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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El caballero del templo (7 page)

BOOK: El caballero del templo
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A
penas se habían instalado en el aposento que les habían señalado, cuando una voz corrió por toda la ciudad. Sobre el mar se atisbaba una línea de velas que se acercaba hacia el puerto con viento favorable.

—Son cruzados, pero, por si acaso, vayamos para allá —dijo Perelló.

Media docena de templarios y algunos escuderos cogieron sus espadas y salieron hacia el puerto.

Allí esperaron la llegada de la flota, a la que una galera se había acercado para comprobar que no eran sarracenos camuflados. Se trataba de una expedición de cruzados que habían embarcado en diversos puertos del sur de Italia en respuesta a la llamada del papa para acudir en defensa de Tierra Santa.

—Es una buena noticia, necesitaremos más soldados —comentó Jaime de Castelnou, mientras desde el muelle observaba las maniobras de la flota para entrar en el puerto de Acre.

—Veremos —bisbisó Perelló con un tono de escepticismo.

Uno a uno los barcos de carga y las galeras de guerra fueron atracando en el puerto, y a tenor de lo que vio sobre sus cubiertas, Jaime preguntó:

—¿Te referías a eso, hermano?

—En efecto; temía que iba a ocurrir algo así. No son hombres de fe, sino aventureros y mercenarios en busca de una oportunidad para enriquecerse. Nos causarán problemas, ya te lo dije.

Sobre las cubiertas de los barcos una barahúnda heterogénea de tipos de poco fiar agitaba los brazos y reía a carcajadas cantando canciones soeces como si estuvieran en mitad de una gran juerga.

Los primeros que saltaron a tierra, algunos incluso antes de que los barcos hubieran sido amarrados, gritaban como posesos y reían, y preguntaban a grandes voces dónde estaban los sarracenos y dónde su oro, y cuántas mujeres había en esos reinos del perro Mahoma dispuestas a alcanzar el paraíso; y lo hacían mientras se tocaban de modo soez los genitales.

Guillem de Perelló llamó a uno de los escuderos que habían ido con los templarios y le ordenó que acudiera presto al Temple para informar al maestre de lo que estaba pasando en el puerto y de la necesidad de establecer algún sistema de guardia para controlar a aquellos tipos.

Junto a los templarios pasaron varios de los italianos recién llegados, que se dirigieron a ellos con frases burdas y algunos insultos. Los caballeros no movieron un músculo de sus rostros, pero Jaime hubiera despachado bien a gusto a alguno de aquellos impertinentes botarates si sus votos no le hubieran impedido golpear o herir a un cristiano.

Aquel tropel de gente no era controlado por ninguna autoridad. Mercaderes sin escrúpulos y media docena de piratas se habían encargado de ir reclutando a la peor chusma de Italia y la habían embarcado previo pago de una buena cantidad de dinero, con la promesa de que en Tierra Santa se podía conseguir un buen botín.

Las calles de Acre se llenaron pronto de aquellos individuos, que iban de taberna en taberna gritando, avasallando y violentando a quienes se les oponían.

Jaime y Guillem intentaron poner cierto orden, pero aquella gente no atendía a ninguna razón; muchos de ellos estaban borrachos y sólo preguntaban por las tabernas y los prostíbulos. De repente, uno de ellos gritó que le habían dicho que en un barrio de la ciudad había ricos mercaderes sarracenos con sus tiendas rebosantes de ricas mercancías que aguardaban que alguien fuera a cogerlas. Y hacia allá se dirigieron corriendo sin que nadie pudiera detenerlos.

En Acre se había establecido una colonia de comerciantes de Damasco que, pese a ser musulmanes, realizaban negocios con los cristianos y aprovisionaban los bazares de la ciudad de productos de lujo como joyas y ricas telas, pero también de alimentos y vestidos. Sobre sus tiendas cayeron los italianos como un alud; una a una, las botigas de los damascenos fueron saqueadas.

Las autoridades de la ciudad tardaron en reaccionar y cuando enviaron a varios destacamentos de soldados para poner fin a semejante desmán, el daño ya era irreparable. Los mercaderes musulmanes reclamaban de las autoridades de Acre una compensación por los daños causados y los templarios actuaron con contundencia. A modo de policía urbana, varios grupos de caballeros y sargentos recorrieron la ciudad requisando todas las mercancías robadas. En algunos casos fue fácil, pues los ladrones no habían tenido ningún reparo en colocarse encima los brocados y las joyas robadas, y pasear engalanados con ellas por las calles de Acre como pavos reales.

La contundente actuación de los templarios devolvió la calma a la ciudad.

—¿No esperabas esto, verdad? —preguntó Perelló a Jaime.

—Pues no, no imaginé que mi primera acción en Tierra Santa sería detener a cristianos que han atacado a musulmanes. Este mundo parece estar del revés.

