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Authors: Michael Ende

El espejo en el espejo (2 page)

BOOK: El espejo en el espejo
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Una vez el hijo sintió que la red que arrastraba quedaba prendida y volvió sobre sus pasos. Bajo el arco de una puerta vio sentado a un mendigo cojo que enganchaba una de sus muletas en las mallas de la red.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—¡Ten piedad! —contestó el mendigo con voz ronca—. A ti no te pesará, pero a mí me aliviará mucho. Tú eres un hombre dichoso y escaparás del laberinto. Pero yo permaneceré aquí para siempre, porque nunca seré feliz. Por eso te pido que te lleves una pequeña parte al menos de mi desdicha. Así participaré un poco en tu evasión. Eso me daría consuelo.

Los dichosos raramente son duros de corazón, tienden a la compasión y dejan participar a otros de su abundancia.

—Está bien —dijo el hijo—, me alegra poder hacerte un favor con tan poco.

Ya en la siguiente esquina se encontró con una madre angustiada, vestida con harapos, acompañada de tres niños hambrientos.

—Supongo que no nos negarás a nosotros —dijo llena de odio— lo que concediste a aquél.

Y prendió una pequeña cruz sepulcral de hierro en la red.

A partir de ese momento la red se hizo cada vez más pesada. Había un sinnúmero de desdichados en la ciudad—laberinto y todos los que se encontraban con el hijo prendían cualquier cosa en la red: un zapato, una prenda de vestir o una estufa de hierro, un rosario o un animal muerto, una herramienta o hasta una puerta.

Caía la tarde y se aproximaba el final de la prueba. El hijo avanzaba penosamente paso a paso, inclinado hacia adelante como si luchase contra una gran tempestad inaudible. Su rostro estaba cubierto de sudor, pero todavía lleno de esperanza, pues

creía haber comprendido en qué consistía su misión y se sentía, a pesar de todo, con las suficientes fuerzas para llevarla a cabo.

Entonces anocheció y seguía sin venir nadie para decirle que ya bastaba. Sin saber cómo había llegado con la interminable carga, que arrastraba, a la terraza de aquella casa como una torre en la que estaba la habitación azul celeste de su amada. Nunca se había percatado de que desde allí se divisaba una playa, aunque tal vez ésta no había estado nunca en aquel lugar. Profundamente preocupado, el hijo se dio cuenta de que el sol descendía detrás del horizonte brumoso.

En la playa había cuatro hombres alados como él y, aunque no podía ver al que hablaba, oyó claramente como eran absueltos. Preguntó a gritos si le habían olvidado, pero nadie le prestó atención. Tiró con manos temblorosas de la red, pero no logró quitársela de encima. Gritó una y otra vez, llamó a su padre para que viniese a ayudarle inclinándose todo lo que podía sobre la barandilla.

En la última luz del crepúsculo vio cómo allí abajo su amada, envuelta en velos negros, salía conducida por la puerta. Luego apareció, tirado por dos caballos negros, un coche negro cuyo techo era un gran retrato, el rostro lleno de dolor y desesperación de su padre. La amada subió al coche y éste se alejó hasta que desapareció en la oscuridad.

En ese instante el hijo comprendió que su misión había sido ser desobediente y que no había superado la prueba. Sintió cómo sus alas creadas en sueños se marchitaban y caían como hojas otoñales, y supo que nunca volvería a volar, que nunca podría ser otra vez feliz y que, mientras durase su vida, permanecería en el laberinto. Pues ahora formaba parte de él.

L
a buhardilla es azul celeste, las paredes, el techo, el suelo, los escasos muebles. El estudiante está sentado detrás de la mesa y sostiene su cabeza con las manos. Su pelo está desordenado, sus orejas arden, sus manos están frías y húmedas. Fría y húmeda está la pequeña habitación. Y encima acaba de irse ahora la luz.

Se acerca más el libro y vuelve a empezar desde el principio. Tiene, tiene que terminar aún la tarea. La semana que viene es el examen.

