio? La acusación contra ti no se sostendrá.

Earl comprendió que le había omitido alguna cosa importante y vi que su mente se esforzaba por descubrir qué era. Esperé a que terminara de pensarlo, porque sabía que no tenía pérdida. Por fin dijo:

—Está bien. Pero ¿y si no acude a la policía en cuanto se conozca el caso? ¿Entonces qué?

No quería que se pusiera todavía más histérico, si es que eso era posible. Ni siquiera quería que se pusiera nervioso. Dije, sin inflexión alguna:

—Si nosotros lo encontramos primero, tenemos que jugar sobre seguro.

—Bien. ¿Y eso qué significa?

Se lo expliqué con detalle:

—Está claro que podemos hacer que lo vigilen. Pero nunca sabríamos de qué se había percatado y de qué no, ¿verdad? Y seguro que no podríamos saber qué haría a continuación.

—Bien. Eso lo entiendo.

—Bien. ¿Qué se puede hacer con un hombre así? Es una amenaza permanente para tu seguridad, para tu posición en la vida, para tu lugar en el mundo. Es un peligro constante para tu misma vida. ¿Podrás aguantar mucho una situación tan intolerable?

Earl me dirigió una mirada larga, ansiosa, casi atemorizada.

—Eso no me gusta —dijo con aspereza—. Ya hemos tenido un accidente. No quiero otro. No. No, si he entendido a qué te refieres.

—Lo has entendido.

—No. Sigo siendo un hombre.

—¿Sigues siéndolo? En este asunto hay millones de dólares en juego, y todo por culpa de tu mal genio incontrolado y de esa estupidez tuya, que tal vez Dios pueda perdonarte. Tuya, y no mía. Así que, además de idiota, ¿ahora eres un cobarde?

Se quedó sin saber qué decir y empezó a buscar un cigarrillo. Dio con uno y consiguió encenderlo con mi ayuda. Y, finalmente, soltó en tono áspero y ronco:

—No estoy dispuesto a aceptar el asesinato de un hombre a sangre fría.

Y como si me hubiera leído el pensamiento, añadió:

—Ni tampoco a tomar parte alguna en algo así.

Le respondí en tono sensato:

—No te comprendo. Tú sabes en qué mundo vivimos. Y siempre has formado parte de él. Sabes qué haría contigo cualquiera de los de Devers & Blair, Jennett-Donohue, Bacon, cualquiera que esté por encima de un director editorial en cualquiera de esas empresas si pudiera apretar un botón contra ti sabiéndose a salvo.

—No. Yo no lo haría. Y tampoco creo que lo hicieran ellos.

Se equivocaba, por supuesto, pero era inútil discutir con un niño prodigio de edad madura. Sabía que al día siguiente ya podría ver las cosas a la luz de los hechos.

—Bueno, no hará falta llegar a tanto. Sólo era una sugerencia. Pero ¿por qué estás tan preocupado? Tú y yo ya hemos visto pasar estas cosas otras veces, y hemos ayudado a hacer prácticamente de todo por muchísimo menos dinero. ¿Por qué tantos escrúpulos ahora?

Pareció que se atragantaba.

—¿Alguna vez habíamos llegado tan lejos?

—Nunca habías estado en una situación así, ¿verdad? —Ahora estaba pálido como la cera. No podía ni hablar. Por Dios santo, iba a tener que vigilarlo como un halcón y cuidar de él a cada minuto—. Déjame que te pregunte una cosa, Earl, ¿estás dispuesto a retirarte a una penitenciaría a escribir tus memorias en aras de la moralidad? ¿O prefieres comportarte como un adulto, ser un hombre en un mundo de hombres y asumir todas tus responsabilidades, y no sólo las ventajas? —Sentía más aprecio por Earl del que he sentido nunca por nadie en el mundo, excepto por mi madre. Lo apreciaba de veras, y tenía que conseguir a toda costa que los dos saliésemos con bien de aquello—. No, nunca habíamos llegado tan lejos. Ni volveremos a hacerlo nunca más si usamos la cabeza.

