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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (37 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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–Me dijo que quería información sobre algo que había sucedido en China. ¿Cómo se llamaba la página web?… –La joven se esforzaba por recordar–. ¡Aids Report! –exclamó al cabo–. Eso es.

Empezó a buscar mientras sus dedos se deslizaban ágiles sobre el teclado.

De pronto, a Louise le vino a la mente una ocasión en que, siendo Henrik muy pequeño, ella había intentado que aprendiese a tocar el piano. Sus manos no tardaron en convertirse en martillos que aporreaban el instrumento con jubiloso brío. Después de tres clases, el profesor de piano le propuso que enseñase a Henrik a tocar el tambor.

–Fue en el mes de mayo –recordó Lucinda–. El viento soplaba con fuerza y revolvía la arena. A Henrik le entró algo en el ojo izquierdo y yo le ayudé a sacárselo. Después, entramos y nos sentamos allí, junto a la ventana. –Señaló uno de los rincones de la sala, antes de continuar–. Acababan de abrir el local. Los ordenadores eran nuevos y el propio dueño, un hombre de Pakistán, de la India o quizá de Dubai, estaba aquí. Un mes después de abrir el negocio, huyó del país. El dinero que había invertido en el local procedía de un gran golpe de tráfico de drogas realizado a través de Ilha de Mozambique. No sé quién es el dueño ahora. Tal vez nadie lo sepa. Por lo general, eso significa que el propietario es alguno de los ministros del país.

Lucinda siguió buscando en el archivo de artículos y enseguida halló lo que esperaba. Apartó la silla para dejar que Louise lo leyese por sí misma.

Se trataba de un artículo claro, nada ambiguo. A finales del otoño de 1995, un hombre se presentó en la provincia china de Henan para comprar sangre. Para los campesinos de aquellos pueblos pobres constituía una oportunidad de oro para conseguir algo de dinero. Por otro lado, nunca habían imaginado que sus cuerpos pudieran reportarles ningún beneficio económico que no proviniese de su duro trabajo. Sin embargo, ahora no tenían más que tumbarse en una camilla y dejar que les sacasen medio litro de sangre. El hombre que la compraba y sus ayudantes sólo estaban interesados en el plasma, por lo que volvían a transferir la sangre a los cuerpos de los campesinos. No obstante, no limpiaban bien las agujas. Resultó que un hombre del pueblo había estado de viaje en una provincia cercana a la frontera con Tailandia. El hombre vendió también su sangre, pero el virus del sida volvió a entrar en sus venas al igual que ahora se transfería a las de otros campesinos. En una investigación sanitaria llevada a cabo en 1997, los médicos descubrieron que gran parte de los habitantes de varios pueblos de la zona tenía el virus del sida. Muchos de los afectados ya habían fallecido o estaban gravemente enfermos.

Entonces se puso en marcha la segunda fase de lo que Aids Report llamaba «La catástrofe de Henan». Un día, un equipo de médicos se presentó en uno de los pueblos para ofrecer a los enfermos un nuevo medicamento llamado BGB–2, un tratamiento comercializado por Cresco, una compañía farmacéutica de Arizona que desarrollaba diversas formas de antivirales. Los médicos repartían la medicina gratis entre los campesinos al tiempo que les prometían que no tardarían en sanar. Pero el BGB–2 no había obtenido la aprobación de las autoridades sanitarias chinas. No sabían siquiera de su existencia ni conocían a los médicos y las enfermeras que acudieron a Henan con el medicamento. En realidad, nadie sabía si el BGB–2 funcionaba ni cuáles eran sus posibles efectos secundarios.

