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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (40 page)

BOOK: El caballero Galen
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Dio un paso hacia mí. Su blanca y larga prenda se deslizaba a escasos centímetros del suelo de roca. Súbitamente alargó los brazos con un gesto amenazador.

—De este modo —añadió con voz casi musical—, ¡podremos estar juntos
para siempre!

Pero abrió la boca, y por ella asomaron unos horribles y amarillos colmillos, propios de un troll, de los que goteaba agua, laca y sangre. Yo retrocedí, horrorizado, con Marigold flotando detrás de mí, pegada a mi persona como la niebla y esparciendo en el estancado aire un cierto olor a colonia barata. Resurgió entonces en mí la
Comadreja
de los primeros tiempos y, con los pelos de punta, di media vuelta para huir disparado...

Y choqué con Alfric.

Por suerte, tengo el corazón sano. No precisamente bueno ni compasivo, quizás, aunque en los últimos años traté de cambiar. En cualquier caso, mi corazón resiste un sobresalto o dos. El primero: Marigold. El segundo: mi querido hermano muerto.

Allí, entre el hermano fallecido y la otra, sin duda igualmente difunta, yo me hallé enmudecido, inerme y acorralado por el fantasma de mi desastroso pasado, tal como había profetizado Firebrand.

—Bien... —musité cuando mis temores dieron paso a la desesperación y a algo semejante a la bravuconería—. Supongo que, en este mundo, no hay modo de conseguir que algo se olvide. Una vez intentado, arremete contra uno hasta tenerlo encerrado, y luego lo destripa y despelleja, y lo cuelga al fin de la pared...

Pero ninguno de los dos demostró interés por mis farfulladas reflexiones filosóficas. Impasible, Alfric miraba por encima de mí a Marigold.

—¿Por qué preocuparos por él —preguntó inesperadamente— cuando podéis tenerme a mí?

La cara de Marigold se dulcificó. Se redujo y desapareció el loco girar de sus quemantes ojos, y los colmillos y dientes disminuyeron de tamaño; todos menos uno, que ella, coqueta, procuró tapar con los labios. Por espacio de un momento tuvo el aspecto que yo le había conocido en vida: fornido, egoísta y un tanto exagerado, pero al mismo tiempo provocativo y hasta irresistible.

Marigold emitió algo semejante a un resoplido y, sin más, se esfumó. Yo me volví entonces hacia mi espectral hermano con un sentimiento cercano a la gratitud, porque parecía haberme librado de aquella mujer y, con ello, de una eternidad de acoso y etéreos pasteles.

—¡Gracias, hermano! —exclamé con toda sinceridad.

—Veremos si aún tienes ganas de darme las gracias cuando hayamos ajustado cuentas, Galen. Porque tú y yo tenemos asuntos que arreglar.

Di un paso atrás, y luego otro, hasta que mi talón chocó con la roca.

—Tenemos cosas pendientes, Galen... —dijo Alfric, acercándose a mí—. Y el ajuste de cuentas comienza ahora mismo.

Mi hermano me golpeó la cabeza con la parte plana de su espada, cada vez con más dureza, hasta que vi mil estrellas y traté de escapar, tambaleante.

—¡Tú también me hiciste esto,
Comadreja! —
gritó, y la estridencia de su voz se fundió con el estruendo que de repente nos envolvía.

El maldito gusano del valle se movía. El viejo Tellus, hijo adoptivo del Caos y de la Noche, abría su ojo carente de párpados.

Alfric levantó de nuevo su espada y avanzó.

Todas mis zorrerías no me servirían de nada en aquel angosto pasadizo. Me veía acorralado, arrinconado como tantas veces había estado en la casa del foso y debajo de las camas de las sucias habitaciones para huéspedes. Pero ahora no tenía dónde esconderme.

Ni suficiente espacio para arrastrarme.

Por consiguiente, permanecí de pie en toda mi estatura, y mi hermano mayor pareció encogerse un poco. Era posible que la muerte lo hubiese reducido; no lo sé. Porque, en vez de acobardarme ante mi formidable hermano, yo resultaba tan grande como el patán que tenía delante.

El puñetazo me sorprendió a pesar de ser yo quien lo había lanzado. Mi mano derecha atravesó el oscuro aire del corredor y golpeó de lleno a mi hermano en el lado izquierdo de su prominente nariz. Él se bamboleó, sacudió la cabeza y luchó por recobrar el equilibrio.

Pero entonces surgió de las sombras mi puño izquierdo, que le dio debajo de la barbilla.

—Q... q... que... —fue a decir, pero cayó hacia atrás con los brazos extendidos como las inútiles alas de un vespertilio.

Chocó contra la pared y, de súbito, se volvió transparente, casi líquido, al convertirse en barro y roca mientras su espada aún chacoloteaba contra el suelo del túnel.

Antes de desaparecer en la piedra, me miró por última vez y sonrió, pero no con aquella sonrisa acosadora de los más de veinte años de abuso fraternal, sino con otra mucho más cálida, quizás incluso de disculpa, en la que creí adivinar hasta cierto respeto.

