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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (44 page)

BOOK: El círculo oscuro
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Dejó su pensamiento en blanco, para concentrarse en una sola cosa, la más extraña de todas. Dentro del humo animado se entrevela una aparición: ojos desquiciados e inyectados en sangre, una sonrisa con colmillos, unas manos con garras que se abrían, rodeándole, y una expresión que era de necesidad y de intensa avidez.

Casi inmediatamente se le pasaron varias cosas por la cabeza. Sabía qué era, quién lo había creado y por qué. Sabía la inminencia de una lucha en la que no se jugaba solo la vida, sino el alma. Se hizo fuerte mentalmente, mientras la cosa le apresaba en un abrazo pegajoso, abrumando sus sentidos con el olor empalagoso de un sótano húmedo y putrefacto, de insectos resbaladizos, de cadáveres medio descompuestos.

De pronto, se apoderó de él la calma, la calma indiferente y liberadora que había descubierto hacía muy poco. Le había cogido por sorpresa; tenía poco tiempo para prepararse, pero podía recurrir a los extraordinarios poderes mentales que el Agoyzen había desencadenado en el interior de su mente, y que le harían salir victorioso. La contienda pondría a prueba esos poderes. Sería un bautismo de fuego.

La cosa intentaba penetrar en su mente, tanteándola con zarcillos húmedos de voluntad, de deseo puro. Pendergast dejó su mente en blanco. No pensaba proporcionarle ni un solo asidero. Con asombrosa rapidez, llevó su mente al estado de
tk'an shin gha
, el Umbral del Perfecto Vacío, y después al de
stong pa nyid
, el Estado del Puro Vacío. La cosa, al entrar, encontraría vacía la habitación. No, ni siquiera habría habitación en la que entrar.

Vagamente intuyó que la entidad buscaba el vacío, malévola y sin rumbo, con ojos como puntas de un cigarrillo encendido. Se agitaba para aquí y para allá, buscando un ancla, como un gato hundiéndose en un mar sin fondo. Ya estaba vencida.

Dejó de agitarse… y de repente, como un relámpago, enroscó en él sus zarcillos grasientos, clavando los colmillos directamente en la mente de Pendergast.

Una atroz descarga de dolor recorrió todo su ser. Contraatacó de inmediato con la estrategia opuesta. Combatiría el fuego con el fuego, creando una barrera mental indestructible. Alzaría en torno a él una pared de puro ruido intelectual, ensordecedora e impenetrable.

En el oscuro vacío, invocó a cien de los filósofos más importantes del mundo y les puso a conversar entre sí: Parménides y Descartes, Heráclito y Kant, Sócrates y Nietszche… De golpe brotaron decenas y decenas de argumentos (sobre la naturaleza y la conciencia, la libertad y la razón pura, la verdad y la divinidad de los números), formando una tormenta de ruido intelectual que se extendía de uno a otro horizonte. Era una construcción que Pendergast, casi sin respirar, mantenía a pura fuerza de voluntad.

A través del susurro de diálogos surgió una onda, como una gota de agua en la superficie de un estanque negro. Las conversaciones más próximas de los filósofos cesaron cuando se expandió. En el centro se formó un agujero silencioso, como el ojo de una tormenta, y el fantasma de humo se introdujo por él, acercándose implacable.

Pendergast disolvió al instante los innumerables debates, y sacó de su mente a todos los hombres y mujeres, purgándose de nuevo, con un gran esfuerzo, de cualquier pensamiento consciente. Ya que no funcionaba el planteamiento puramente racional, quizá lo hiciese otro más abstracto.

Dispuso velozmente en su cerebro las mil mejores pinturas de la tradición occidental, y dejó que llenasen una a una, en orden cronológico, hasta el último rincón de su mente. Su voluntad hizo que sus colores, pinceladas, símbolos, significados ocultos y alegorías, sutiles u obvias, se apoderasen por entero de su conciencia.
La Maesta de Duccio, El nacimiento de Venus de Botticelli, la Trinidad de Masaccio, la Adoración de Gentile da Fabriano, El matrimonio Arnolfini de Van Eyck
, fueron surgiendo en su paisaje mental, ahogando cualquier pensamiento con su complejidad y su belleza deslumbrante. Avanzó por ellas cada vez más deprisa hasta acercarse al presente, Rousseau, Kandinsky y Marín. Después retrocedió y empezó otra vez desde el principio, todavía más deprisa, hasta que se confundieron los colores y las formas, y su mente fundió simultáneamente todas las imágenes en su complejidad abrumadora, negando cualquier punto de apoyo al demonio.

La mancha de colores tembló y empezó a deshacerse. La forma vil y tosca de la tulpa se abrió camino por el caleidoscopio de imágenes, como un pozo de oscuridad que todo lo absorbía a medida que se acercaba a su mente.

Pendergast la vela llegar con la inmovilidad de un ratón ante una cobra. Logró librarse de sus pensamientos mediante un gran esfuerzo. Se daba cuenta de que su corazón latía mucho más deprisa que antes. Sentía el ardiente apetito de la cosa por su esencia, su alma. El fantasma de humo desprendía deseo como si irradiase calor. Saberlo provocó en Pendergast un hormigueo de pánico, una serie de pequeñas quemaduras y ampollas en los bordes de su conciencia.