—Aquí nada ha de extrañarte, pues nada es lo que parece. Y no creas que se ha acabado este asunto; estos tipos han venido a buscar su botín. Son gente sin entrañas, y volverán a causar problemas. Son alimañas, mucho más peligrosos que los sarracenos —sentenció Guillem.

Durante varios días los templarios se dedicaron a recorrer la ciudad en grupos de dos caballeros, cuatro sargentos y cuatro escuderos para que aquellos incidentes no volvieran a repetirse. Las patrullas tenían orden de detener a cualquiera, cristiano o musulmán, que se comportara de manera violenta o que no atendiera las normas dictadas en un bando por las autoridades.

La ciudad recuperó una cierta tranquilidad y los comerciantes de Damasco se contentaron por el momento, aunque no lograron rescatar todas sus mercancías.

Pero mediado el mes de agosto se rompió la tensa calma. Los italianos estaban celebrando un banquete en uno de los mesones del puerto; a la caída de la tarde se habían reunido varios de sus cabecillas para hablar de qué hacer, pues no estaban dispuestos a quedarse allí, encerrados en las murallas de Acre, gastando el dinero que habían traído y sin conseguir ningún beneficio. En el banquete corrió de manera generosa el vino dulce de Grecia y muchos de aquellos mercenarios empezaron a mostrarse violentos y a reclamar el botín por el que habían viajado hasta ese rincón del mundo.

Los más exaltados dijeron que ya estaba bien, y que como cristianos no podían consentir que sus bolsas menguaran mientras los damascenos amasaban notables beneficios. Los ánimos se fueron calentando hasta que un mercenario de Bari, con notorios síntomas de embriaguez, se subió sobre una mesa e incitó a los demás a salir a la calle y degollar a cuantos sarracenos encontraran. Sus palabras fueron acogidas con vítores y un grupo desenvainó sus cuchillos y sus espadas y se dirigió con manifiesta excitación hacia el barrio musulmán.

Borrachos y ávidos de oro, decenas de italianos irrumpieron en la calle del bazar de los damascenos con las armas en la mano y asesinaron a cuantos musulmanes encontraron a su paso. El terror cundió entre los musulmanes de Acre y algunos de ellos lograron huir de la ciudad ante la enorme confusión que se extendió por todas partes.

Jaime de Castelnou estaba revisando su equipo en las caballerizas del Temple cuando un criado le indicó que debía acudir con su espada al patio. Lo hizo corriendo y allí se encontró con el mariscal de la Orden, que estaba dando instrucciones a un grupo de caballeros. La situación parecía grave, pues los mercaderes asesinados estaban bajo la protección de las autoridades de la ciudad, y aquellos italianos habían roto una de las normas sacrosantas de esas tierras.

Cuando vio entre el grupo de templarios a Perelló, Jaime se acercó a él y le preguntó por lo que ocurría.

—Esos italianos han vuelto a cometer una grave tropelía. Han degollado a unos cuantos musulmanes en plena calle y les han robado. Algunos han huido de la ciudad y a estas horas corren hacia sus hermanos de religión para contarles lo sucedido. Y me temo que buscarán justicia… y venganza.

—¿Y qué crees que ocurrirá?

—Si no me equivoco, ésta es la excusa que necesitaba el sultán de Babilonia para atacar Acre.

—Pero si le entregamos a los culpables…

—Eso no ocurrirá; hemos jurado defender a los peregrinos cristianos de los musulmanes.

—Pero estos canallas no son peregrinos, dudo incluso que sean cristianos.

—Han tomado la cruz al embarcarse, están bajo la protección de la Iglesia y por tanto son cruzados. Nuestro maestre o el del Hospital jamás irán contra ellos.

—No son otra cosa que ladrones y asesinos —asentó Jaime.

—Son cruzados. En la guerra todo el mundo comete acciones infames; en la batalla no rigen las leyes que nos obligan en tiempos de paz. Tal vez en otro tiempo, cuando los caballeros lo eran de verdad…, pero ahora, no.

—Esta matanza no se ha producido en una batalla; se ha perpetrado sobre inocentes desarmados.

Eran musulmanes, Jaime, hijos del diablo. Y además, necesitaremos a esos italianos cuando el ejército del sultán de Babilonia caiga sobre nosotros.

* * *

Los damascenos que habían logrado huir de Acre se presentaron en El Cairo ante el sultán Qala'un y denunciaron los asesinatos y robos que habían cometido los cristianos en Acre. Como bien había supuesto Perelló, fue la causa que el señor de Egipto estaba aguardando para intervenir.

A fines de septiembre llegó una embajada a Acre; la encabezaba un visir del sultán.

Las autoridades de Acre lo recibieron con todos los honores, pero el rostro del visir no era precisamente un icono de paz.

—Mi señor, el gran sultán Qala'un, demanda la entrega de los culpables de la cobarde matanza que contra fieles del Islam se perpetró semanas atrás en esta ciudad.

—Los culpables han sido detenidos y juzgados —respondió el rey de Chipre, la máxima autoridad cristiana en Acre, al visir.

