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Authors: Paul Pen

El aviso (5 page)

BOOK: El aviso
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Aarón estaba ahora acostado en el sofá, con el antebrazo cubriéndole los ojos. Ella se sentó en el borde, a la altura de su cintura. Apoyó la mano derecha sobre su vientre. Aarón retiró el brazo de su cara. No miraba a ningún sitio, pero mantenía los ojos bien abiertos. Mordisqueaba el interior de su labio inferior, como hacía cuando leía el prospecto de algún medicamento que ella había comprado sin consultarle. Era un gesto que a Andrea siempre le enternecía y que en aquel momento no supo si ya debía echar de menos.

Acercó un dedo pulgar a los labios de Aarón. Si fuera una noche normal, él se lo habría mordido imitando el ladrido de un perro. Dejó que lo apoyara sobre su boca, sin reaccionar. Una lágrima atravesó una de las sienes de Aarón antes de caer sobre el sofá, dibujando un punto oscuro en el azul de la tapicería.

—Nos íbamos a ir de viaje —dijo.

El dedo de ella seguía sobre sus labios, así que la frase sonó como pronunciada por un niño. Ella no sabía nada de ningún viaje. Pensó en David. Una oleada de algo muy oscuro subió desde su vientre y rompió en su garganta, donde un sollozo ahogado reanudó el llanto. Se recostó sobre el pecho de Aarón. Ambos se desahogaron abrazados largo rato. Los dos desearon que aquella noche no perteneciera en realidad a sus vidas.

Cuando Andrea se incorporó, separando su mejilla del pecho de él, intentó alisarle la camiseta y la notó mojada. Distinguió en la oscuridad que Aarón seguía con los ojos abiertos. Miraba hacia un lugar inexistente, más allá del techo del apartamento, y sus ojos eran apenas dos destellos blancos. Agarró su barbilla entre el pulgar y los demás dedos, girándole la cabeza para obligarlo a que la mirara. Él no hizo caso hasta que Andrea insistió.

—Por favor.

Sonaba suave pero firme. Como el regaño de una profesora al alumno rezagado de la clase: aquel al que quizás habría que obligar a repetir curso o, a lo mejor, llevar a otro tipo de escuela.

—Yo le pedí que fuera a la tienda —logró decir Aarón.

Apenas acabó la frase antes de que sus labios se curvaran hacia abajo, en la mueca más opuesta a una sonrisa. Sus ojos se volvieron a cerrar con fuerza, tratando de contener el líquido que se desbordó por entre los párpados de igual manera. Andrea no encontró palabras. Tan solo le secó los ojos con el dedo índice. Después repasó su cara. Las cejas rectas y espesas de quien siempre estaba pensando en algo importante. Dibujó el contorno de su frente, ancha, enmarcándola desde las sienes y por el camino que marcaba el crecimiento del cabello, de un castaño que a veces parecía rubio. Masajeó en pequeños círculos el punto entre sus ojos. Después bajó por el hueso ancho y recto de su nariz, saltó los labios e hizo que la punta del dedo aterrizara en el hoyo que se formaba en mitad de su barbilla. Desde allí continuó bajando hasta el gran montículo que formaba su nuez. La notó moverse cuando Aarón tragó más lágrimas.

Andrea se levantó apoyando las manos en sus rodillas.

Tiró del brazo de Aarón con un «a la cama» que quiso hacer sonar desenfadado, sin ningún éxito. Ayudado por el impulso, él se dejó hacer. Se levantó. La cabeza de Andrea le llegaba a la altura de los ojos. Ella colocó un brazo por detrás de su espalda, la otra mano la apoyó en su pecho. Mientras guiaba el cuerpo de Aarón, delgado y con el estómago aún plano, a punto de cumplir los treinta, Andrea siguió recordando la conversación que mantuvieron el día de la mudanza, cuando ella dijo lo bonita que había quedado la casa. «Ha quedado perfecta. Perfecta para que vengas a vivir conmigo», había dicho Aarón. Después la había agarrado por detrás y había apoyado la barbilla en el hueco perfecto que se formaba entre su hombro y su cuello.

