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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

El águila emprende el vuelo (5 page)

BOOK: El águila emprende el vuelo
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—¿Se refiere a Devlin,
Reichsführer
?

—Sí, es un hombre verdaderamente repugnante. ¿Sabe usted a qué se parecen los irlandeses, Schellenberg? Todo es un chiste.

—Debo decir que, a juzgar por todos los informes, conoce bien su oficio.

—Estoy de acuerdo con eso, pero sólo intervino en este asunto por dinero. Alguien fue singularmente descuidado al dejarle salir tan tranquilamente de aquel hospital de Holanda.

—En efecto,
Reichsführer
.

—Mis informes indican que ahora está en Lisboa —dijo Himmler tomando otra hoja de papel—, Encontrará los detalles aquí. Está intentando llegar a Estados Unidos, pero no dispone de dinero. Según lo que dice aquí, trabaja como barman.

Schellenberg examinó con rapidez el informe.

—¿Qué quiere usted que haga en esta cuestión,
Reichsführer
?

—Regresará a Berlín esta misma noche. Vuele mañana a Lisboa. Convenza a ese bribón de Devlin para que vuelva con usted. No creo que eso le resulte muy difícil. Radl le entregó veinte mil libras por tomar parte en la operación Águila. Se le pagó en una cuenta numerada en Ginebra. —Himmler sonrió ligeramente—. Hará cualquier cosa por dinero. Es esa clase de hombre. Ofrézcale lo mismo…, incluso más, si se ve obligado a ello. Yo autorizaré pagos de hasta treinta mil libras.

—Pero ¿por qué,
Reichsführer
?

—¿Cómo que por qué? Para organizar la huida de Steiner, desde luego. Creía que eso ya sería evidente para usted. Ese hombre es un héroe del Reich, un verdadero héroe. No podemos seguir dejándolo en manos de los británicos.

Al recordar la forma en que el general Steiner había encontrado su fin en las celdas de la Gestapo, en la Prinz Albrechtstrasse, a Schellenberg le pareció mucho más probable que Himmler tuviera otras razones.

—Comprendo su punto de vista,
Reichsführer
—dijo con tranquilidad.

—Conoce muy bien la confianza que deposito en usted, general —dijo Himmler—, Y nunca me ha defraudado. Dejo todo este asunto en sus capaces manos. —Le entregó un sobre—. Aquí encontrará una carta de autorización que debe ser suficiente para cubrir todas las contingencias.

Schellenberg no la abrió y se limitó a preguntar:


Reichsführer
, ha dicho usted que desea verme partir para Lisboa mañana mismo. ¿Me permite recordarle que es Nochebuena?

—¿Y qué demonios tiene eso que ver con nada? —replicó Himmler verdaderamente sorprendido—.

En este caso es fundamental la rapidez, Schellenberg, y tras recordarle el juramento de fidelidad que ha hecho como miembro de las SS, le voy a decir por qué. Dentro de aproximadamente cuatro semanas, el Führer volará a Cherburgo, en Normandía. Exactamente el veintiuno de enero. Yo le acompañaré. Desde allí, nos dirigiremos a un
chateau
que hay en la costa, en Belle Ile. ¡Qué nombres tan extraños emplean estos franceses!

—¿Me permite preguntarle cuál es el propósito de esa visita?

—El Führer tiene la intención de reunirse personalmente con el mariscal de campo Rommel, para confirmarle su nombramiento como comandante del grupo de ejércitos B. Eso le otorgará responsabilidad directa sobre las defensas de la Muralla del Atlántico. En la reunión se tratará la estrategia necesaria en el caso de que nuestros enemigos decidan efectuar la invasión el año que viene. El Führer me ha concedido el honor de organizar la conferencia y, desde luego, la responsabilidad de su seguridad, que será una cuestión dependiente exclusivamente de las SS. Como ya le he dicho, Rommel estará allí, y probablemente también Canaris. El Führer en persona pidió que estuviera presente.

Empezó a arreglar los papeles, formando un montón ordenado y guardando algunos de ellos en una cartera de mano.

—Pero,
Reichsführer
—dijo Schellenberg—, sigo sin comprender la urgencia del caso Steiner.

—General, tengo la intención de presentárselo al Führer en esa reunión. Su huida y el haber estado tan cerca de conseguirlo, serán un gran golpe de mano para las SS. Su presencia, desde luego, le dificultará mucho las cosas a Canaris, y eso será bueno. ——Cerró la cartera de mano, entrecerró los ojos al mirarle y añadió—: Y eso es todo lo que usted necesita saber.

Schellenberg, quien tenía la impresión de que aquel hombre sólo se mantenía sujeto a la cordura apoyado en las uñas de los dedos, dijo:

—Pero, Retchsführer, ¿y si Devlin no se deja convencer?

—En tal caso deberá emprender usted las acciones apropiadas. Con ese fin, he seleccionado a un hombre de la Gestapo, y deseo que le acompañe a Lisboa, como guardaespaldas. —Apretó un timbre que tenía sobre la mesa y Rossman entró—. Ah, Rossman. Veré ahora al
Sturmbannführer
Berger.

