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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (26 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Los Isaacson rieron. Era el chiste perfecto para ganárselos. A continuación, la expresión de la enfermera Hunter se volvió menos risueña cuando miró al señor Moore y al doctor.

— ¿Y estos caballeros?— preguntó—. No pueden ser policías.

— No— respondió Marcus—. Nos… ayudan en un caso. El señor John Schuyler Moore y el doctor Laszlo Kreizler.

Con una expresión de veneración y humildad que parecía sincera, la enfermera Hunter fijó su mirada luminosa en los ojos negros del doctor.

— No sé qué decir…— En efecto, parecía tener auténticas dificultades para hablar—. Naturalmente conozco su obra, doctor. Yo era enfermera, ¿sabe? En la maternidad, a un paso de su…

— Lo sé— respondió el doctor con frialdad, aparentemente molesto porque los prolegómenos se prolongaban.

— Espero que no creyera lo que se contaba sobre mí— prosiguió la enfermera Hunter—. Sé lo que el doctor Markoe pensaba… Bueno, yo he leído varias monografías suyas y las he encontrado muy interesantes.

El doctor se limitó a inclinar ligeramente la cabeza; y aunque era evidente que sabía que la mujer trataba de halagarlo, también era evidente que se sentía halagado.

Cuando la enfermera Hunter se volvió a mirar al señor Moore, su cara permaneció seria durante unos segundos y luego puso otra expresión seductora que pronto se convirtió en auténtico coqueteo.

— ¿Y el señor Moore…?

El le sonrió y le enseñó su tarjeta de identificación como si fuera un aficionado, cosa que obviamente no era.


New York Times
— dijo tendiendo la mano.

En el interior de la calesa, la señorita Howard soltó un silbido de asombro.

— Que me aspen— murmuró—. Cuatro de cuatro. No cabe duda de que es muy lista.

— ¿Qué acento es ése?— pregunté en voz baja—. No termino de identificarlo. No es de Nueva Inglaterra, pero tampoco de aquí.

— No.— La señorita Howard sonrió y negó con la cabeza—. Es del norte del estado, de mi región o puede que de un poco más arriba. Sí; he oído ese acento antes…

En la escalinata, el doctor se aclaró la garganta.

— Sargento detective— dijo—, creo que sería conveniente ir directamente al asunto que nos ha traído aquí.

— Ah, sí— respondió Marcus—. Señora Hunter, tenemos razones para pensar…

— Por favor— dijo ella dedicando otra sonrisa picara a Marcus. Luego señaló hacia el interior de la casa—. Sea lo que fuere, seguro que estarán más cómodos si me lo cuentan mientras toman una taza de té.

Como si estuviéramos ante un espejo, las cuatro personas de la escalinata y las tres que estábamos en la calesa cambiamos miradas de horror. Habíamos planeado tan cuidadosamente cómo presentarnos allí y buscar a la pequeña Linares, que esa invitación directa fue como una bofetada.

— ¿Qué?— murmuró la señorita Howard cuando se hubo recuperado de la sorpresa.

— ¿Té?— añadió Cyrus, también atónito.

— Supongo que serán lo bastante listos para no aceptar— fue lo único que se me ocurrió decir.

La enfermera Hunter aguardó una respuesta en el umbral, hasta que Marcus atinó a decir:

— Señora, no sé si comprende la naturaleza de…

— Sargento detective— interrumpió ella con una voz que era en parte maternal, pero también algo picara—. Como ya sabrán, en los últimos años he tenido suficientes problemas como para pensar que no están aquí sólo para hacerme una visita de cortesía. Lo único que sugiero es que nos comportemos de la forma más civilizada posible. Eso es todo.

Estupefacto, Lucius miró al doctor, que por el momento sopesaba los hechos con cara de palo. Por fin se encogió de hombros e hizo un gesto afirmativo, como diciendo: ella quiere facilitarnos las cosas…

— Dios— susurró la señorita Howard—. Van a entrar.

Los cuatro hombres enfilaron hacia la puerta, con el doctor en último lugar. Cuando éste cruzaba el umbral, la enfermera Hunter le tocó el hombro y una vez más se dirigió a él con un respeto aparentemente genuino.

— Eh… ¿doctor?

El doctor se volvió y la mujer nos miró; no es que mirara en dirección a la calesa, sino que nos miró directamente a nosotros.

— ¿No querrán entrar también sus otros amigos? No quiero ser grosera…

El doctor nos miró y por un instante pareció desconcertado. Había que ser muy listo para desconcertar al doctor, aunque sólo fuera un instante.

— Ah. No, no lo creo. Son mis criados y estarán bien allí— dijo y entró en la casa.

La enfermera Hunter miró primero hacia el río y luego hacia el este. Levantó el brazo, como si saludara a alguien en la distancia. Luego volvió a mirarnos a nosotros.

Las sonrisas y la expresión de respeto habían desaparecido, y por primera vez vimos una expresión fría, incluso cruel, en sus ojos dorados. Esa imagen habría bastado para inquietarme, pero cuando miré hacia la esquina para ver a quién había saludado la enfermera Hunter, la inquietud se convirtió en un temor más profundo y apremiante.