Era mucho más fuerte de lo que había imaginado. Por descontado, quien no tuviese la armadura mental fuera de lo común de la que él gozaba en aquellos instantes ya habría sucumbido a la tulpa.

La cosa se acercó aún más. Con algo semejante a la desesperación, Pendergast se retiró a los dominios de la lógica absoluta, desencadenando un torrente de matemáticas puras por el paisaje cada vez más quebrantado de su mente. La tulpa se deslizó por sus defensas más deprisa que nunca.

No parecía que la afectase ninguna de las estratagemas que ponía a prueba. Quizá fuera invencible, al fin y al cabo…

De pronto, se le presentó sin disfraces toda la gravedad del peligro que corría. La cosa no atacaba solo su mente, sino también su cuerpo. Sintió cómo sus músculos palpitaban con espasmos incontrolables. Sintió el esfuerzo de su corazón. Sintió cómo sus manos se abrían y cerraban. Era terrible y terrorífico, una doble posesión de la mente y de la forma física. Cada vez le costaba más mantener la disociación respecto a su cuerpo, tan esencial para sostener el estado de
stongpa nyid
. Sentía que sus brazos y sus piernas estaban cada vez más sometidos al control de la tulpa. El esfuerzo necesario para dejar a un lado su forma física se hizo cada vez más exigente.

Llegó un momento en el que se volvió imposible. Todas sus defensas, edificadas con tanto esmero, sus amagos, sus ardides y sus estratagemas, cayeron deshechos, y en lo único que pudo pensar fue en la mera supervivencia.

Se irguió ante él la antigua mansión familiar de la calle Dauphine, aquel palacio de la memoria que hasta entonces siempre le había ofrecido refugio. Corrió hacia ella desesperadamente. Cruzó el jardín en apenas segundos. Salvó de un único salto los escalones de entrada. Ya estaba dentro, jadeando por el esfuerzo, pugnando con las cerraduras y cadenas de la puerta.

Se volvió, con la espalda pegada al marco y miró con ojos desencajados a su alrededor. En la Maison de la Rochenoire reinaba un silencio expectante. Al fondo de un pasillo largo y poblado de sombras, vio la curva del suntuoso vestíbulo, con su incomparable colección de curiosidades y piezas artísticas, y la doble voluta de la escalera que llevaba al primer piso. Más al fondo aún, inmersa en la penumbra, estaba la biblioteca, con los miles de volúmenes encuadernados en piel dormitando bajo una fina capa de polvo. Era una visión que solía llenarle de un sereno placer.

Pero en aquel momento, lo único que sentía era el terror atávico de la presa.

Corrió por el pasillo del refectorio en dirección al vestíbulo, haciendo el esfuerzo de no mirar por encima del hombro. Al llegar, giró sobre sí mismo, buscando desesperadamente con los ojos un lugar donde esconderse.

Desde atrás le alcanzó un estremecimiento de aire frío y pegajoso.

Su mirada se detuvo en un arco de entrada, apenas un perfil negro sobre negro en la madera bruñida de la pared del fondo. Sabía que al otro lado estaba la escalera que bajaba al sótano, y más abajo aún, al laberinto de cámaras y catacumbas del subsótano de la mansión. Conocía cientos de nichos, criptas y pasadizos ocultos en los que cobijarse.

Caminó deprisa hacia la puerta cerrada, pero se paró antes de llegar. La idea de quedarse encogido de miedo en un oscuro y húmedo rincón (esperando como una rata acorralada que le encontrara la cosa) le resultaba insoportable.

Cada vez más desesperado, entró corriendo en el pasillo del fondo y cruzó las puertas de la cocina. En aquel laberinto de despensas polvorientas era fácil perder la orientación. Voló entre ellas en busca de un refugio seguro, pero fue en vano. Entonces dio otra vez media vuelta, sin aliento. Ahí seguía la cosa; la sentía, cada vez más cerca.

Regresó al vestíbulo corriendo, sin perder ni un instante. Solo vaciló un segundo, mientras miraba con los ojos desorbitados las vitrinas de madera bruñida, la reluciente lámpara de araña y el trampantojo del techo. Únicamente había un refugio posible, un solo lugar donde podía estar a salvo.

Subió como una exhalación por la escalera curva que llevaba al piso superior, y se internó a toda velocidad por una galería llena de ecos. Más o menos hacia la mitad, a mano izquierda, había una puerta abierta. La cruzó de un salto, dio un portazo, giró la llave bruscamente en la cerradura y echó el cerrojo.

Su habitación. Su propia habitación. Pese al tiempo transcurrido desde el incendio de la mansión, allí siempre había estado a salvo. Era el único lugar en el edificio de su memoria lo suficientemente bien defendido como para que nadie pudiera penetrar en él, ni siquiera su propio hermano, Diógenes.