Schellenberg esperó, deseando desesperadamente poder fumarse un cigarrillo, pero sabiendo que Himmler desaprobaba por completo esa costumbre. La puerta se abrió de nuevo y Rossman apareció, acompañado por otro hombre. Alguien que constituyó toda una sorpresa. Era un hombre joven, de veinticinco o veintiséis años, con un ca-bello tan rubio que era casi blanco. En otro tiempo debió de haber sido apuesto, pero un lado de la cara había sido gravemente quemado. Schellenberg observó los lugares donde la piel había cicatrizado tensamente.

Extendió la mano.

—General Schellenberg, soy Horst Berger. Es un placer trabajar con usted.

Sonrió, observando aquel rostro echado a perder, que casi parecía el del propio diablo.

—Mayor —dijo Schellenberg. Luego, volviéndose hacia Himmler, añadió—: ¿Puedo empezar ya,
Reichsführer
?

—Desde luego. Berger se le unirá en el patio. Dígale a Rossman que entre. —Schellenberg llegó hasta la puerta y la abrió, antes de escuchar—. Una cosa más. Canaris no tiene que saber nada de esto. Ni lo de Devlin, ni lo de nuestras intenciones con respecto a Steiner, al menos por el momento. Y, desde luego, no debe mencionarse para nada lo de Belle Íle. ¿Comprende usted la importancia de esto?

—Desde luego,
Reichsführer
. Schellenberg le dijo a Rossman que entrara y luego se alejó por el pasillo. En el piso de abajo encontró un lavabo, entró y encendió un cigarrillo. Luego, se sacó del bolsillo el sobre que le había entregado Himmler y lo abrió.

DEL JEFE Y CANCILLER DEL ESTADO

El general Schellenberg actúa bajo mis órdenes directas y personales en un asunto de la máxima importancia para el Reich. Sólo deberá dar cuenta de sus actos ante mí. Todo el personal, tanto militar como civil, sin distinción de rango, le asistirá en cualquier forma que él crea conveniente.

ADOLF HITLER

Schellenberg se estremeció y guardó la hoja en el sobre. La firma, desde luego, parecía correcta; él mismo la había visto suficientes veces como para saberlo, pero a Himmler le sería fácil conseguir la firma del Führer en algo como un documento más perdido entre otros muchos. Así pues, Himmler le daba a él los mismos poderes que había dado a Max Radl para la operación Águila, pero ¿por qué? ¿Por qué era tan importante que Steiner regresara dentro del tiempo indicado?

En todo aquel asunto tenía que haber algo más de lo que Himmler le había contado, eso era evidente.

Encendió otro cigarrillo y salió, perdiéndose al final del pasillo. Vaciló, sin estar muy seguro de saber dónde se encontraba, hasta que se dio cuenta de que la arcada que había al final daba a un balcón que se asomaba sobre el gran salón. Estaba a punto de dar media vuelta y seguir su camino en la dirección contraria cuando escuchó voces. Intrigado, siguió avanzando hacia el balcón y miró con precaución. Himmler estaba de pie a la cabecera de una gran mesa, flanqueado por Rossman y Berger. Era el
Reichsführer
el que hablaba.

—Berger, hay quienes se sienten más preocupados por las personas que por las ideas. Se ponen sentimentales con excesiva facilidad. No creo que usted sea uno de ellos.

—No,
Reichsführer
—dijo Berger.

—Desgraciadamente, el general Schellenberg lo es. Ésa es la razón por la que le envío a usted con él a Lisboa. Ese hombre, Devlin, debe venir, tanto si quiere como si no. Y espero que usted se ocupe de ello.

—¿Acaso el
Reichsführer
duda de la lealtad del general Schellenberg? —preguntó Rossman.

—Ha realizado grandes servicios para el Reich —dijo Himmler—. Probablemente, se trata del oficial mejor dotado que haya tenido bajo mi mando, pero siempre he dudado de su lealtad hacia el partido. En ese aspecto, sin embargo, no hay ningún problema, Rossman. Me es demasiado útil como para prescindir de él por el momento. Nosotros debemos emplear todas nuestras energías en la preparación para Belle Ile, mientras que Schellenberg se mantiene ocupado con el asunto Steiner. —Se volvió hacia Berger y añadió —: Será mejor que se marche.—
Reichsführer
.

Berger hizo entrechocar los talones y se dio media vuelta. Cuando ya había cruzado medio salón, Himmler le dijo:

—Demuéstreme qué puede usted hacer,
Sturmbannführer
.

Berger llevaba la funda de la pistolera abierta, se giró con una rapidez increíble y extendió el brazo. En la pared de enfrente había un fresco que representaba a unos caballeros medievales. Disparó tres veces y tres cabezas se desintegraron. Los disparos produjeron ecos en todo el salón, al tiempo que él enfundaba la pistola.

—Excelente —dijo Himmler.

Schellenberg ya había iniciado la retirada. Él también era bueno, quizá tanto como Berger, pero ahora no era ésa la cuestión. Ya en el vestíbulo, recogió el abrigo y la gorra; estaba sentado en el asiento posterior del Mercedes cuando Berger se le unió, cinco minutos más tarde.