Varias personas avanzaban en nuestra dirección, con el paso inconfundible de los cocainómanos: un adulto y varios jovencitos algo mayores que yo. El hombre tenía una constitución media y un aire brusco y fanfarrón, mientras que los chicos, todos harapientos, balanceaban palos y viejos mangos de hacha con una actitud que sugería que habían estado buscando camorra y que creían haberla encontrado. Cuando se acercaron, vi mejor los rasgos del hombre— su sonrisa torcida y enajenada, sus ojos brillantes— y me estremecí al reconocerlo.

Era Ding Dong, tan atiborrado de cocaína como de costumbre. Los chicos que lo seguían parecían en el mismo estado y, como había hecho antes la enfermera Hunter, nos miraron con una expresión que no prometía nada bueno. Me eché atrás en el asiento, dispuesto a dar la voz de alarma, pero por alguna razón me limité a decir:

— Vaya. Mierda.

17

— ¿Quiénes son?— preguntó la señorita Howard después de que mi pequeño despliegue de vulgaridad le hiciera desviar la vista de la casa de la enfermera Hunter.

— ¿Amigos tuyos, Stevie?— preguntó Cyrus con serenidad, aunque al mismo tiempo sacó una nudillera metálica que casi siempre llevaba en el bolsillo y se la puso en la mano derecha. Luego volvió a ocultar la mano.

— No exactamente— respondí yo—. Pero conozco al gorila risueño que va delante. Es Ding Dong. Está al frente de los muchachos de los Hudson Dusters.

— ¿Ding Dong?— preguntó la señorita Howard sonriendo con nerviosismo—. No puede llamarse así.

— Sí, señorita— respondí yo—. Y ha hecho sonar campanas en las cabezas de suficientes personas para merecer el nombre.

— Pero ¿qué querrán de nosotros?— preguntó mientras, para mi alivio, rebuscaba entre los pliegues de su vestido.

— No sé— respondí—, pero me ha parecido que la enfermera Hunter les hacía una señal. Sea lo que sea, señorita Howard, es conveniente que tenga el revólver a mano.

Los Dusters se acercaron y la sonrisa enajenada de Ding Dong, que inexplicablemente tantas mujeres (Kat entre ellas) parecían encontrar irresistible, se ensanchó cuando cayó en la cuenta de que yo era uno de los que estaban en el interior del carruaje. Traté de desviar la vista de Ding Dong y la fijé en los otros tres matones, que miraban de forma perversa a
Frederick.
Me tragué el miedo poco antes de que llegaran a nuestro lado, salté al asiento del conductor y tomé las riendas.

Ding Dong se detuvo delante de mí y se puso en jarras, mientras Cyrus, que también se había apeado, caminaba sigilosamente junto al flanco de
Frederick
que estaba del lado del bordillo.

— Me dijeron que era verdad— explicó Ding Dong con una risita y los ojos cada vez más enajenados—. Me dijeron que era verdad, pero yo nunca lo creí. ¡Steveporra trabajando como chico de los recados! ¿Te gusta recoger la mierda de esta jaca?

— Más de lo que me gustaría recoger la tuya— respondí, ante lo cual un par de chicos armados con palos dieron un paso hacia mí.

Pero Ding Dong los atajó alzando una mano y rió.

— Siempre se te han dado bien las palabras, Stevie— dijo—. Y cuando tenías un caño, también se te daba bien pelear. No tendrás uno ahora, ¿eh?

Antes de que pudiera responder, Cyrus se asomó por delante de la cabeza de
Frederick.

— No lo necesita— dijo mi amigo, con la mano derecha todavía en el bolsillo—. ¿Por qué no nos dices qué quieres?

La sonrisa de Ding Dong creció mientras estudiaba a Cyrus.

— Este negro sí que es grande, Stevie— se mofó—. ¿Lo has sacado de una jaula de monos?

Él y sus muchachos rieron. Por lo visto esperaban que Cyrus reaccionara al insulto y parecieron decepcionados cuando no lo hizo.

— ¿Qué quieres, Ding Dong?— pregunté.

Los Dusters borraron las sonrisas de su cara mientras daban un paso al frente.

— La pregunta, Steveporra, es qué quieres tú— dijo Ding Dong—. Tienes que dejar de husmear en esta casa.

— ¿Y a ti qué más te da?— pregunté—. ¿Por qué?

Ding Dong se encogió de hombros.

— Porque es territorio de los Dusters. Debería bastarte con eso.

Lo miré fijamente.

— Sí, pero no es eso. ¿Cuál es la verdadera razón?

Ding Dong volvió a sonreír.

— Siempre has sido un listillo. Puede que quiera vengarme porque la última vez que nos vimos estuviste a punto de romperme un brazo.

No le hice caso y seguí tratando de figurarme cómo habían aparecido allí en ese preciso momento.

— No sabías que yo estaba en la calesa mientras venías hacia aquí— dije pensando en voz alta—. La mujer de esa casa os hizo una señal. ¿Por qué?

Mientras los muchachos tensaban los músculos y comenzaban a golpear los palos contra las palmas de las manos, Ding Dong se acercó lentamente a mí.