Con aire ausente, Earl dio una calada a su cigarrillo.

—Morir de pobreza, de hambre, de una plaga o por la guerra supongo que son hechos a una escala tan grande que la responsabilidad no se puede atribuir a nadie, aunque yo personalmente he luchado siempre contra esas cosas a través de unas cuantas revistas decididas a barrerlas todas y cada una de ellas, juntas o por separado. Pero una muerte en particular, la muerte de un individuo concreto. Eso es algo completamente diferente.

Se había reducido voluntariamente al nivel intelectual de nuestros redactores, una actitud curiosa que yo ya había visto antes. Me arriesgué y dije:

—Tal vez podríamos jugar nuestras cartas de una manera más sencilla. Pero lo que está en juego es algo más que tu moralidad particular, tu filosofía personal o tu vida privada. Está en juego toda la puñetera organización. Si a ti te borran del mapa, a ella también. Si tú te hundes, se hundirá contigo todo el tinglado. Una riada de absurdidades industriales inundará el mercado.

Earl se puso en pie y empezó a recorrer lentamente la habitación. Pasó un buen rato antes de que me respondiese.

—A mí se me puede sustituir, Steve —dijo—. No soy más que una pieza del engranaje. Una de las buenas, pero sólo una pieza.

Eso estaba mejor. Eso estaba más en su línea. Como lo conocía, le dije:

—Sí, pero si tú te rompes, se romperá un montón de piezas más. Cada vez que una organización tan grande como ésta se hace pedazos (y eso es lo que podría pasar), hay una enorme cantidad de personas inocentes a quienes todo, sus planes, sus casas, sus sueños y aspiraciones, el futuro de sus hijos, todo, se puede hacer pedazos con ella. A mí, por ejemplo.

Me lanzó una rápida mirada. Yo habría apostado a que él sería el primo que se sacrificaría por el bien de la mayoría. Y cuando habló al cabo de un rato muy, muy largo, supe que en el fondo había recuperado la sensatez.

—Bueno, muy bien —dijo—. Lo comprendo, Steve. Supongo que lo que tiene que ser, tiene que ser.

GEORGE STROUD, VI

La abominación del lunes por la mañana es el mayor denominador común de todo el mundo. Es lo mismo para el millonario que para el paria, porque no puede haber nada peor. Pero yo sólo iba con un cuarto de hora de retraso respecto del gran reloj cuando me senté a desayunar, comentando que las ciruelas de esta mañana habían crecido muy deprisa desde las pasitas del bizcocho de anoche. La mesa temblaba y vibraba rítmicamente con el tamborileo constante de los pies de Georgia. Volvió a venirme el pensamiento de que un niño bebiendo leche tiene la misma expresión vacía y satisfecha que la vaca bien alimentada que la produjo. Hay ahí un auténtico parentesco espiritual.

Era una bella mañana soleada, de auténtica primavera, una primavera para siempre. Empezaba mi segunda taza de café y hacía planes para arreglar el jardín cuando Georgette me dijo:

—George, ¿has visto el periódico? Hay una noticia terrible de una mujer que me parece que conocimos. En casa de Janoth.

Esperó mientras yo cogía el periódico. No tuve que buscar mucho. Habían encontrado a Pauline Delos asesinada. Era la noticia principal de la primera página.

Como no entendía nada ni me lo creía, leí los titulares dos veces. Pero la foto era de Pauline.

La noticia decía que habían encontrado el cuerpo sobre el mediodía del domingo, y que la muerte se había fijado alrededor de las diez de la noche anterior. Sábado. Yo la había dejado sobre esa hora.

BOOK: El gran reloj
4.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Code Black by Donlay, Philip S.
Boy Crucified by Jerome Wilde
Enemy Way by Aimée & David Thurlo
The Broken Eye by Brent Weeks
Blood Faerie by Drummond, India
One More Shameless Night by Lili Valente
Croc and the Fox by Eve Langlais
Here Comes Trouble by Becky McGraw