—Aarón, ya lo sabes. —El aire que él expulsaba por la nariz al respirar le hizo cosquillas en la oreja—. Para mi madre tiene que haber boda. A no ser que quieras que lo hagamos.

Andrea había reído, pero no por las cosquillas.

—No entiendo el empeño de tu madre con la boda. ¿Cuánto le duró a ella el matrimonio, seis años?

—Siete. Yo tenía siete cuando papá se marchó. Pero ese no es el tema. —Retorció primero el cuello y luego el resto del cuerpo hasta que las narices de ambos casi se tocaron—. ¿Nos casamos entonces?

—Lo importante es lo bonita que nos ha quedado la casa.

Se había escapado él de la pregunta, y ella de entre sus brazos.

Ahora, llevaba prácticamente en brazos a Aarón cuando llegaron a la cama. Él cayó sobre el colchón como un peso muerto. Ella le quitó las zapatillas deportivas pero no le sugirió desvestirse. Sabía por experiencia —los jueves por la noche llegaba a casa exhausta tras impartir ocho horas de clase sin descanso— que echarse a dormir sin preámbulos ni higiene dental era un capricho que había que concederse de vez en cuando. Además, solo llevaba una camiseta y unos vaqueros. Como siempre. Sí le preguntó si quería algo con paracetamol, idea que a él se le antojó reconfortante. Aarón, desafiando sus propios conocimientos farmacéuticos, no encontraba mejor somnífero que un buen analgésico.

—Te quedarás a dormir, ¿verdad? Tengo miedo de levantarme mañana. A lo mejor ni siquiera duermo —dijo, con la boca pegada a la almohada—. Que sea de un gramo.

Él ya estaba dormido y roncando levemente, como tantas otras noches, cuando Andrea regresó con el vaso de agua efervescente. Le colocó una sábana solo sobre las piernas, abrió la ventana sobre la cama, y se acercó a la mesilla para dejar el vaso. Tuvo que apartar algunos papeles, que cayeron al suelo. Los recogió a oscuras y trató de recolocarlos sobre la mesilla. Resultó imposible, por el espacio que ahora ocupaba el burbujeante líquido.

En su camino a la salida, reconoció la enorme camiseta que había dejado colgando del televisor al despertarse esa misma mañana. La cogió para utilizarla otra vez de pijama. Cerró la puerta del cuarto y encendió una luz. Se desvistió en el salón. Se quitó el sujetador y se puso la camiseta. Le cubría casi hasta las rodillas. Se sorprendió a sí misma cuando decidió dejarse las bragas puestas. Regresó a la cocina. Ella no iba a poder dormir sin ayuda de alguna de las pocas pastillas que Aarón guardaba en su imprevisiblemente pobre botiquín. «¿Y tú eres farmacéutico?», era el chiste recurrente. Paseó por el apartamento dando pequeños sorbos a su vaso, agitando dos cápsulas en su puño cerrado.

Entre los papeles de la mesilla que acababa de dejar sobre el sofá, distinguió una silueta alargada y rectangular con un logotipo que reconoció enseguida. Una gran B en rojo y amarillo. Su entrecejo se arrugó. Se sentó, estiró el tejido de la camiseta para cubrirse las rodillas flexionadas y agarró la carpeta.

Dos billetes de avión. Uno a nombre de David Mirabal. Otro a nombre de Aarón Salvador. Una semana. A Cuba. Con salida el 10 de junio de 2000. Faltaba menos de un mes.

—¿Ibas a celebrar la ruptura o qué? —murmuró Andrea antes de lanzar las cápsulas a su garganta como un indio que anuncia guerra—. Idiota —añadió después de tragar.

Claro que no supo si el insulto iba dirigido a Aarón o a ella misma.

