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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

El equipaje del rey José (12 page)

BOOK: El equipaje del rey José
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—Cuando vuelva de la guerra, viejecita —repuso D. Fernando cariñosamente y con cierto respeto—, te prometo reconciliarme y poner el mayor arreglo en mi libro.

—¡De la guerra! —exclamó la vieja moviendo la cabeza— ¡y quién sabe si esos pobres huesos molidos volverán como salen! ¡Semejante estafermo no puede mantenerse sobre el caballo, y habla de matar franceses y de ganar batallas! ¡Alabado sea el Señor! ¿No vale más que el Sr. Garrote se esté quietecito en su casa? Yo le vendré a hacer compañía, y nos regocijaremos hablando de los benditos tiempos pasados y de la ruindad de los presentes, así como de la supina perversidad de los que han de venir, trayendo seguramente el fin y ruina total del mundo.

—Viejecita —repuso D. Fernando—, en sesenta años que he vivido no he sentido gusto semejante al que ahora llena mi alma por la empresa que voy a acometer… Ya, ya verán una mano pesada para el sable… Seguramente los franceses tienen ya noticia de que me preparo…

—Si se preparara Vd. para una buena, larga y devota confesión que fuera una limpia general de su alma, mejor sería… —dijo la santa mujer.

—Hay muchos medios de limpiar el alma y dejarla como un espejo —afirmó triunfante Garrote, esgrimiendo la espada y dando dos o tres tajos en el aire—, muchas maneras, y de esto hablan los Santos Padres, según creo, madrita; y si no hablan es porque se les quedó en el tintero.

—No conozco más medio que el arrepentimiento.

—Verdad es que yo he pecado bastante —dijo el héroe—; pero ha sido sin mala intención. Reconozco que he ofendido a Dios; pero si después de la ofensa, le sirvo, ¿el servicio no quita la ofensa?

La mujer del siglo miró con estupor al anciano, sin contestarle.

—Yo pequé —continuó este—, pero he aquí que la gran contienda entre Dios y el demonio es llevada a los campos de batalla; he aquí que yo, hombre un poco ligero de cascos, pero cristiano viejo y con una fe como un templo, saco la espada y digo: «Señor, si mucho te ofendí, ahora te consagro mi vida y voy a morir en defensa de tu Iglesia o a matar a todos tus enemigos». Este acto, señora doña Perpetua, esta abnegación mía por la causa de Dios, ¿no bastan a limpiarme, cual si echaran mi alma en lejía?

—Según y cómo —respondió la anciana, confusa ante un problema nuevo para ella, cuya solución no podía dar en definitiva—. Ejemplos hay de guerreros insignes que han ido a ocupar lugar preferente en el Cielo, sólo por una buena batallita ganada contra herejes; pero no se dice que tuvieran muchos pecados, ni que estuviesen impenitentes.

—¿Y qué más penitencia que la muerte en defensa de Cristo? —exclamó el guerrero sintiéndose con más fuerza que su antagonista—. ¡Morir, derramar uno su sangre por una causa, por una idea, por la religión, por Dios…!

—¡Oh! sí, es verdad, sí, sí —dijo la vieja abrumada por esta lógica.

—¿Nuestro Señor Jesucristo no nos dio el ejemplo? ¿No redimió a todo el género humano, y muriendo nos limpió la gran mancha original, sin dejar rastro de ella?

Al decir esto, el Sr. Garrote frotaba con verdadero frenesí la hoja de acero, como si la herrumbre que tenía fuera la de su propia alma, y aquel orín el inveterado orín de su propia conciencia.

—Es verdad —gruñó la vieja—. Vaya el señor D. Fernando a la guerra, si bien no estaría de más una confesión general y algún acto de reparación para tranquilizar el alma de quien yo me sé, de un ángel de Dios, Sr. D. Fernando…

La beata fijó en Garrote sus penetrantes ojos negros, y Navarro frunció ligeramente el ceño, demostrando que aquel tratado de los ángeles de Dios no era muy de su agrado. Pero la santa mujer, hecha de muy antiguo a reprender sin rebozo las faltas ajenas y a sentenciar en materia de pecados con tanto aplomo como el Papa desde la silla del Pescador, no hizo caso del avinagrado gesto de D. Fernando, y dijo:

—Sr. Lucifer, de todas las excelentes muchachas que Vd. perdió para siempre, una sola existe en la Puebla de Arganzón; mas tan quebrantada por los disgustos y la vergüenza de su desgracia, que es difícil conocer en su abatido y ya viejo rostro a la hermosa hija de don Pablo el Riojano.

—Bueno, bueno —dijo Garrote frotando con más fuerza—: ¿y qué tengo yo que ver con esa mujer?

