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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

El fantasma de la ópera (9 page)

BOOK: El fantasma de la ópera
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—¡Tú, hija mía, tú le oirás un día! Cuando esté en el cielo, te lo enviaré un día, te lo prometo.

El señor Daaé empezaba por aquella época a toser.

Llegó el otoño, que separó a Raoul de Christine.

Volvieron a verse tres años más tarde: eran ya adolescentes. Esto ocurrió también en Perros, y Raoul conservó una impresión tal que le acompañó toda su vida. El profesor Valérius había muerto, pero la señora Valérius se había quedado en Francia, donde sus intereses la retenían, con el buen Daaé y su hija, que continuaban cantando y tocando el violín, arrastrando en su sueño a su querida protectora, que parecía no vivir más que de música. El joven había ido a Perros por casualidad y también por casualidad entró en la casa antaño habitada por su amiguita. Vio al principio al viejo Daaé, que se levantó de la silla con lágrimas en los ojos y lo abrazó, diciéndole que habían guardado de él un fiel recuerdo. De hecho, no había pasado un día sin que Christine hablara de Raoul. El viejo continuaba hablando cuando la puerta se abrió y, encantadora y presurosa, la joven entró llevando en una bandeja el té humeante. Reconoció a Raoul y dejó la bandeja. Una ligera llama se extendió sobre su rostro encantador. Se mantenía vacilante, callada. El padre les miraba a los dos. Raoul se acercó a la joven y la abrazó al tiempo que le daba un beso que ella no evitó. Le hizo algunas preguntas, cumplió muy bien su papel de anfitriona, volvió a coger la bandeja y abandonó la habitación. Después fue a refugiarse en un banco, en la soledad del jardín. Experimentaba sentimientos que agitaban su corazón adolescente por primera vez. Raoul vino a su encuentro y charlaron con cierto pudor hasta la noche. Habían cambiado completamente, ya no reconocían a sus personajes, que parecían haber adquirido una importancia considerable. Eran tan prudentes como diplomáticos y se contaban cosas que no tenían nada que ver con sus nacientes sentimientos. Cuando se separaron, al lado de la carretera, Raoul dijo a Christine, al tiempo que depositaba un correctísimo beso en su mano temblorosa:

—¡Señorita, no la olvidaré nunca! —y se marchó lamentando estas palabras, consciente de que Christine Daaé no podría ser la esposa del vizconde de Chagny.

En cuanto a Christine, fue a buscar a su padre y le dijo:

—¿No te parece que Raoul ya no es tan amable como antes? ¡Ya no le quiero!

E intentó no pensar más en él. Lo lograba con bastante dificultad y se volcó en su arte, que le ocupaba todo su tiempo. Sus progresos eran maravillosos. Los que la escuchaban le predecían que sería la artista más importante del mundo. Pero entre tanto murió su padre, y de golpe, ella pareció perder con él su voz, su alma y su genio. Le quedaba aún talento suficiente para ingresar en el Conservatorio, pero sólo suficiente. No destacó jamás, siguió las clases sin entusiasmo y obtuvo un premio simplemente para complacer a la anciana señora Valérius, con la que continuaba viviendo. La primera vez que Raoul había visto a Christine en la ópera, había quedado prendado por la belleza de la joven y por la evocación de las dulces imágenes de antaño, pero sorprendido de su falta de genio. Parecía ajena a todo. Volvió para escucharla. La seguía por los corredores. La esperó detrás de un montante. Intentó llamar su atención. Más de una vez la acompañó hasta la puerta de su camerino. Pero ella no lo veía. Parecía, por lo demás, no ver a nadie. Era la viva imagen de la indiferencia. Raoul sufrió por ello, porque era bella; él era tímido y no se atrevía a confesarse a sí mismo que la amaba. Además, ocurrió el imprevisto de la velada de gala: los cielos desgarrados, una voz de ángel que se dejaba oír en la tierra para el placer de los hombres y su corazón consumido…

Además, además… estaba aquella voz de hombre detrás de la puerta: «¡Es preciso que me ames!». Y nadie en el camerino…

¿Por qué se había reído cuando, en el momento en que ella abría los ojos, él había dicho: «Soy el niño que fue a recoger su chal del mar»? ¿Por qué no lo había reconocido? ¿Y por qué le había escrito?