Unos meses más tarde, algunos de los campesinos tratados con el medicamento sufrían fiebres muy altas, quedaban sin fuerzas y empezaban a sangrar por los ojos y a presentar erupciones cutáneas de difícil curación. Y murieron más y más. De repente, los médicos y las enfermeras desaparecieron y nunca más se habló del BGB–2. La compañía de Arizona negó conocer ningún dato al respecto, se cambió el nombre y se trasladó a Inglaterra. El único castigado fue el hombre que había ido de pueblo en pueblo comprando plasma. Fue condenado por delito fiscal grave y ejecutado tras haber sido sentenciado a muerte por un tribunal.

Louise se estiró para descansar la espalda.

–¿Has terminado de leer? Henrik estaba indignado. Y yo también. Los dos pensamos igual.

–¿Que podía suceder aquí lo mismo?

Lucinda asintió.

–Los pobres reaccionan igual en todas partes. ¿Por qué no habían de intentarlo aquí?

Louise se esforzaba por ordenar sus pensamientos. Estaba cansada, hambrienta, sedienta y, ante todo, desconcertada. Y se veía obligada a defenderse constantemente de la visión de la cabeza de Umbi, de la visión de la muerte que abría sus fauces ante ella.

–¿Sabes si Henrik había entrado ya en contacto con Christian Holloway y la actividad que desarrolla en Xai-Xai cuando vinisteis aquí?

–No, fue mucho después.

–¿Antes de que empezase a cambiar?

–Al mismo tiempo, aproximadamente. Una mañana, cuando él vivía en casa de Lars Håkansson, vino a verme y me pidió que le mostrase dónde había un cibercafé. Tenía prisa y, por una vez, lo vi impaciente.

–¿Por qué no utilizó el ordenador de Lars Håkansson?

–No me lo dijo. Recuerdo que le pregunté, porque me extrañó.

–¿Y qué te contestó?

–Movió la cabeza con gesto inquieto y me pidió que me apresurase.

–¿No dijo nada más? ¡Intenta recordar! Es importante.

–Vinimos al café, que, como te digo, acababan de abrir. Recuerdo que lloviznaba y se oían truenos en la distancia. Le dije que tal vez hubiese un corte en el suministro eléctrico si la tormenta se acercaba a la ciudad.

En este punto, Lucinda guardó silencio. Louise intuyó que rebuscaba en su memoria. La imagen del cuerpo sin vida de Umbi volvió a aparecer en su mente. Un pobre campesino que vivía entre enfermos de sida moribundos y que tenía algo crucial que decirle. Louise sintió un escalofrío, pese al calor y la humedad que reinaban en el local. Pensó que apestaba a sudor.

–Por el camino, iba mirando a su alrededor, ahora lo recuerdo. Incluso se detuvo en dos ocasiones y se dio la vuelta. Me sorprendió tanto que ni siquiera le pregunté por qué lo hacía.

–¿Sabes si vio algo?

–No, sólo sé que continuamos caminando. Después, se dio la vuelta una vez más. Y eso fue todo.

–¿Te dio la impresión de que tuviese miedo?

–No sabría decirte. Tal vez sólo estuviese preocupado y yo no supe darme cuenta.

–¿Recuerdas alguna otra cosa?

–Pasó delante del ordenador menos de una hora. Sabía muy bien lo que buscaba.

Louise intentó recrear lo sucedido. Los dos jóvenes, sentados ante la mesa del rincón. Desde allí, Henrik podía ver la calle con tan sólo alzar la cabeza. Sin embargo, él quedaba oculto tras el monitor.

Optó por acudir a un cibercafé porque no quería dejar ninguna pista en el ordenador de Lars Håkansson.

–¿Recuerdas si entró alguien mientras él trabajaba?

–Estaba cansada y tenía hambre. No bebí nada y me había tomado un bocadillo grasiento. Había gente entrando y saliendo, pero no recuerdo ningún rostro.

–¿Qué sucedió después?

–Copió el artículo, lo grabó en un disquete y nos marchamos. Empezó a llover justo cuando llegábamos a mi casa.

–¿Se volvió a mirar también por el camino de regreso?

–No lo recuerdo.

–¡Inténtalo!