Capítulo 4

LEO

Lunes, 21 de julio de 2008

Cuando regresaron del Open, Amador besó de forma automática la esquina de la boca de su mujer, pegada al teléfono.

Leo subió a su habitación a desvestirse.

Allí lo esperaba Pi, frotándose contra el marco de la puerta. Sonaba como un motor al ralentí. Leo se agachó y le ofreció un caramelo PEZ que extrajo de su bolsillo. El animal lo olisqueó y decidió hincarle el diente sin mucho cortejo.

—El de cereza es el mejor —le dijo mientras dejaba caer la mochila junto al escritorio y se quitaba los zapatos—. ¿Has estado mordiendo mis zapatillas grises?

Las encontró bajo la cama. Se las puso después del pijama.

Cuando se arrodilló junto a
Pi
para preguntarle si quería otro caramelo, su vista cayó en uno de los bolsillos laterales de la mochila. «¿Puedo llevar mi mochila espacial?», había preguntado Leo cuando su padre dijo esa noche que irían a la tienda del americano a buscar la leche del desayuno. «Claro, comandante —había respondido él—, no querrá perderse mientras atravesamos la estratosfera en nuestro camino hacia allí.» Aunque Leo sabía que la estratosfera estaba a cincuenta kilómetros y no cerca del Open, sonrió. Igual que, aunque sabía que no ocurriría, durante los últimos días de clase de aquel curso había imaginado que la mochila era de verdad la de un astronauta y que podría salir disparado hacia el espacio desde su pupitre. Hasta un lugar donde no hubiera nadie para ponerle pegamento en la silla de clase. Donde no fuera siempre el último seleccionado en los juegos de equipo.

Leo se fijó ahora en el bolsillo de la mochila que no tenía cremallera, el mismo sobre el que estaba impresa la S mayúscula que empezaba a escribir Space Commander. La última R terminaba sobre otro bolsillo igual al otro lado, después de que las palabras recorrieran todo el frente. Del primer bolsillo sobresalía la esquina rayada en azul y rojo de un sobre que no conocía. Un sobre que no había visto nunca. A Leo le daba pereza vaciar la mochila cada vez que acababa el curso. Seguro que aún estaba llena con las cosas del que acababa de terminar, pero aquel sobre no era una de ellas.

Alargó el brazo y lo extrajo con curiosidad.

Un recuerdo acudió a su mente. El de la vez que sus compañeros le dejaron una rana muerta en las zapatillas de deporte. Sintió cierto alivio al cogerlo entre sus manos y comprobar que no podía contener ningún animal.

Abrió el sobre.

De su interior sacó una hoja doblada dos veces por la mitad. Quizá fuera otra vez una falsa declaración de amor firmada por un chico para hacerle quedar como un mariquita. Se dispuso a leerla con la resignación de quien sabía que la broma siempre iba con él. Incluso se sintió afortunado por no haber encontrado el sobre el día en que se lo debieron de haber metido en el bolsillo, al menos así se ahorraba las decenas de risas, primero contenidas, luego exageradas, que hubieran explotado a su costa. En aquella habitación, bajo la luz de las estrellas adhesivas que le había regalado su padre, solo él y los libros de su estantería iban a ser testigos de la nunca última humillación de Leo Cruz.

Entonces Leo leyó la nota.

Un espasmo extendió por todo su cuerpo una película de sudor frío.

Su cuerpo se desentendió de su pensamiento racional en un ataque de pánico que le cortó la respiración.

El resto del mundo, su madre hablando a gritos abajo y un locutor deportivo deshaciéndose en agudos, pareció de repente sumergido en un océano de cristal líquido.

Con la mirada perdida, se encaminó hacia la escalera.

El dedo pulgar de uno de sus pies reconoció el inicio del primer desnivel y comenzó a bajar por ella.