¡Oh, qué larga es esta costa… qué larga! Aquí está el cruce de tres caminos… Y la colina desierta, los brezales helados, el paisaje inmóvil bajo el cielo blanco. Los cristales tintinean, se rompen en los oídos… ¡Qué ruido hace esta diligencia que va tan despacio! Reconoce las casuchas…, las cercas, las landas, los árboles del camino… Esta es la última curva de la carretera, después bajarán bruscamente y llegarán al mar…, a la gran bahía de Perros…

Así que ella se había apeado en la posada de Sol Poniente. ¡Bueno! No hay otra. Y además se está muy bien. Recuerda que en otros tiempos se contaban allí historias maravillosas. ¡Cómo late su corazón! ¿Qué le dirá al verlo?

La tía Trilard es la primera persona a quien ve al entrar en la vieja sala de ahumada de la posada. Lo reconoce. Lo saluda. Lo pregunta qué lo ha traído hasta allí. El se ruboriza, y le dice que, al ir a Lannion por negocios, decidió «llegarse hasta allí para saludarla». Ella insiste en servirle el desayuno, pero él dice: «Dentro de un rato». Parece esperar algo o a alguien. La puerta se abre. Él se pone en pie. No se ha equivocado: ¡ella! Él quiere decir algo, pero se contiene. Ella permanece ante él, sonriendo, nada sorprendida. Su rostro está fresco y rosado como una fresa silvestre. Sin duda, está excitada por haber caminado al aire libre. Su seno, en el que late un corazón sincero, se agita suavemente. Sus ojos, claros espejos de pálido azul, color de los lagos que sueñan, inmóviles, allá en el norte del mundo, sus ojos le traen tranquilamente el reflejo de su alma cándida. El abrigo de pieles está entreabierto, descubriendo una cintura estilizada, la armoniosa línea de su joven cuerpo lleno de gracia., Raoul y Christine se miran largamente. La vieja Trilard sonríe y, discreta, se retira. Finalmente, Christine habla:

—Ha venido usted y no me extraña en lo más mínimo. Tenía el presentimiento de que le encontraría aquí, en este albergue, al volver de misa. Alguien me lo dijo allá. Sí, me habían anunciado su llegada.

—¿Quién? —pregunta Raoul, cogiendo entre sus manos la pequeña mano de Christine, que ésta no retira.

—Pues mi pobre padre, que está muerto.

Hubo un largo silencio entre los dos jóvenes.

Luego Raoul reanudó la conversación:

—¿Acaso su padre le ha dicho que la amo, Christine, y que no puedo vivir sin usted?

Christine se ruboriza profundamente y aparta la cabeza. Dice con voz temblorosa:

—¿A mí? ¡Está usted loco, amigo mío!

Y se echa a reír para darse, como suele decirse, un respiro.

—No se ría, Christine, esto es muy serio. Ella replica, con gravedad:

—No le he hecho venir para que me dijera estas cosas.

—Usted me ha «hecho venir», Christine. ¿Adivinó pues que su carta no me dejaría indiferente y que yo acudiría a Perros? ¿Cómo pudo pensar eso si no sabía que la amo?