En la chimenea chisporroteaba el fuego. En las mesitas goteaban las velas. Flotaba un perfume de humo de leña. Esperó, respirando cada vez más acompasadamente. El simple hecho de haber vuelto a aquella luz cálida e indirecta tuvo un efecto calmante. Su pulso se desaceleró. Pensar que poco antes había estado sentado en la misma habitación, meditando con Constance, y adquiriendo unos poderes mentales nuevos y jamás imaginados… Resultaba irónico, y quizás hasta un poco bochornoso. En fin, daba igual. Pronto (muy pronto) pasaría el peligro, y podría volver a salir. Se había pegado un susto enorme, y justificadamente; la cosa que ya le había envuelto en el mundo físico también había estado a punto de envolverle en el mundo psíquico. Pocos minutos habían faltado para que se rompiesen su vida, sus recuerdos, su alma y todo lo que le definía como ser humano. Pero no llegaría hasta allí. No, no podía; nunca, jamás…

Bruscamente tuvo esa misma sensación, muy cerca de la nuca: un soplo húmedo y frío de aire pegajoso, que hedía a tierra mojada y a insectos reptantes y aceitosos.

Se levantó gritando. Ya estaba ahí, en su habitación, ondulando hacia él, con la cara roja y blanca contraída en el rictus de una sonrisa, y los vagos brazos grises tendidos hacia el en un gesto que, de no ser por las garras, casi habría sido tierno.

Cayó de espaldas, y la tuvo inmediatamente encima, violándole de la manera más horrible, extendiéndose por dentro y por fuera, a lo largo, a lo ancho… chupando, chupando sin cesar, hasta que Pendergast sintió que algo muy dentro de su ser (alguna esencia tan profunda que nunca había sido consciente de que estuviese en el núcleo de su persona) empezó a hincharse, a desprenderse, a deformarse… y comprendió con un escalofrío de horror que ya no había esperanza, ni la más remota.

Constance siguió aferrándose a la estantería, paralizada de miedo, mientras Pendergast yacía en el suelo de la sala de estar, pegado a la pared, inmóvil como un muerto, rodeado por un halo de niebla. El barco se escoraba cada vez más. Alrededor de Constance todo se caía. Fuera, a medida que el barco se inclinaba, aumentaba el estruendo de las olas. Había intentado varias veces tender una mano hacia Pendergast, pero nunca conseguía sujetar la del agente por culpa de la inclinación del camarote y de la lluvia de libros y de objetos.

Vio que la cosa extraña y pavorosa que había cubierto a Pendergast como el vapor de unas marismas empezaba a moverse y a disolverse. La esperanza, que había abandonado el corazón de Constance durante la corta y terrible espera, regresó de golpe, Pendergast había vencido. La tulpa estaba derrotada.

Pero entonces, se dio cuenta, horrorizada, de que no se estaba dispersando, sino entrando en el cuerpo de Pendergast.

De repente, la ropa del agente empezó a palpitar y a retorcerse, como si corrieran por debajo infinidad de cucarachas. Sus brazos y sus piernas sufrieron convulsiones, como si su cuerpo estuviese poseído por una presencia ajena. Un espasmo recorrió sus músculos faciales, que temblaron. Sus ojos se abrieron solo un instante mirando al vacío, y en aquella fugaz mirada plateada, Constance vio simas de terror y desesperación tan profundas como el propio universo.

Una presencia ajena…

De repente Constance ya no se debatía interiormente. Ahora sabía qué tenía que hacer.

Se incorporó, cruzó el salón con gran esfuerzo, subió por la escalera (ladeada de un modo inverosímil) y entró en el dormitorio de Pendergast. Haciendo caso omiso de la inclinación del barco, registró uno tras otro los cajones, hasta que sus dedos se cerraron alrededor de la Les Baer calibre 45 del agente. Sacó la pistola, comprobó que hubiera una bala en la recámara y quitó el seguro.

Sabía cómo habría querido vivir Pendergast, y cómo habría querido morir. Ya que no podía ayudarle de ninguna otra manera, al menos podía ayudarle en eso.

Salió del dormitorio con el arma en la mano y bajó a la sala de estar por la escalera inclinada, sin soltar la baranda.

Capítulo 74

LeSeur miraba fijamente la proa roja reforzada del
Grenfell
, mientras el barco canadiense invertía desesperadamente el movimiento de las hélices para intentar salir de la trayectoria del
Britannia
, y el gran trasatlántico guiñaba al máximo de su velocidad.

La cubierta del puente auxiliar sufrió una sacudida. Eran los módulos de propulsión, que iban forzados al máximo tras aquella maniobra tan extrema. LeSeur ni siquiera tuvo que mirar los instrumentos para saber que era el final. Podía extrapolar las trayectorias de los dos barcos solo con mirar por las ventanas del puente. Sabía que ambos llevaban un rumbo que les haría chocar de la peor manera. A pesar de que la velocidad del
Grenfell
se hubiera reducido en tres o cuatro nudos mientras trataba de maniobrar, el
Britannia
seguía contando con toda la potencia de sus dos hélices fijas, al tiempo que los módulos de popa, con su inclinación de noventa grados, proporcionaban un impulso lateral que hacía que la popa del
Britannia
fuera como un bate de béisbol a punto de chocar con el
Grenfell
.

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