—¡Conciencia empedernida! ¡Hombre sin entrañas! ¿No la perdió Vd. para siempre? En Pipaón hace veintidós años todo el mundo sabía que D. Fernando Garrote tenía amores con la niña del Riojano y se corrió la voz de que se iban a casar. Desde entonces ha pasado mucho tiempo. Vino doña Fermina a la Puebla hace dos años traída por su mezquina herencia, y el enfadoso pleito que la dejara sin camisa que ponerse. Pocos la tratan aquí, y en cuanto a sus tristes antecedentes, sólo yo, por confidencia que me ha hecho correspondiendo a mis cristianos consejos, sé que esta venerable y modesta mujer es la doncella engañada hace más de veinte años en Pipaón, y que Salvadorcillo Monsalud es de la propia carne, de la misma sangre y de los mismísimos huesos de este tenebrario que tengo delante.

—¡Cuánto sabe la madre! —dijo D. Fernando, frotando el arma hasta desollarse los dedos—. Supe que Ferminilla había venido a la Puebla hace dos años trayendo consigo a un muchacho revoltoso; pero como casi todo el tiempo vivo en Peñacerrada, a ninguno de ellos he visto… y a la verdad, no son muchas las ganas…

—Pues yo la veo todos los días. Yo la acompaño y consuelo de la amarga tristeza que aún hoy sus desdichas y su atroz pecado le causan. Cuando llegó aquí, picome la curiosidad. Viéndola tan piadosa, tan santa y ejemplar, pues es mujer que no sale de su casa más que para ir a la iglesia, solicité su amistad; conocí que era un alma abatida y que necesitaba de mí. ¿Qué habría sido de ella sin mis consejos? Se los di, pues; mi conversación le agradó en extremo, y abriome su corazón confiándome todo y especialmente la tristeza de su desgracia, cuyo autor fue este señoritico precioso.

—Bien: ¿y qué? —dijo Navarro esforzándose en aparecer risueño, y dejando a un lado la espada que estaba más limpia que alma de bienaventurado—. Yo, la verdad, lo hice sin mala intención.

—¡Sin mala intención! —exclamó la beata con enojado semblante—. Sin mala intención dicen que se rebeló Luzbel contra Dios. Esa buena mujer es la criatura más desgraciada que existe en el mundo, y aunque seguramente Dios la ha perdonado por su grande arrepentimiento y continuo llorar, ella jamás se consuela, y ahora con la reciente desgracia del hijo que idolatraba, parece que va a entregar su alma al Señor.

—Pues qué, ¿ha muerto su hijo? —preguntó Garrote con vivo interés.

—Se ha pasado a los franceses, lo cual es peor que morir. Se ha pasado a los franceses, que es como morir el alma y seguir viviendo el cuerpo para afrenta de la familia y de la nación… Anoche mismo…

—¡Y dices que es hijo mío! —exclamó don Fernando con rabia, dando fuerte patada en el suelo—. No, madrita: ese muchacho no tiene mi sangre… Es mentira, ¡viven los cielos!

Iba a seguir protestando, cuando le interrumpió de súbito la presencia de su hijo Carlos, que acababa de entrar.

- XIV -

Carlitos era bastante parecido a su padre, salvo algunas diferencias; se le asemejaba en la tez morena, en los cabellos asimismo negros, en la arrogancia del cuerpo y talle y en cierta expresión de nobleza que en toda su persona gallardamente se mostraba. Diferenciábase en la estructura de las cejas que en el mozo eran juntas, y en la seriedad invariable y algo torva que tenía en los grandes ojos. Con respeto adelantose el joven hacia su padre, cuya mano besó, repitiendo la misma señal de veneración y cortesía en las arrugadas extremidades de la vieja. D. Fernando contemplaba a su hijo con el arrobamiento de un artista satisfecho y enfatuado ante la belleza de su obra maestra.

—¿Nos vamos ya? —le preguntó.

—Dentro de una hora —repuso el joven—. Difícil es que nos unamos a la partida de Longa que está en Munguía con los ingleses; pero nos uniremos a los que están hacia Miranda con el general Morillo. Para no tropezar con los franceses daremos la vuelta por Uralde y Burgueta, tomando el camino real en Armiñón. No hay nada que temer por ese lado.

D. Fernando se levantó para desperezarse, lo cual hizo como un león viejo, no sin que crujieran sus choquezuelas y sus articulaciones todas. Después dio algunos pasos por la habitación como para probar la elasticidad de sus miembros.

—Esta máquina sirve todavía —dijo.

Y luego dio fuertes voces llamando a sus criados.

—¡El caballo!… ¡ensillar el caballo!

Doña Perpetua, firme siempre en la perpetuidad de su desaprobación, movía la cabeza en señal de duda respecto a la eficacia de aquella máquina para hacer algo de provecho, y si no con la boca, con los ojos reprendió a don Fernando por su atrevida aventura.