—Pensé que se acordaría de los juegos de nuestra infancia, a los que se sumaba mi padre tan a menudo. En realidad, no sé muy bien qué es lo que pensé… Tal vez hice mal en escribirle… Su aparición, tan súbita, el otro día en el camerino me había llevado lejos, muy lejos en el pasado, y le escribí como la niña que yo era entonces, y que hubiera sido feliz de volver a ver, en un momento di tristeza y de soledad, a su pequeño camarada…

Por un momento guardaron silencio. Hay en la actitud de Christine algo que Raoul no encuentra natural, a pesar de que no le es posible precisarlo. Sin embargo, no la siente hostil. Por el contrario…, la ternura desolada de sus ojos lo confirma de sobras. Pero, ¿por qué esta ternura va acompañada de desolación?… Eso es lo que necesita saber y lo que ya irrita al joven…

—¿El día en que me vio en su camerino, fue la primera vez que se fijó en mí, Christine?

Ésta no sabe mentir, y dice:

—¡No! Le había visto ya varias veces en el palco de su hermano. —Y, luego, también en el escenario.

—¡Lo sospechaba! —dijo Raoul mordiéndose los labios—. Pero entonces, ¿por qué, cuando me vio en su camerino, arrodillado, haciéndole recordar que había recogido su chal del mar, por qué me contestó como si no me conociera y se echó a reír?

El tono de estas preguntas es tan brusco, que Christine mira a Raoul asombrada y no le contesta. El mismo joven queda sorprendido de la situación que acaba de provocar en el mismo instante en que había decidido hacer oír a Christine palabras de ternura, amor y sumisión. Un marido, un amante que tiene todos los derechos, no hablaría de distinta manera a su mujer o a su querida si le hubiera ofendido. Pero, irritado de su propia torpeza y encontrándose estúpido, no ve más salida a esta ridícula situación que adopta de mostrarse odioso.

—¡No me contesta, usted! —exclama, rencoroso y desdichado—. Pues bien, voy a contestar yo por usted. Había en el camerino alguien que le estorbaba, Christine. ¡Alguien en cuya presencia no quería revelar que podía usted interesarse en una persona que no fuera él!…

—Si alguien me molestaba, amigo mío —lo interrumpió Christine con acento glacial—, si alguien me estorbaba aquella noche, debía de ser usted, pues es a usted a quien rechacé.

—Sí… para quedarse con el otro…

—¿Qué dice usted, señor?… —exclama la joven estremeciéndose—. ¿Y de qué otro se trata?

—De aquél a quien usted dijo: «¡Yo no canto más que para usted! ¡Esta noche le he entregado mi alma y estoy muerta!».

Christine ha cogido el brazo de Raoul: lo aprieta con una fuerza insospechada en una criatura tan frágil.

—¿Entonces escuchaba detrás de la puerta?

—¡Sí! Porque la amo… Y lo oí todo…

—¿Oyó qué?

Y la joven, que extrañamente ha vuelto a calmarse, soltó el brazo de Raoul.

—El le dijo: «Es preciso que me ames».

Al oír estas palabras, una palidez cadavérica se extiende por el rostro de Christine, sus ojos se oscurecen… Vacila, está a punto de caer. Raoul se precipita hacia ella, le tiende los brazos, pero ya Christine ha vencido este desfallecimiento pasajero y susurra en voz baja, apenas perceptible:

—¡Diga! ¡Diga todo! ¡Diga todo lo que oyó!

Raoul la mira, vacila, no comprende nada de lo que pasa.

—¡Hable ya! ¿No ve que me está haciendo sufrir?

—Oí también lo que él le contestó después de que usted le confesara que le había entregado su alma: «Tu alma es extraordinariamente bella, hija mía, y te lo agradezco. No hubo emperador que recibiese un regalo como éste. ¡Esta noche han llorado los ángeles!».

Christine se ha llevado una mano al corazón. Clava la mirada en Raoul con emoción indescriptible. Es una mirada tan aguda, tan fija, que parece la de alguien que ha perdido el juicio. Raoul está asustado. Pero de pronto los ojos de Christine se humedecen y por sus mejillas de marfil se deslizan dos perlas, dos pesadas lágrimas…

—¡Christine!…

—¡Raoul!…

El joven quiere tomarla en sus brazos, pero ella se desprende de sus manos y huye en la confusión.