—Vuestra justicia no conforta a mi señor. Esos asesinos han de ser juzgados conforme a sus actos criminales y ejecutados por la vileza y los asesinatos que han cometido.

—Debéis comprender su reacción. Todo empezó cuando un grupo de musulmanes intentó violar a una mujer cristiana. A sus gritos acudieron varios cristianos y se produjo una pelea.

—No son esas las noticias que nosotros tenemos.

—Pues la información que hemos recabado así lo indica; sólo se pretendía evitar una violación. Algunos hombres, movidos por su indignación y su afán de venganza, tal vez se excedieron, pero eso fue todo.

—Mi señor reclama justicia, no venganza, y exige la entrega inmediata y sin condiciones de los asesinos.

El visir se mostraba firme. Sus órdenes eran tajantes: o regresaba a Egipto con los culpables, o habría guerra.

—Sentimos la muerte de vuestros hermanos musulmanes, pero nada podemos hacer; decidle al sultán que comprendemos y compartimos su indignación, pero le pedimos que tenga en cuenta nuestras alegaciones.

—Entregadnos a los culpables y nos marcharemos en paz.

—Son cristianos, no podemos hacerlo.

—¿Es vuestra última palabra? —demandó el visir.

—No podemos, ya os lo he dicho.

—En ese caso, pronto tendréis noticias de mi señor.

Guillem y Jaime fueron designados para escoltar al visir hasta las afueras de la ciudad. Hacía varios meses que habían llegado a Acre y era la primera vez que salían más allá de sus murallas.

De regreso a la ciudad, Jaime hubiera querido hablar con su hermano templario, pero recordó la norma del silencio y decidió seguir callado, y disfrutar del paseo a caballo tras tantas semanas sin cabalgar.

Capítulo
XI


P
reséntate ante el hermano vestiario; te proporcionará un atuendo que te hará parecer un mercader catalán. Mañana nos vamos a Egipto.

—¡¿Qué?!

Jaime de Castelnou se quedó pasmado cuando oyó a Perelló.

—Acabo de recibir órdenes directas del mariscal, que a su vez ha despachado con el maestre. Saben por nuestros espías en Egipto que la intención del sultán es atacar Acre en la próxima primavera; ha intentado convencer a los comandantes de los distintos grupos de cruzados de que es mejor llegar a un buen pacto con el sultán antes que arriesgarnos a una batalla que no podemos ganar de ninguna manera. Pero ha sido en vano, los franceses y los ingleses lo han tachado de cobarde y de preocuparse sólo por el dinero de la Orden, y los venecianos, a pesar de ser nuestros aliados, se han negado a entregar a los italianos que provocaron la matanza de damascenos. Si por nuestro maestre fuera, los culpables hubieran sido entregados al sultán, pero todos los demás se han negado. No obstante, es preferible un acuerdo que la guerra, y nos han encomendado ir a Egipto para entrevistarnos en secreto con el visir al-Fajri. Viajaremos con una caravana de mercaderes que sale mañana de una aldea cercana. Ve y recoge esas ropas, son las que tendrás que ponerte para este viaje.

—¿Por qué nosotros?

—En mi caso, porque conozco la lengua árabe y porque ya he estado en Egipto en mis anteriores viajes a Tierra Santa, y en el tuyo porque eres un recién llegado y porque así lo han decidido nuestros superiores. ¿Recuerdas que juraste obediencia?

»Y aféitate la barba, ¿no pretenderás parecer un templario?

Castelnou se atusó la barba, que apenas alcanzaba la longitud de dos dedos, y no replicó. Se limitó a recoger el hatillo que le había dicho Guillem y a guardarlo junto a su cama.

* * *

El día amaneció caluroso y húmedo. El otoño ya estaba avanzado, pero el calor seguía apretando. La caravana estaba formada por casi un centenar de camellos cargados con fardos muy voluminosos, con sus correspondientes camelleros y una docena de soldados contratados para su custodia. Los dos templarios vestían a la usanza sarracena, pero sus facciones les delataban claramente como
fran
, que era como llamaban los musulmanes a los cruzados.

—Recuerda, somos dos mercaderes catalanes que buscan hacer negocios en Egipto.

—No tengo ni idea de comercio —dijo Jaime.

—No importa, déjame a mí —repuso Guillem.

Durante varios días caminaron hacia el sur rodeando la costa mediterránea por una antiquísima calzada. A la derecha dejaron el castillo Peregrino, la más formidable de las fortificaciones del Temple. Guillem le comentó a Jaime que en una de sus anteriores estancias en Tierra Santa había servido durante varios meses en esa fortaleza y le contó que estaba construida de tal manera que con apenas dos centenares de defensores ningún ejército sería capaz de conquistarla.

Más hacia el sur pasaron por Jaffa, de donde salía un camino hacia el este, directo a Jerusalén, y por Ascalón y Gaza, donde descansaron y se aprovisionaron de agua antes de atravesar el norte del desierto del Sinaí.

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