Al punto comenzó Garrote su atavío marcial, sepultando sus pies en antiguas botas de cuero fino. Forrose después en un chaleco grueso y se fajó con una interminable banda de seda que le dio muchas vueltas en torno a la cintura, y sobre esto se puso un uniforme blanco de los antiguos regimientos distinguidos, el cual aunque viejo y fuera de moda, estaba servible. La cabeza la adornó con un deforme sombrero procedente de las campañas del décimo octavo siglo y que recordaba al general O'Reilly. A pesar de la notoria ancianidad de dichas prendas, tal era la histórica figura del insigne Navarro, que con ellas no resultaba ridículo.

Al vestirse parecía que se remozaba; la alegría brillaba en sus ojos; decía mil bufonadas graciosas, y con fatuidad chispeante se presentaba a sí mismo como modelo de apuestos militares, deprimiendo a la afeminada juventud del día. En mitad de esta escena entró el cura hecho un arsenal ambulante, según venía de armado y municionado, y celebró con palmadas y vítores los preparativos de su amigo, mostrando los suyos y volviéndose de todos lados para que le vieran.

—¡A matar franceses! —gritó el presbítero—. ¡A matar franceses y afrancesados, para gloria de la nación y triunfo de la fe!

—Señores —dijo Garrote con hueca voz y un poco del tonillo pedantesco de los oradores modernos—, toda mi vida la he consagrado al servicio del Rey, de la patria, de la religión…

La beata frunciendo el ceño, miró a don Fernando con expresión de burla.

—No, de la religión no —añadió Navarro con modestia— quiero decir que no he prestado a la religión servicios directos; pero siempre he sido piadoso, buen cristiano y temeroso de Dios… Alguno que otro pecadillo que anda suelto por ahí no es para darse de cabezadas, ¿no es verdad, señor cura?

—Sí hombre, sí —exclamó el padre de almas con risa campechana—. Contra una juventud algo ligera viene una vejez heroica en servicio de Dios.

¡En servicio de Dios! A eso iba —prosiguió Garrote acompañando sus palabras con una enérgica acción del dedo índice—. Quería decir que siempre fui ferviente cristiano y una vez reventé a palos a dos contrabandistas porque hablaron mal de la santidad de Pío VI. Señores, en mis campañas gloriosas, o por mejor decir, en toda mi vida, he tenido por norte la honra del Rey, la honra de la nación y sobre todos los nortes y sures, el norte de la religión que es mi guía, mi faro, mi luz del cielo.

—Si este D. Fernando no hace ahora un par de heroicidades estupendas que dejen atrás la antigüedad de Aníbales y Césares —exclamó con entusiasmo el cura—, me dejo quitar el hábito que visto y las licencias del sagrado orden que practico.

—Pues bien, señores —siguió el héroe—, ¿a qué han venido aquí los franceses? A quitarnos nuestro Rey, a quitarnos nuestra patria y a quitarnos, ¡oh crimen nefando! nuestra santa religión. Ved a España entera cómo se levanta en contra de esa canalla y en pro de tan caros objetos. Ved a España, vedme a mí, que un poco tarde, pero a tiempo todavía, me decido a echar una cana al aire.

—¡Una cana al aire! —repitió doña Perpetua rascándose—. Si D. Fernando no las deja todas en el campo de batalla, será milagro del Cielo.

—Hay un mal grave, señores, un mal terrible, al cual es preciso combatir —continuó Garrote sin hacer caso de la vieja—. ¿Qué mal es este? Que los franceses han traído acá la idea de cambiar nuestras costumbres, de echar por tierra todas las prácticas del gobierno de estos reinos, de mudar nuestra vida, haciéndonos a todos franceses, descreídos, afeminados, badulaques, tontos de capirote y eunucos. ¿Y qué ha sucedido? que mientras la mayor parte de los españoles se echaban al campo para extirpar toda la maleza galaica y sahumar
[3]
con el vapor de la guerra el país infestado de franceses, unos pocos de los nuestros han admitido aquella mudanza. ¡Abominables tiempos, señores! Ved cómo hay en Madrid una casta de miserables sabandijos a quien llaman afrancesados, que son los que visten a la francesa, comen a la francesa y piensan a la francesa. Para ellos no hay España, y todos los que guerreamos por la patria somos necios y locos. Pero todavía existe una canalla peor que la canalla afrancesada, pues éstos al menos son malvados descubiertos y los otros hipócritas infames. ¿Sabéis a quién me refiero? pues os lo diré. Hablo de los que en Cádiz han hecho lo que llaman la Constitución y los que no se ocupan sino de nuevas leyes y nuevos principios y otras gansadas de que yo me reiría, si no viera que este torrente constitucional trae mucha agua turbia y hace espantoso ruido, por arrastrar en su seno piedras y cadáveres y fango. ¿Queréis pruebas? Pues oídlas. Estos hombres se fingen muy patriotas y aparentan odiar al francés, pero en realidad le aman. ¡Ah! Pasad la vista por sus abominables
gacetas
. ¿Las habéis leído? Decís que no. Pues yo las he leído y sé que respiran odio a los patriotas, al Rey y a la sacrosanta religión. Son los discípulos de Voltaire, que van por el mundo predicando la nueva de Satanás.

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