— Tú no tienes nada que hacer con esa señora, ¿me oyes? Te daré un buen consejo: no te acerques a ella ni a su casa.

Hay momentos en que aquellos que hemos nacido chistosos no podemos controlar la lengua. Durante un segundo pensé en Kat, luego dediqué una sonrisita maliciosa a Ding Dong.

— No me digas que es una de tus nenas, Ding Dong— dije—. Tú no tocarías a una chica de más de catorce años, a menos que sea tu madre.

Entonces Ding Dong perdió su sonrisa y me saltó al cuello. Yo pasé por debajo de
Frederick
y agarré el látigo que estaba junto al asiento. Ding Dong me siguió al tiempo que Cyrus enseñaba su nudillera a los chicos. Pero antes de que pudiéramos intercambiar puñetazos, la señorita Howard saltó al suelo, agarró a Ding Dong de los pelos y le puso el grueso cañón de la Derringer en la sien.

— ¡Alto!— gritó—. ¡Y ahora largaos todos! Estamos aquí en una misión policial.

Ding Dong era lo bastante prudente para no tratar de arrebatarle el revólver, pero de todos modos soltó una risotada.

— ¿En una misión policial? ¿Una ramera, un negro y un crío? Nací por la mañana, nena, pero no fue ayer.

Ding Dong gruñó cuando la señorita Howard le golpeó la cabeza con el revólver y volvió a ponerle el cañón en la sien.

— ¡Una palabra más y te meto una bala del cuarenta y uno en esta cabeza hueca! ¡Ahora di a tus amigos que se larguen!

Ding Dong asintió con un gemido de dolor.

— Vale, chicos. Creo que ya hemos dejado las cosas claras. No necesitamos insistir.

Los demás Dusters comenzaron a retroceder de mala gana y Cyrus relajó un poco la mano derecha. Yo, sin embargo, mantuve el látigo en alto, pues conocía a esa clase de sujetos mejor que mis amigos y sabía que no estaríamos seguros hasta que hubieran desaparecido de nuestra vista. La señorita Howard empujó a Ding Dong hacia sus amigos con suficiente violencia para hacerlo tambalear, aunque enseguida volvió a sonreír.

— Una puta muy dura, ¿eh?— dijo—. Lo recordaré. Y tú recuerda lo que te he dicho: no te acerques a esta casa y no… ¡Jimmy!

Con un movimiento rápido que sin duda habían practicado muchas veces en situaciones parecidas, uno de los Dusters arrojó un mango de hacha a Ding Dong, que pasó junto a Cyrus y asestó un violento golpe en la grupa de
Frederick.
El animal retrocedió, confuso y dolorido, y todos los Dusters corrieron en grupo hacia Cyrus, que estaba solo a la izquierda de
Frederick.
Ding Dong le dio con el mango en las costillas mientras otro de los chicos lo golpeaba en el pecho con un grueso palo de madera. El chico llamado Jimmy, que había quedado desarmado, pagó por todos cuando recibió el impacto de la nudillera en la cara al tiempo que Cyrus esquivaba el golpe de un tercer matón.

La señorita Howard se puso detrás de ellos y amenazó con disparar al tiempo que yo pasaba por debajo del todavía histérico
Frederick
y levantaba el látigo, dirigiéndolo hacia la cara de Ding Dong. Le di con todas mis fuerzas en la mejilla izquierda, y cayó de rodillas. Pero antes de que tuviera tiempo para cantar victoria, me volví y vi que uno de los Dusters había emprendido una carrera suicida hacia la señorita Howard, impidiéndole apuntar a los demás, mientras otro se disponía a asestar un golpe cruel y posiblemente mortal a Cyrus.

— ¡Cyrus!— grité y corrí hacia el agresor, aunque sabía que era demasiado tarde.

El palo estaba a punto de impactar en la cabeza de Cyrus y la risita loca y sanguinaria del chico indicaba lo terrible que sería el golpe. Pero entonces, en menos de un segundo…

La cara del Duster se transformó y sus ojos se abrieron como platos. Se detuvo con los brazos en alto y la mandíbula inferior descendió en una expresión de absoluta incredulidad. Sólo consiguió gritar— tal cual, como una pregunta— antes de caer al suelo hecho un ovillo.

Fue tan sorprendente que todo el mundo se detuvo a mirar unos segundos; salvo yo. Apartado del grupo, tenía un campo de visión más amplio y lo aproveché para vigilar la calle. Volví la cabeza justo a tiempo para ver a un niño negro doblar la esquina corriendo. A juzgar por su estatura, tendría unos diez años de edad y llevaba el pelo rizado y ropa demasiado grande para él.

Ding Dong corrió hacia el caído, que había perdido el conocimiento. La señorita Howard finalmente consiguió que el chico que se había abalanzado hacia ella retrocediera, mientras Cyrus amagaba otro puñetazo a Jimmy con la nudillera, aunque éste tuvo el buen juicio de correr. Ding Dong dio la vuelta al Duster que estaba inconsciente y sacó algo de la parte posterior de su pierna.

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