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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (99 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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—No lo haré, Sarah —prometió Matthew.

Recibió nuestros besos y escapó corriendo escaleras abajo, hacia el coche que la esperaba.

—Las despedidas son difíciles para Sarah —explicó Em—. Te llamaremos mañana, Marcus. — Subió al asiento delantero saludando con la mano. El coche cobró vida ruidosamente, avanzó a trompicones por el irregular sendero de la entrada y dobló rumbo al pueblo.

Cuando volvimos a entrar en la casa, Miriam y Marcus estaban esperando en el salón, junto al vestíbulo, con su equipaje preparado a su lado.

—Pensamos que querríais pasar algún tiempo a solas —explicó Miriam, entregándole su bolsa a Marcus—. Además, odio las despedidas largas. —Miró a su alrededor—. Bien —dijo en tono alegre mientras se dirigía hacia los escalones del porche—, nos vemos cuando volváis.

Después de sacudir la cabeza mirando cómo Miriam se alejaba, Matthew entró en el comedor y regresó con un sobre.

—Toma —le dijo a Marcus con su voz ronca.

—Nunca quise ser gran maestre —dijo Marcus.

—¿Y crees que yo sí? Ése era el sueño de mi padre. Philippe me hizo prometer que la hermandad no caería en las manos de Baldwin. Te pido a ti lo mismo.

—Te lo prometo. —Marcus cogió el sobre—. Ojalá no tuvieras que irte.

—Lo siento, Marcus. —Me tragué el nudo que se había formado en mi garganta y apoyé suavemente mis dedos cálidos sobre su fría piel.

—¿Por qué? —Su sonrisa era brillante y sincera—. ¿Por hacer feliz a mi padre?

—Por haberte puesto en esta situación y provocar todo este caos.

—No me asusta la guerra, si te refieres a eso. Lo que me preocupa es seguir los pasos de Matthew. —Marcus rompió el sello. Con aquel aparentemente insignificante ruido de la cera que se rompe, se convirtió en gran maestre de los caballeros de Lázaro.

—Je suis à votre commande, seigneur —murmuró Matthew con la cabeza inclinada. Baldwin había pronunciado las mismas palabras en La Guardia. Sonaban de manera muy diferente cuando eran sinceras.

—Entonces te ordeno que regreses y vuelvas a tomar el mando de los caballeros de Lázaro —dijo Marcus bruscamente— antes de que yo genere un desastre total con todo esto. No soy francés, e indudablemente no soy un caballero.

—Tienes más de una gota de sangre francesa en ti, y tú eres la única persona en la que confío para hacer este trabajo. Además, puedes utilizar tu famoso encanto estadounidense. Y es posible que, al final, te llegue a gustar ser gran maestre.

Marcus resopló y marcó el número ocho en su teléfono.

—Ya está hecho —dijo brevemente a la persona que se puso el otro lado. Hubo un breve intercambio de palabras—. Gracias.

—Nathaniel ha aceptado su cargo —murmuró Matthew con un temblor en las comisuras de sus labios—. Su francés es sorprendentemente bueno.

Marcus miró con el ceño fruncido a su padre, se alejó para decir algunas palabras más al daimón y volvió.

Entre padre e hijo hubo una larga mirada, el apretón de manos hasta el codo, la presión de una mano en la espalda, una despedida como cientos de despedidas similares. Para mí hubo un beso amable, un «que todo vaya bien» apenas murmurado y luego Marcus también, desapareció.

Busqué la mano de Matthew. Estábamos solos.

Capítulo
42

A
hora sólo estamos nosotros y los fantasmas. —Mi estómago protestó.

—¿Cuál es tu comida favorita? —me preguntó.

—Pizza —respondí de inmediato.

—Debes comerla mientras puedas. Pide una y pasaremos a recogerla.

No habíamos ido más allá de los alrededores inmediatos de la casa de las Bishop desde nuestra llegada y resultaba extraño estar paseando por las afueras de Madison en un Range Rover junto a un vampiro. Tomamos un camino secundario hacia Hamilton, yendo al sur por las colinas, hacia el pueblo, antes de doblar al norte otra vez para buscar la pizza. Mientras avanzábamos, le indiqué dónde iba a nadar cuando era niña y dónde había vivido mi primer noviazgo serio. El pueblo estaba cubierto con adornos de Halloween: gatos negros, brujas sobre escobas e incluso árboles decorados con huevos de color naranja y negro. En esta parte del mundo, no eran sólo las brujas quienes se tomaban en serio estas celebraciones.

Cuando llegamos a la pizzería, Matthew bajó conmigo, sin preocuparle en lo más mínimo que brujas o humanos lo vieran conmigo. Me estiré hacia arriba para besarlo y él me devolvió el beso con una risa que era casi alegre.

La estudiante universitaria que nos atendió miró a Matthew con evidente admiración cuando le entregó la pizza.

—Menos mal que no es una bruja —dije cuando regresamos al coche—. Me habría convertido en un tritón para irse volando contigo en su escoba.