–¡Estoy intentándolo! Pero no lo recuerdo. Echamos a correr para evitar la lluvia. Llovió a mares durante varias horas. Las calles estaban inundadas. Y, efectivamente, hubo un corte en el suministro eléctrico; duró hasta bien entrada la tarde.

–¿Se quedó en tu casa?

–Creo que no alcanzas a comprender las consecuencias de la lluvia en África. Es como si hubiese un montón de mangueras abiertas chorreando agua sobre nuestras cabezas; a menos que sea estrictamente necesario, nadie sale a la calle.

–¿Te dijo algo sobre el artículo? ¿Por qué quería leerlo? ¿Cómo había sabido de su existencia? ¿Qué tenía que ver con Christian Holloway?

–Cuando llegamos a casa, me preguntó si podía quedarse a dormir. Se acostó en mi cama. Les dije a mis hermanos que guardasen silencio. Y, claro está, no me hicieron caso. Pero él logró conciliar el sueño. Pensé que tal vez estuviese enfermo. Parecía que llevara mucho tiempo sin dormir. Cuando despertó, era más de media tarde y había escampado. El aire era fresco y dimos un paseo hasta la playa.

–¿Seguía sin decirte nada?

–Me contó algo de lo que había oído hablar en una ocasión, una historia que jamás había olvidado. Creo que ocurrió en Grecia, o quizás en Turquía, hacía ya mucho tiempo. Un grupo de personas se ocultaron en una cueva para no ser vistos por el enemigo invasor. Tenían comida para varios meses y en el interior de la cueva había agua que goteaba del techo. Pero sus enemigos los descubrieron. Hace unos años hallaron la cueva y encontraron los restos de los antiguos fugitivos. También hallaron una vasija de cerámica en el suelo. La habían utilizado para recoger el agua que goteaba del techo. Con el paso de los años, las gotas de agua habían formado una estalagmita que cubría la vasija. Henrik me contó que ésa era para él la imagen perfecta de la paciencia. La fusión de la vasija y el agua. Ignoro quién le había contado aquella historia.

–Yo se la conté. El descubrimiento de la cueva en Grecia, en el Peloponeso, causó gran sensación. Yo estuve presente cuando se produjo el descubrimiento.

–Pero ¿qué hacías tú en Grecia, exactamente?

–Estaba trabajando allí, como arqueóloga.

–Yo no se lo que es eso.

–Busco el pasado. Vestigios de personas. Tumbas, cuevas, viejos palacios, manuscritos… Excavo para sacar a la luz lo que existió hace mucho tiempo.

–Jamás he oído que haya arqueólogos en mi país.

–Tal vez no haya muchos, pero sí que los hay. ¿Te contó Henrik de dónde había sacado aquella historia?

–No.

–¿Nunca te habló de mí?

–Jamás.

–¿Ni de su familia?

–Me contó que su abuelo era un artista muy famoso, célebre en el mundo entero. También me habló mucho de su hermana Felicia.

–Él no tenía ninguna hermana. Era mi único hijo.

–Sí, ya lo sé. Pero, según me dijo, era su hermana por parte de padre.

Por un instante, Louise pensó que bien podía ser verdad. Aron podía haber tenido hijos con otra mujer y no habérselo revelado a Louise. En tal caso, sería la mayor de las humillaciones, pues se lo había contado a Henrik pero no a ella.

Pero no, no podía ser verdad. Henrik jamás habría logrado mantener eso en secreto, aunque Aron se lo hubiese rogado. No existía tal hermana. Henrik se la había inventado. De ahí que ella no lo supiera. Por otro lado, no recordaba que él se hubiese quejado nunca de no tener hermanos… Ella se habría acordado.

–¿Te enseñó alguna fotografía de su hermana?

–Sí, y aún la tengo.

Louise creyó que iba a volverse loca. No existía ninguna hermana, no existía ninguna Felicia. ¿Por qué se la habría inventado Henrik?