«…La teoría de la relatividad se basa en la constancia de la velocidad de la luz… P es un punto en el vacío… P', un punto alejado la distancia d sigma e infinitamente próximo…, un punto infinitamente próximo… de P parte en el tiempo t un impulso luminoso que llega a P' en el tiempo t + dt…»

El estudiante siente que sus ojos están duros y secos como botones de asta. Se los frota un rato con los dedos hasta que empiezan a llorar. Echándose hacia atrás contempla la buhardilla en torno suyo, un cobertizo de tablas que él mismo construyó dos años atrás —en un rincón del gran desván—. Entonces le gustaba el azul celeste, ahora ya no le gusta. Pero no tiene tiempo para cambiar nada, ya ha perdido demasiado.

¿Le permitirán seguir viviendo allí? Paga un alquiler, desde luego, pero muy bajo. Por eso se ha instalado allí. Quien no tiene dinero, no puede ser exigente. Pero ahora que se ha muerto el antiguo propietario de la casa le subirán quizás el alquiler. ¿A dónde irá entonces? Y precisamente ahora, antes del examen. ¿Cómo va uno a concentrarse si no sabe siquiera dónde irá a parar mañana? Si los herederos se pusiesen por fin de acuerdo para que uno supiese al menos a qué atenerse.

Aparta el libro y se pone de pie. Está pálido y es alto, demasiado alto. Tiene que agachar la cabeza para no chocar contra el techo. Quiere salir de una vez de la incertidumbre, inmediatamente, para poder seguir trabajando sin sentirse angustiado por las preocupaciones.

El gigantesco desván que atraviesa está lleno de toda clase de objetos imaginables: muebles, enormes jarrones, animales disecados, muñecos de tamaño natural, máquinas y engranajes incomprensibles. Baja la ancha escalera, luego corre por la galería en la que cuelgan miles de espejos ciegos, grandes y pequeños, lisos y curvos que reflejan su imagen mil veces, pero borrosa.

Por fin llega a una de las grandes salas. Parece un museo de etnología después de un saqueo. Las vitrinas de cristal están en parte destrozadas, las joyas y los objetos de valor que estaban expuestos en ellas han sido arrancados de su sitio. Féretros de momia han sido forzados, hay montones de vasijas rotas por el suelo, armaduras cuelgan torcidas en las perchas y ropajes aztecas de plumas de colibrí se caen a jirones y son pasto de las polillas.

El estudiante se detiene y mira asombrado en torrio suyo. ¿Cómo puede haber degenerado todo tanto desde que estuvo aquí por última vez?

¿Pero cuándo estuvo aquí por última vez? ¿Vivía aún el antiguo propietario? Sí, probablemente. En realidad nunca llegó a verle. Sólo a su viejo criado, un hombre de cara severa y gravedad solemne.

Mientras el estudiante está reflexionando, aquel criado entra en la sala. Lleva un gran plumero debajo del brazo, su librea está sucia y rota, el pelo blanco rodea, desordenado, su cabeza y —¡efectivamente!— se tambalea un poco al andar y hace movimientos nerviosos con las manos, mascullando entre dientes.

—¡Buenos días! —dice el estudiante amablemente—, ¿podría decirme, por favor…?

Pero el viejo criado pasa de largo gesticulando y no parece verle. El estudiante le sigue.

—Absurdo —murmura el criado con un gesto definitivo—, es absolutamente absurdo empezar siquiera. Dios le guarde, querido joven.

El estudiante está bastante confuso.

—¿Qué quiere decir con eso?

—¡Cualquier cosa! —le grita el criado—. Un comienzo es siempre un absurdo monstruoso. ¿Por qué? ¡Porque no existe tal cosa! ¿Acaso conoce la naturaleza un principio? ¡No! ¡Entonces es contrario a la naturaleza empezar! ¿Y en mi caso? Igual de absurdo. La prueba: por ejemplo, ahora.