Fortalecidos con la pizza —con pimientos y setas—, me dispuse a arreglar el desorden que había quedado en la cocina y en la sala. Matthew sacó montañas de papel del comedor que quemó en la chimenea de la cocina.

—¿Qué hacemos con esto? —preguntó enseñándome la carta de mi madre, el misterioso epigrama de tres líneas y la página del Ashmole 782.

—Deja todo en el salón principal —dije—. La casa los cuidará.

Continué haciendo cosas, como lavar la ropa y ordenar el despacho de Sarah. Cuando subí a guardar nuestras ropas, advertí que ambos ordenadores habían desaparecido. Corrí ruidosamente escaleras abajo presa del pánico.

—¡Matthew! ¡Los ordenadores han desaparecido!

—Los tiene Hamish —me informó, atrapándome en sus brazos y alisándome el pelo sobre la nuca—. Todo va bien. Nadie ha estado en la casa.

Mis hombros se relajaron, aunque todavía el corazón me latía con fuerza ante la idea de que pudiéramos ser sorprendidos por otro Domenico u otra Juliette.

Él hizo un té y luego me frotó los pies mientras me lo tomaba. En todo ese tiempo no habló de nada importante: las casas en Hamilton que le hacían recordar algún otro lugar y otro tiempo, la primera vez que olfateó un tomate, lo que pensó cuando me vio remar en Oxford…, hasta que me relajé aliviada envuelta en aquella calidez.

Matthew era siempre diferente cuando no había nadie cerca, pero el contraste fue especialmente notable una vez que nuestras familias se marcharon. Desde que llegamos a la casa de las Bishop, poco a poco había ido asumiendo la responsabilidad por otras ocho vidas. Había velado por todos ellos, sin considerar quiénes eran ni qué clase de parentesco tenían con él, con la misma feroz intensidad. En ese momento sólo tenía una criatura de la que ocuparse.

—No hemos tenido mucho tiempo para hablar —observé, pensando en el torbellino de los días pasados desde que nos habíamos conocido—. Solos nosotros dos.

—Las semanas anteriores han sido casi bíblicas en sus pruebas. Pienso que lo único de lo que nos hemos librado es de una plaga de langostas. —Hizo una pausa—. Pero si el universo quería ponernos a prueba al estilo antiguo, hoy llegaremos al final de nuestras penurias. Esta noche se cumplirán cuarenta días.

Había pasado tan poco tiempo y habían ocurrido tantas cosas…

Puse mi taza vacía sobre la mesa y le cogí las manos.

—¿Adónde nos vamos, Matthew?

—¿Puedes esperar un poco más,
mon coeur?
—Miró por la ventana—. Quisiera que este día nunca acabara. Y muy pronto se hará de noche.

—Te gusta jugar a las casitas conmigo. —Un mechón de pelo había caído sobre su frente, y se lo coloqué echándolo hacia atrás.

—Me encanta jugar a las casitas contigo —dijo, cogiéndome la mano.

Hablamos tranquilamente durante otra media hora antes de que Matthew volviera a mirar afuera otra vez.

—Ve arriba y date un baño. Usa hasta la última gota de agua del depósito dándote también una larga ducha caliente. Podrás desear una pizza de vez en cuando en los próximos días. Pero eso no será nada comparado con lo que desearás tener agua caliente. En pocas semanas serás capaz de matar tranquilamente a alguien por darte una ducha.

Matthew subió mi traje de Halloween mientras me bañaba: un vestido negro largo hasta la pantorrilla con cuello alto, botas de punta afilada y un sombrero puntiagudo.

—¿Puedo preguntar qué es esto? —Me enseñó un par de medias a rayas horizontales rojas y blancas.

—Ésas son las medias que Em mencionó —gruñí—. ¡Se enterará si no me las pongo!

—Si todavía tuviera mi teléfono conmigo, te sacaría una foto con estas horribles cosas puestas para chantajearte durante toda la eternidad.

—¿Hay algo con lo que pueda comprar tu silencio? —Me hundí más todavía en la bañera.

—Seguro que lo hay —respondió Matthew, arrojando las medias detrás de él.

Jugueteamos al principio. Igual que la noche anterior durante la cena y otra vez en el desayuno; evitamos mencionar que ésta podría ser nuestra última oportunidad de estar juntos. Yo era todavía una principiante, pero Em me había dicho que incluso los más experimentados viajeros en el tiempo sentían respeto por la imprevisibilidad de moverse entre el pasado y el futuro, y reconocían que era muy fácil quedarse vagando indefinidamente dentro de la telaraña del tiempo.

Matthew percibió mi cambio de humor y respondió a él primero con mayor delicadeza, para luego adoptar una feroz actitud posesiva que me exigía no pensar nada más que en él.

A pesar de nuestra evidente necesidad de comprensión y protección, no consumamos nuestro matrimonio.

—Cuando estemos a salvo —había murmurado él, besándome a lo largo de la clavícula—. Cuando haya más tiempo.

En algún momento, la ampolla provocada por la viruela reventó. Matthew la revisó y declaró que estaba evolucionando muy bien, una rara descripción para una horrible herida abierta del tamaño de una moneda de diez centavos. Retiró la venda de mi cuello y quedó a la vista un ligero rastro de las suturas de Miriam, y también la venda de mi brazo.