—Siento mucho haberle hecho esperar, general —se disculpó al entrar en el vehículo.

—No importa —dijo Schellenberg haciendo un gesto al conductor, quien inició la marcha—. Puede fumar si gusta.

—Temo no tener ningún vicio —dijo Berger.

—¿De veras? Eso sí que es interesante. —Schellenberg se subió el cuello del abrigo y se reclinó sobre el rincón del asiento, colocándose la visera de la gorra sobre los ojos—. Nos queda un largo camino hasta Berlín. No sé qué piensa hacer usted, pero yo voy a dormir un rato.

Y eso fue lo que hizo. Berger se le quedó mirando durante un rato, y luego también se subió el cuello de su abrigo y se recostó en su rincón del asiento.

En el despacho de Schellenberg, en la Prinz Albrechtstrasse, había una cama militar de campaña, ya que a menudo pasaba la noche allí. Se encontraba en el pequeño cuarto de baño contiguo, afeitándose, cuando entró Ilse Huber, su secretaria. Tenía cuarenta y un años de edad y ya era viuda de guerra. Era una mujer sensual y atractiva, vestida con una blusa blanca y una falda negra.

Anteriormente, había sido secretaria de Heydrich, y Schellenberg, a quien le era muy fiel, la había heredado.

—Está aquí —le dijo ella.

—¿Rivera? —Schellenberg se limpió el jabón de la cara—. ¿Y Canaris?

—El
herr
almirante estará cabalgando por el Tiergarten a las diez, como es habitual en él. ¿Le acompañarás?

Schellenberg lo hacía con frecuencia, pero cuando se acercó a la ventana y observó la nieve en polvo que cubría las calles, se echó a reír.

—No esta mañana, gracias, aunque tengo que verle.

Además de hallarse totalmente entregada al bienestar de Schellenberg, ella tenía un cierto instinto para las cosas. Fue a servirle café de la cafetera que le había traído en una bandeja.

—¿Problemas, general?

—En cierto modo, cariño —contestó él. Bebió un trago de café y sonrió con aquella sonrisa suya, tan despiadada y peligrosa, que a ella le aceleraba los latidos del corazón—. Pero no te preocupes, no es nada que no pueda manejar. Te informaré de los detalles antes de marcharme. En esta ocasión voy a necesitar tu ayuda. Y, a propósito, ¿dónde está Berger?

—La última vez que le vi estaba abajo, en la cantina.

—Muy bien. Entonces veré a Rivera ahora.

Ella se detuvo en la puerta, antes de salir, y se volvió a mirarle.

—Ése me asusta. Me refiero a Berger.

Schellenberg se le acercó y le rodeó los hombros con un brazo.

—Ya te he dicho que no te preocupes. Después de todo, ¿cuándo no ha conseguido arreglárselas el gran Schellenberg?

Su actitud medio burlona la hizo reír, como siempre. Le dio un ligero apretón y ella salió del despacho sonriendo. Schellenberg se abrochó la chaqueta y se sentó ante su mesa. Un momento más tarde se abrió la puerta de nuevo y entró Rivera.

Vestía un traje marrón oscuro, y llevaba el abrigo doblado sobre el brazo. Era un hombre bajo de estatura, de piel cetrina y cabello negro con raya cuidadosamente trazada en el centro. Su aspecto era decididamente ansioso.

—¿Sabe usted quién soy? —le preguntó Schellenberg.

—Desde luego, general. Es un honor conocerle.

Schellenberg levantó una hoja de papel que, en realidad, era papel de carta del hotel donde se había alojado en Viena durante la semana anterior.

—Este mensaje que ha recibido usted de su primo, Vargas, en la embajada de Londres, referente al paradero de un cierto coronel Steiner… ¿Ha hablado del asunto con alguna otra persona?

Rivera pareció sentirse realmente impresionado.

—Absolutamente con nadie, general. Se lo juro por Dios —y extendió las manos con un gesto espectacular—. Por la vida de mi madre.

—Oh, no creo que a ella tengamos que meterla en esto. Seguramente estará muy cómoda en esa pequeña villa que le compró usted en San Carlos. —Rivera le miró con una nueva expresión de asombro.

Schellenberg añadió—: Como ve, no hay nada que yo no sepa de usted. Del mismo modo, no existe ningún lugar al que usted pueda marcharse y en el que yo no pueda alcanzarle. ¿Me comprende?

—Perfectamente, general —contestó Rivera, que estaba sudando.

—Ahora pertenece usted al SD y al
Reichsführer
Himmler, pero es a mí a quien ha de responder, y a nadie más. De modo que empecemos con este mensaje recibido de su primo en Londres. ¿Por qué se lo ha enviado también al almirante Canaris?

—He seguido las órdenes de mi primo, general. En estos temas siempre hay una cuestión de pago por medio y en este caso… —Se encogió de hombros.

—¿Le pareció que podría usted cobrar dos veces? —preguntó Schellenberg asintiendo con un gesto.

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