El momento más generoso de su vida llegaba, por lo visto, cuando esa vida había terminado.

—Lo siento, Alfric —jadeé—. Pero te vengaré.

No tuve tiempo para adioses. A mi alrededor, todo el túnel se derrumbaba, llenándose de polvo y pedruscos como mi puño, mientras que, en alguna parte delante de mí, vislumbré claridad y aire... y a Firebrand con sus ópalos.

Las opciones eran evidentes. Recogí la espada y eché a correr con nuevas fuerzas hacia la oscilante luz en el fondo del pasadizo.

23

Una séptima, una octava y una novena piedra fueron engarzadas en la centelleante plata, hasta que por fin estuvieron colocadas las doce. Con dedos seguros, el namer comprobó el engaste de cada ópalo hasta cerciorarse, una y otra vez, de su perfecta fijación.

—Ahora están todas las piedras juntas —anunció—. Cada una sujeta con sagrada estabilidad, y unidas todas para siempre en el recuerdo.

* * *

Dormida en su silla de montar, Dannelle Di Caela soñó que cabalgaba con sir Galen.

Los dos galopaban a lomos del enorme
Carnifex,
hasta llegar a un calvero rodeado de grandes pinos y aeternas. Los envolvía una luz azul y blanca.

Dannelle estaba orgullosa de cabalgar con Galen, sentada detrás de él en el formidable caballo que habían domado juntos.
Carnifex
resopló y soltó vapor por los ollares, pero estaba amaestrado y lo sabía, refrenada su salvaje fuerza por la firme y combinada voluntad del hombre y de la mujer.

En el sueño, el semental se encabritó y sus brazos golpearon el nebuloso aire. Galen se volvió en la silla para rodear a Dannelle con sus brazos, y...

Ella cayó..., cayó...

Cuando despertó sobresaltada, cabalgando con
Birgis,
Dannelle tuvo la sensación de que los árboles que dejaban atrás se transformaban en grandes y borrosas ringleras verdeazules. Habríase dicho que el paisaje que la rodeaba se disolvía, y que del mundo conocido sólo quedaban ella y el perro, que oliscaba y gruñía amistoso en su hombro.

Dannelle experimentó profundo alivio al ver asomar en el horizonte la Torre de los Gatos. Y, cuando los muros del castillo y los ondeantes banderines aparecieron orgullosos delante de ella, bajó la cabeza y presionó con las rodillas las musculosas ijadas del noble bruto.
Birgis
se agitó un poco en aquella especie de mochila.

—¡Quieto, diantre! —quiso reñirlo Dannelle, pero el viento le azotó la cara y ahogó la voz.

Los pensamientos de la joven volaron enseguida a la familiar fortaleza, más veloces que
Carnifex
y el viento, e incluso que la enrojecida luz del sol que penetraba a través de los pendones que flameaban en las almenas.

Las murallas se alzaban ahora imponentes, y su coronamiento y las ventanas se dibujaban con toda claridad. Dannelle distinguió ya los escudos de los Di Caela, de los Brightblade y Pathwarden y Rus en las enarboladas banderas.

«¡Bien! —se dijo la joven—. Están todos ahí. Y casi ochenta kilómetros de cabalgada habrán acabado dentro de una media hora.»

Porque Dannelle Di Caela se imaginaba una llegada aparatosa y brillante, realmente espectacular.

Cruzaría el puente levadizo montada en
Carnifex,
penetraría a todo galope en los patios con gran chacoloteo de cascos, entre los gritos de los heraldos y el colorido de la emoción general, para presentarse ante sir Robert Di Caela, a quien se figuraba boquiabierto ante las dobles puertas de roble de la Gran Torre, incapaz de dar crédito a sus ojos.

Porque aquella chiquilla pelirroja a la que tantas veces había menospreciado, no sólo había llegado a tiempo de salvar a sus compañeros encerrados en las profundidades de las montañas Vingaard, sino que, además, aparecía montada en
Carnifex,
el caballo que, según él, Dannelle era incapaz de dominar...

La hermosa y justa visión chocaba con dos problemas, no obstante. En primer lugar, lady Dannelle Di Caela no estaba nada segura de saber desmontar del semental. El segundo problema consistía en que el puente levadizo había sido entablado de manera provisional. Los ingenieros del castillo tenían cosas más importantes que hacer que superar las resacas de sus borracheras para reflexionar sobre el modo de reparar un mecanismo casi destrozado menos de dos días antes por un alocado semental.

Durante años enteros, todos los habitantes del Castillo Di Caela se habían extrañado de la falta de previsión e inteligencia demostrada por el legendario jefe nómada que le había regalado semejante caballo a sir Robert.

—¡Vaya presente! ¡Algo increíble! —murmuraba la gente.

Y meneaba la cabeza ante tal estupidez.

Todo el mundo pensaba eso, menos los mozos de cuadras, que sabían de sobra que sir Robert había llevado la peor parte en el asunto, y que la verdadera estupidez era, por un lado, la del viejo señor del castillo, pero, por encima de todo, la del mismo semental.