—Te recuperas rápido —dijo con tono de aprobación, besando la parte interna de mi codo donde él había bebido de mis venas. Sentí sus labios cálidos contra mi piel.

—¡Qué raro! Mi piel está fría ahí. —Me toqué el cuello—. Y aquí también.

Matthew pasó el pulgar sobre el lugar donde mi carótida pasaba cerca de la superficie. Me estremecí cuando me tocó. Al parecer, el número de terminaciones nerviosas se había triplicado en ese lugar.

—Sensibilidad adicional —dijo Matthew—, como si fueras en parte vampiro. —Se inclinó y puso sus labios sobre mi pulso.

—¡Ah! —contuve una exclamación, sorprendida por la intensidad de la sensación.

Consciente de la hora, me puse el vestido negro y me lo abroché. Con una trenza que caía por mi espalda, podría haber salido de una fotografía de finales del siglo XIX.

—¡Lástima que no vayamos a viajar en el tiempo hasta la Primera Guerra Mundial! —observó Matthew, tirando de las mangas del vestido—. Podrías ser perfectamente una maestra de alrededor de 1912 con esa ropa.

—Pero no con estas medias puestas. —Me senté en la cama y empecé a ponerme las medias a rayas multicolores.

Matthew estalló en carcajadas y me pidió que me colocara el sombrero inmediatamente.

—Yo misma me encenderé —protesté—. Espera a que las calabazas estén encendidas.

Salimos con cerillas, pensando que podíamos encender las calabazas a la manera humana. Pero se había levantado una brisa que hacía difícil mantener las velas encendidas.

—¡Maldición! —exclamé—. El trabajo de Sophie no debe ser desperdiciado.

—¿No puedes usar un hechizo? —quiso saber Matthew, listo para volver a intentarlo con las cerillas.

—Si no puedo, entonces no tiene sentido fingir que soy una bruja en Halloween. —La simple posibilidad de tener que explicar mi fracaso a Sophie me hizo concentrarme más en la tarea, y la mecha cobró vida. Encendí las otras once calabazas que estaban alineadas a lo largo del sendero de la entrada, cada una más notable o aterradora que la anterior.

A las seis de la tarde se oyeron fuertes golpes a la puerta y gritos con voces distorsionadas pidiendo golosinas bajo la amenaza de sorpresas desagradables. Matthew nunca había tenido la experiencia de un Halloween estadounidense, y les dio la bienvenida de buena gana a nuestros primeros visitantes.

Los que estaban allí recibieron una de sus grandes y seductoras sonrisas, antes de que Matthew me sonriera y me hiciera señas para que me acercara.

Una pequeña bruja y un vampiro apenas un poco más grande estiraban sus manos en el porche de la entrada.

—¡Truco o trato! —canturrearon, mostrando sus almohadones abiertos.

—Soy un vampiro —se presentó el muchacho, y le enseñó sus colmillos a Matthew. Señaló a su hermana—. Ella es una bruja.

—Ya lo veo —dijo Matthew con solemnidad mirando la capa negra y el maquillaje blanco—. Yo soy un vampiro también.

El niño lo examinó con ojo crítico.

—Tu mamá tenía que haberse esforzado más con tu disfraz. No pareces para nada un vampiro. ¿Dónde está tu capa? —El vampiro en miniatura extendió los brazos con un pliegue de su propia capa de raso en cada puño, mostrando la forma de alas de murciélago—. ¿Ves? Necesitas una capa para volar, o no puedes convertirte en murciélago.

—¡Ah, eso es un problema! Me he dejado mi capa en casa y ahora no puedo volar para ir a buscarla. Quizás puedas prestarme la tuya. —Matthew dejó caer un puñado de golosinas en cada uno de los almohadones mientras los ojos de ambos niños se abrían desmesuradamente ante semejante generosidad. Espié por un lateral de la puerta y saludé con la mano a sus padres.

—Evidentemente ella sí que es una bruja —declaró la niña, haciendo gestos de aprobación al ver mis medias de rayas rojas y blancas y las botas negras. Por indicación de sus padres, dieron las gracias a gritos mientras corrían por el sendero hasta el coche que los esperaba.

Durante las siguientes tres horas, agasajamos a una corriente constante de hadas, princesas, piratas, fantasmas, esqueletos, sirenas y visitantes del espacio, además de más brujas y vampiros. Con delicadeza informé a Matthew de que un caramelo por duende travieso era lo habitual y que si no dejaba enseguida de distribuir puñados de golosinas, nos quedaríamos sin nada mucho antes de las nueve, que era cuando los niños se retiraban.

Sin embargo, era difícil contradecirle, porque estaba disfrutando. Sus reacciones ante los niños que llegaban a la puerta me revelaron un aspecto completamente nuevo en él. Agachado para parecer menos amenazador, les hacía preguntas sobre sus disfraces, diciéndole a cada niño que se presentaba como vampiro que era la criatura más aterradora que jamás había visto.

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