Tenía la mano derecha fría como la piedra. Con la izquierda retorcía de forma nerviosa la pernera de su pantalón del pijama a la altura de la cadera. Avanzaba, rozando sobre la moqueta sus viejas pantuflas grises. Llevaba el sobre sujeto por los dedos de mármol de una mano que casi no sentía.

Abajo, en el salón, sonaba alto el volumen de la televisión, el sobreexcitado discurso del locutor deportivo. Y luchando contra él en un combate sonoro, Victoria discutía de política al teléfono con una amiga.

Leo tardó en bajar la escalera mucho más tiempo de lo normal. Cuando lo hizo, cruzó el vestíbulo y se asomó al salón, al que se accedía sin puerta cruzando unos arcos de gran altura.

Su cara estaba pálida. Sus ojos, negros, todo pupila, no parpadeaban.

Y Leo no hizo otra cosa que quedarse ahí de pie, buscando la atención de sus padres. Temblaba como no lo hacía cuando leía novelas de terror para adultos.

Al verle, Victoria gritó el nombre de su hijo.

El matiz alarmado de su voz inquietó a Marta, ella era la que defendía el bando progresista en la conversación que Victoria mutiló cuando tiró el teléfono al sofá para acercarse al niño. A Amador le despertó el inesperado movimiento que advirtió a sus espaldas, en algún ángulo imprevisto de su campo de visión. Cuando se giró en la butaca, se encontró a su mujer arrodillada junto a un Leo ausente, que permanecía tenso retorciendo la pernera de su pantalón y mirando a ninguna parte sin reaccionar ante las sacudidas cada vez más bruscas de su madre. Como a cámara lenta, ralentizado el tiempo hasta sentirlo pegajoso sobre su propia piel, Amador se dirigió hacia la entrada del salón, a una distancia de apenas cuatro pasos que se alargaron hasta la extenuación.

—¿Qué coño está pasando? —gritó a su mujer. Cuando por fin llegó hasta ellos, agarró con ambas manos la cara de su hijo. Dudó sobre qué debía hacer y, sin pensarlo apenas, le sacudió un fuerte bofetón.

Enhorabuena, te has convertido en tu padre
, se dijo.

Leo estalló en llanto al instante. Victoria dejó escapar el aire contenido. Abrazó al niño. La mano de Amador se quedó atrapada entre ambos a la altura del pecho izquierdo de su mujer. Marta, al otro lado del teléfono, se sintió avergonzada por haberse inmiscuido en la intimidad de aquel momento familiar y colgó.

—Hijo, por favor, ¿qué ocurre?

Leo miró a los ojos de sus padres.

En un intento por calmarlo, le apartaron el pelo sudado de la frente. Le colocaron en su sitio la chaqueta del pijama. Le calzaron sus pantuflas grises.

—Mete también el talón, anda, que si no las vas pisando y no te aguantan ni tres meses —dijo Victoria, queriendo anular con el sonido de su voz otros pensamientos.

Mientras agarraba uno de los tobillos de su hijo y estiraba la parte de atrás de la zapatilla, dio con el sobre humedecido que Leo sujetaba en una mano.

—¿Qué llevas...? —comenzó la pregunta, pero no la terminó. Con un leve tirón separó el sobre de los dedos de Leo. El niño ya apenas gemía. Se sorbía ahora los mocos bajo su nariz y sobre su labio, limpiando los restos con el dorso de la mano. Identificó un sabor salado a ambos lados de la lengua. Un gran rizo de tela húmeda resaltaba en una de las perneras de su pijama.

El sobre no llevaba franqueo ni matasellos. Tampoco dirección. Ni remitente.

—Es de correo aéreo —pensó Victoria en voz alta al advertir los colores azul y rojo que recorrían todo el borde—. ¿Qué es esta carta, cielo?

Acercó su cara a la de Leo.

El tono pretendía ser tranquilizador, pero la voz ahogada en saliva sonó a todo lo contrario. Entonces se dirigió a su marido.

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