Ahora,
Carnifex
no redujo la marcha. Haciendo caso omiso de los gritos de la mujer que lo montaba y los desesperados tirones que daba a sus largas crines plateadas, el animal inclinó la cabeza e incrementó de tal modo su velocidad que la horrorizada Dannelle tardó en darse cuenta de que ya no tocaban el suelo.

El caballo y sus dos pasajeros cruzaron por el aire el foso lleno a rebosar y aterrizaron en el barro que cubría el otro extremo.
Birgis,
que sin duda era el más práctico de los tres, se soltó para tirarse al agua cuando, con un breve y poderoso impulso,
Carnifex
emprendía la subida de la pendiente en dirección a la entrada sólo reparada a medias, con una despavorida Dannelle a punto de salir disparada de su fogosa montura.

No cuesta imaginar la sorpresa de los ingenieros que, todavía bajo los efectos de su juerga con el Águila de Thorbardin y dispuestos a pasar una tarde tranquila, sin más trabajo que repasar poleas y aparejos, se encontraron con un fiero caballo que aparecía entre el maderaje, montado por una dama noble a quien daban por desaparecida.

Todo el mundo se dispersó en un instante. Ingenieros y carpinteros se apartaron llenos de espanto y, ya fuese por un reflejo, por una instantánea previsión o, simplemente, por suerte, Dannelle se agarró a la cadena que pendía del mecanismo del puente levadizo y, como una acróbata, se lanzó desde lo alto del caballo, se hundió hasta los tobillos en el absorbente barro al aterrizar, y sólo por milagro pudo recobrar el equilibrio.

La joven miró recelosa a su alrededor, en espera de público. Parecía decepcionada, pero al fin se contentó con los ingenieros.

Y empezó a explicar su historia antes de que
Carnifex
se hubiera perdido de vista, y antes, también, de que
Birgis
se sacudiese el agua de la piel y trotara contento por el maltrecho puente levadizo. Dannelle siguió relatando lo sucedido mientras los alarmados ingenieros la conducían a la enfermería, temerosos de que los culparan de alguna de sus magulladuras o posibles fracturas, o sencillamente del lógico desconcierto de la muchacha.

Birgis
fue detrás de ellos, bostezando y moviendo la cola.

—Y aquí termina la cosa —concluyó Dannelle—. Guié al semental por encima del foso exterior, y luego por el puente...

—¡Una audaz proeza, milady! —comentó el jefe de los ingenieros en tono distraído, a la vez que sus huesudos brazos desplazaban convenientemente el peso de la joven.

—No tan audaz —contestó ella, bien adiestrada en la falsa modestia—. El foso está lleno, al fin y al cabo, y en caso de caer habría amortiguado el golpe. Además hay tanto barro...

—¿Cómo decís? —inquirió el hombre con voz temblorosa y ojos súbitamente interesados.

—Que hay mucho barro y...

—¿Que el foso está lleno?

—Sí. Supongo que todos habréis estado muy ocupados durante mi ausencia. ¿Dónde se encuentran los demás?

Sin esperar respuesta de Dannelle..., es más, dejándola de cualquier manera en la escalera de la enfermería, el ingeniero echó a correr hacia los sótanos del castillo. Si el foso rebosaba, la parte subterránea de la fortaleza se estaría inundando.

Birgis
se acercó a la indignada joven y, como gran prueba de cariño, volvió a lamerle la nariz y luego le murmuró algo al oído, como si quisiera consolarla.

«Estás enfangada —pareció decir—, y hueles a sal.»

Luego, el perro cargó jubiloso contra algo que asomaba a la esquina de una garita de vigilancia, y Dannelle oyó angustiados graznidos y aleteos.

En los profundos túneles abiertos debajo del castillo, algo se movió entre los escombros. Gileandos, tutor de los Pathwarden, salió de entre un montón de cascotes, arrastrando consigo polvo y gravilla.

No sabía que había estado inconsciente un día entero.

—¡Cielos! —exclamó—. ¡Ay, cielos! Temo que mis compañeros hayan quedado... sepultados sin remedio.

Sus manos aletearon como murciélagos en la oscuridad. Gileandos no veía nada.

Después de gatear y acongojarse y lanzar imprecaciones y agitar los brazos, se puso a buscar a tientas, encontró una piedra grande —que, por cierto, había estado a punto de caerle en la cabeza al producirse el hundimiento— y se sentó en ella.

«Procura pensar con claridad, Gileandos —se dijo—. Por aquí tiene que haber una linterna, y, si los dioses se muestran bondadosos, todavía funcionará.»

Y como un topo comenzó a hurgar a ciegas en aquel mundo subterráneo, escarbando entre la rocalla con sus finos y delgados dedos.

* * *

Encima de donde se hallaba Gileandos, los ingenieros se pararon al llegar a una bifurcación del túnel y contuvieron el aliento. Habían llevado consigo a una docena de sirvientes, entre mozos de cuadras, zapadores y un cocinero o dos, que, con la súbita detención y la escasa iluminación, chocaron unos contra otros. Dannelle, que iba detrás de esa tambaleante pared humana, se abrió paso a través del grupo y apoyó una fangosa mano en el hombro del ingeniero más joven y prometedor.

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