Llena de impaciencia, se puso de pie.

–No quiero seguir aquí ni un minuto más. Necesito comer algo, y dormir.

Salieron del local y recorrieron las calles bajo un calor paralizante.

–Dime, ¿Henrik soportaba bien el calor?

–Le encantaba. Aunque no sé si lo soportaba bien.

Lucinda la invitó a entrar en su reducida vivienda. Louise saludó a su madre, una anciana encorvada de manos firmes y fuertes, el rostro surcado de arrugas y la mirada afable. Había niños por todas partes, de todas las edades. Lucinda les dijo algo en su idioma y los pequeños se apresuraron a salir por la puerta, protegida tan sólo por una cortina que ondeaba al viento.

Lucinda desapareció tras otra cortina. Desde la habitación a la que había entrado se oía el carraspeo de un aparato de radio. Al cabo de unos minutos, volvió con una fotografía en la mano.

–Me la dio Henrik Son él y su hermana Felicia.

Louise tomó la fotografía y se acercó a una de las ventanas. Era una instantánea de Henrik con Nazrin. Examinó lo que tenía ante sí, tratando de comprenderlo. Las ideas se arremolinaban en su cerebro, pero todas eran confusas. ¿Por qué habría hecho algo así? ¿Por qué le había hecho creer a Lucinda que tenía una hermana?

Después de un instante, le devolvió la fotografía y declaró:

–Esa joven no es su hermana. Es una amiga suya.

–No te creo.

–Te aseguro que Henrik no tenía hermanos.

–¿Y por qué iba a mentirme?

–No lo sé. Pero, créeme, la chica de la foto es una amiga suya, que se llama Nazrin.

Lucinda no replicó y dejó la instantánea sobre la mesa.

–No me gusta la gente que miente.

–No acabo de explicarme por qué te dijo que tenía una hermana llamada Felicia.

–Mi madre no ha dicho una mentira en toda su vida. Para ella sólo vale la verdad. Mi padre, en cambio, no ha dejado de mentirle sobre otras mujeres que, según él, no existían, sobre dinero que había ganado y luego perdido… Se pasa la vida mintiendo, salvo cuando dice que jamás habría salido adelante en la vida sin mi madre. Los hombres mienten.

–También las mujeres lo hacen.

–Ya, pero ellas lo hacen para defenderse. Los hombres combaten a las mujeres de muchas formas. Y una de sus armas más habituales es la mentira. Ahí tienes a Lars Håkansson, que hasta quería que me cambiase el nombre y me llamase Julieta. Aún sigo sin comprender cuál será la diferencia. ¿Acaso una Julieta se abre de piernas de un modo diferente al mío?

–No me gusta el modo en que hablas de ti misma.

De repente, Lucinda se quedó muda y parecía reacia a seguir hablando. Louise se levantó y la joven la acompañó hasta el coche. Se despidieron sin acordar cuándo volverían a verse.

Louise se equivocó de camino varias veces hasta que logró dar con la casa de Lars Håkansson. El vigilante de la puerta dormitaba a pleno sol. Al verla, se levantó como un rayo, le hizo un saludo militar y le abrió la puerta. Celina estaba tendiendo ropa y Louise le dijo que tenía hambre. Una hora más tarde, cerca de las once de la mañana, ya se había duchado y había comido algo. Se tumbó en la cama al fresco del aire acondicionado y se durmió enseguida.

Cuando se despertó, ya atardecía. Eran las seis de la tarde, había dormido varias horas. Las sábanas estaban húmedas y recordó que había tenido un sueño.

Aron estaba en la cima de una lejana montaña. Ella había estado deambulando por una ciénaga interminable en el corazón de Härjedalen. En el sueño, se hallaban lejos el uno del otro. Henrik leía un libro sentado sobre una roca, junto a un alto abeto. Cuando ella le preguntó qué leía, el le mostró un álbum de fotos. Pero ella no conocía a una sola de las personas retratadas.

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