Mientras Christine permanecía encerrada en su habitación Raoul se hacía mil reproches por su brutalidad; pero, por otra parte, los celos le recorrían las venas encendidas. ¿Por qué había mostrado la joven semejante emoción al saber que habían descubierto su secreto? ¡Tenía que ser muy importante! A pesar de lo que había oído, Raoul no dudaba de la pureza de Christine. Sabía que su conducta era intachable, y no era tan novato como para no comprender que una artista está a veces obligada a oír proposiciones amorosas. Lo cierto es que Christine había contestado que le había entregado su alma, pero era evidente que se refería tan sólo al canto y la música. ¿Evidente? ¿Entonces, por qué esa turbación hacía un momento? ¡Dios mío, qué desgraciado era Raoul! Si hubiera podido atrapar al hombre, la voz de hombre, le hubiera pedido explicaciones concretas.

¿Por qué había huido Christine? ¿Por qué no bajaba?

Rechazó el desayuno. Estaba abatido y su dolor era grande al ver desvanecerse, lejos de la joven sueca, aquellas horas que había imaginado tan dulces. ¿Por qué no venía a recorrer con él la región que encerraba tantos recuerdos comunes? ¿Por qué, ya que parecía no tener nada que hacer en Perros y de hecho no hacía nada, no volvía inmediatamente a París? Se había enterado de que por la mañana había hecho celebrar una misa por el descanso del alma de su padre y que había pasado largas horas rezando en la pequeña iglesia y en la tumba del músico.

Triste, desalentado, Raoul se dirigió hacia el cementerio que rodeaba la iglesia. Empujó la puerta. Vagó solitario entre las tumbas, descifrando las inscripciones, pero al llegar detrás del ábside vio inmediatamente un esplendoroso ramo de flores que descansaba sobre una lápida de granito y que, desbordándola, caían en la tierra blanca. Llenaban de perfume aquel helado rincón del invierno bretón. Eran milagrosas rosas rojas que parecían brotadas de la nieve, aquella misma mañana. Era un poco de vida entre los muertos, ya que la muerte estaba presente por todas partes. También la vida se desprendía de la tierra que había arrojado su exceso de cadáveres. Esqueletos y calaveras se amontonaban a centenares contra el muro de la iglesia, retenidos únicamente por una fina alambrada que dejaba al descubierto todo el macabro edificio. Las calaveras, apiladas, alineadas como ladrillos, sujetas en los intervalos por huesos fuertes y limpiamente blanqueados, parecían formar el primer asentamiento sobre el que se habían levantado las paredes de la sacristía. La puerta de la sacristía se abría en medio de aquel osario, al igual que en muchas viejas iglesias bretonas.

Raoul rezó por el alma de Daaé, luego, tristemente impresionado por esas sonrisas eternas que tienen las bocas de las calaveras, salió del cementerio, subió la colina y se sentó al borde de la landa que domina el mar. El viento se agitaba malignamente por los arenales, aullando bajo la pobre y tímida luz del día. Ésta fue cediendo, desapareció y se convirtió tan sólo en una raya lívida en el horizonte. Entonces, el viento calló. Había llegado la noche. Raoul se encontraba cercado por sombras heladas, pero no sentía el frío. Todo su pensamiento vagaba por la colina desierta y desolada, toda recuerdos. Allí, en aquel lugar, había venido a menudo a la caída de la tarde con la pequeña Christine para ver danzar a las korrigans en el momento preciso en que salía la luna. Por lo que a él se refiere, jamás las había visto, sin embargo tenía buena vista. Pero Christine, aún siendo un poco miope, pretendía haber visto a muchas. Sonrió a este recuerdo y, luego, de repente, se estremeció. Una silueta, una silueta muy concreta, pero que había llegado hasta allí sin que ningún ruido la anunciara, una silueta de pie, a su lado, decía:

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