Extrae una botella del bolsillo de la chaqueta y echa un trago, se estremece, eructa, vuelve a guardarse la botella cuidadosamente. El estudiante se dispone a hacer su pregunta, pero el viejo prosigue:

—Hay que pensar —dice, dándose unos golpecitos en la frente con el dedo—, pensar objetivamente, ¡eso es lo que hay que hacer! ¿Comprendido, joven? Así que si pienso objetivamente tengo que decirme que no existe la menor esperanza de que yo, un hombre solo, débil, cambie en algo la situación de las cosas. ¿Quién soy yo para atreverme a ello? Un anciano agotado por el perpetuo esfuerzo de pensar, ése soy yo. ¡No me replique!

Vuelve a extraer la botella, bebe, se seca la boca con la manga.

—Hay que vivir desde el espíritu, ¿comprendido, joven? ¡Hay que vivir desde el conocimiento! Pero eso no es tan sencillo. Sobre todo en la vida cotidiana. Supongamos que me lanzo a la lucha desesperada contra la superioridad de todo este polvo aletargado, ¿qué conseguiré? Nada, nada en absoluto, me lo dice mi razón lógica. Excepto quizás un agravamiento de unas condiciones de por sí ya desesperadas. Un ejemplo: ahora correré esta cortina y en el acto se desgarrará.

Corre una pesada cortina de la ventana y ésta se desgarra inmediatamente, cayendo al suelo entre una nube de polvo.

—Otro ejemplo —prosigue el viejo, imperturbable—: trataré de abrir esa ventana y en el acto se me caerá encima.

Trata de abrir la ventana y ésta se le cae encima al instante. Los cristales se rompen con estrépito contra el suelo.

El criado mira al estudiante con aire triunfal.

—¿Qué le decía? Esto lo demuestra todo. El caos crece con cada intento de dominarlo. Lo mejor sería estarse quieto y no hacer nada. Toma un trago más.

—Ah, bueno —dice el estudiante mirando distraído en torno suyo—, ¿usted quiere poner esto en orden?

—¡Quitar el polvo! —le corrige el viejo criado—. Quitar el polvo, como lo he hecho toda una vida. Pero ya ve lo que queda de todos nuestros esfuerzos y desvelos: polvo. O más bien parece que al final sólo queda ceniza. Polvo al principio y ceniza al final. Lo mimo da. En todo caso es como si uno no hubiese existido nunca. Pasa sin dejar huella, eso es lo más grave.

—Al menos —opina el estudiante amablemente, sólo por decir algo alentador—, al menos entra un poco de aire fresco. Se oye el silbido de las becadas que vienen volando desde el pantano. Eso también es algo.

El viejo suelta una risita y tose.

—¡Sí, sí, la querida naturaleza! Esa sigue su curso sin más. Nuestras dificultades le importan un bledo. Además tampoco tiene que tomar decisiones como yo. Pero no, el hombre no es un pájaro porque no tiene alas. ¡El hombre tiene que vivir desde el conocimiento objetivo, para eso tiene su cerebro, joven! Esa es la moral. Moral significa: las cosas no son tan sencillas. ¡Recuérdelo, joven! Tengo que volver a analizar el problema desde el principio.

—Ya veo —dice el estudiante— que usted no se deja desanimar fácilmente. ¿Pero podría darme antes rápidamente una pequeña información?

El criado no le escucha. Se dirige a la sala siguiente hablando solo:

—El problema es el siguiente: si efectivamente empezar no tiene sentido, no empezar tiene sentido. Ergo: me abstengo.

—¡Exacto! dice el estudiante siguiéndole—. Absténgase.

—¡Una deducción concluyente! —el viejo se ríe astutamente—. Pero ahora escuche, joven: ¿qué es la vida humana?

El estudiante le mira sonriendo desconcertado.

—Bueno, francamente no quisiera definirme aquí…

El viejo le da en el pecho con el dedo y le sopla el aliento en la cara.

—Luchar es una posición perdida, ¡ésa es la vida! —dice subrayando cada palabra—. ¿Y en qué consiste la grandeza moral, el postulado ético, el imperativo ético? Yo se lo digo, joven: ¡aunque todo carezca de sentido hay que empezar! ¿Por qué? ¡Porque hay que hacer lo que se puede!

—¡Bravo! —dice el estudiante, tratando de esquivar el aliento.

—Reconozco sinceramente —prosigue el criado— que me acabo de poner a mí mismo en un aprieto, ineludiblemente. ¡Y eso no es cualquier cosa!

—Es usted realmente un pensador implacable —apunta rápidamente el estudiante.

El viejo respira profundamente y abre los brazos.

—Aquí estoy, como portero y hombre —grita a través de las salas—, contra mí toda la desesperante superioridad del caos, y he tomado una decisión irrevocable.

De pronto se desmorona, coge al estudiante por el brazo y se aferra a él.

—Si ahora no me aparta alguien del abismo en el último instante —musita aterrado—, empezaré irremediablemente a quitar el polvo. Las consecuencias, joven, son imprevisibles.

Pero el estudiante apenas le ha escuchado y se quita al viejo de encima. Ha visto algo que atrae al máximo su atención. En el centro de la siguiente sala, visibles a través de las puertas abiertas, unas personas están sentadas alrededor de una larga mesa de conferencias. No se distinguen claramente en la penumbra de la sala, pero el estudiante no duda de que son los herederos en trance de negociar.

—Diga, por favor —susurra al viejo señalando hacia la mesa—, ¿se sabe ya algo concreto?

—Gracias —contesta el criado también en voz baja—, gracias por distraerme, joven. Lamento tener que comunicarle que no, que todavía no se sabe nada.

—¡Qué contrariedad! —opina el estudiante dirigiéndose resuelto hacia la mesa—. Tengo que preguntarles sencillamente…

Pero el viejo le ha cogido por la manga y trata de retenerle.

—¡Por todos los cielos, no moleste a los señores! ¡Precisamente ahora, no! ¡Es absolutamente imposible!

El estudiante se detiene y sin perder de vista a los herederos declara a media voz:

—Tengo que saber ahora mismo si podré quedarme o si tengo que buscar un alojamiento, ¡compréndalo! Estas cosas requieren su tiempo y ahora no puedo perderlo. La semana que viene es mi examen y si me echan mañana o pasado mañana me veré en un buen aprieto.

—Ya comprendo —dice el viejo dándole unos cachetes en la mejilla—, tenga aún un poco de paciencia. Los jóvenes sois tan impacientes. Si se empeña, me informaré cuando se presente la ocasión.

—¡Eso ya me lo prometió hace dos semanas!

—Cierto, pero desgraciadamente los señores no se han puesto aún de acuerdo en quién de ellos será el nuevo propietario.

—Tardan bastante, ¿no le parece?

—Según como se mire. Estas cosas necesitan tiempo. Pero los señores se están acercando cada vez más al acuerdo, ¡créame! Hacen los mayores esfuerzos. Pero en estas circunstancias excepcionales es muy, muy difícil llegar a una solución.

—Pero los señores están bastante callados, encuentro yo. Ni siquiera hablan entre sí.

—Sí, sí, por desgracia han vuelto a llegar a un punto muerto. Ahora están reflexionando para hallar una nueva base de negociación. No se le ocurra molestar en este momento, si no tardarán aún mucho más.

Pero el estudiante se suelta violentamente del criado y se dirige decidido a la mesa alrededor de la cual están sentadas las personas. Al acercarse se da cuenta de que están rígidas e inmóviles como momias. Grueso polvo cubre sus cabezas, sus barbas, sus trajes, sus gafas. Telas de araña que ondean levemente con la corriente cuelgan entre ellos. Sin decir una palabra el estudiante las señala mirando al viejo criado.

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