Read Dos velas para el diablo Online

Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

Dos velas para el diablo (29 page)

BOOK: Dos velas para el diablo
11.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Aun en esta situación, mi mente no deja de hacer asociaciones extrañas. Se me acaba de ocurrir que el ángel con el que nos acabamos de topar también sabe moverse a la velocidad del rayo, lo cual significa que eso no es prerrogativa de los demonios. ¿Podía hacerlo también mi padre? Si es así, desde luego perdió mucho tiempo arrastrándome consigo por media Europa y parte de Asia. Siempre fui consciente de que yo lo retrasaba en su viaje, pero no imaginaba hasta qué punto.

Salgo del museo, remolcada por la fuerza que me ata a Angelo, y recorro calles a una velocidad de vértigo, tras él y el ángel. Y súbitamente, me freno en seco.

Es porque ellos se han detenido también. Han encontrado una pequeña plaza, umbría y desierta, y ahora están plantados frente a frente, espada en mano. Se van a pelear. En serio. Y ni siquiera se conocen ni han cruzado más de dos palabras.

Floto hasta Angelo.

«Oye, déjalo, ¿quieres?», le digo. «Tenemos cosas más importantes que hacer».

Él, por toda respuesta, agita la mano para apartarme como si no fuese más que una mosca inoportuna. Abro la boca para protestar, pero no tengo tiempo de pronunciar una sola palabra, porque el ángel ya se abalanza sobre él, raudo con un relámpago, y Angelo responde con su propia espada. Alarmada, floto por encima de ellos, pero manteniéndome a distancia. Luz y oscuridad, orden y caos… son totalmente antagónicos y, sin embargo, mientras luchan tengo la sensación de que forman un único ser. ¿Es eso posible? De cualquier modo, no puedo intervenir. Tengo miedo de romper su concentración si los distraigo y que ocurra una desgracia. Pero ¿cuál sería la desgracia? ¿Quién prefiero que venza en esta contienda? Mi corazón reza por el ángel; pero no quiero ver morir a Angelo, entre otras cosas porque no estoy dispuesta a perder a mi único enlace con el mundo de los vivos. Si lo hago, probablemente me veré obligada a flotar para siempre en esta especie de limbo del no-ser, y me convertiré en un pobre espectro atormentado y balbuceante, como aquel fantasma que me preguntaba por Marie. Y lo siento mucho, pero paso. Sin embargo, esta vez, a diferencia de la contienda con Alauwanis, no me siento con ánimos para intervenir. ¿Qué clase de persona sería si ayudase a Angelo a asesinar a un ángel? ¿Con qué cara miraría a mi padre después, si llegara a encontrármelo al otro lado del túnel de luz?

Ajenos a mis dudas y mi angustia, ellos siguen luchando con entusiasmo, descargando un golpe tras otro, esforzándose por alcanzar al contrario, por matarle.

Es difícil decir quién va a vencer. Están demasiado igualados.

Y entonces, de pronto, una tercera figura surge de entre las sombras. Corre tan rápido que apenas se puede distinguir su contorno, y se une a la pelea con total naturalidad. Es uno de ellos, pero ¿de qué bando?

No tardo en obtener la respuesta. Vencido por la superioridad numérica de sus contrarios, el ángel cae finalmente a sus pies, atravesado por la espada de Angelo, que sonríe, satisfecho, disfrutando del momento. Le miro con rabia, con asco, con impotencia.

Junto a él se alza una mujer alta, de larga y ondulada cabellera negra y ojos que, más allá del brillo rojizo propio de los de su especie, parecen de un intenso color verde. Lleva vaqueros ceñidos y descoloridos, y una blusa blanca estampada con flores rojas. Creería que se trata de una joven inofensiva, y hasta frágil, si no la hubiese visto manejar una espada demoníaca con letal habilidad. Además, puede que sea capaz de esbozar la más inocente de las sonrisas cuando la mira un humano incauto, pero ahora mismo su gesto es travieso, casi malévolo… y, por supuesto, como fantasma no puedo dejar de notar que de su espalda aflora un par de alas de la más negra oscuridad.

Ambos cruzan una mirada de complicidad, y la diablesa envaina su espada, en un gesto deliberadamente lento.

—Gracias —dice Angelo.

Ella se encoge de hombros y le devuelve una sonrisa picara.

—No hay de qué; me apetecía un poco de acción.

«No ha sido una pelea justa», murmuro, enfurruñada, pero ninguno de los dos me hace caso.

—No eres de por aquí, ¿verdad? —pregunta la diablesa.

—Viví en Florencia hace mucho tiempo. Demasiado, me temo. La ciudad está muy cambiada.

Ella sacude su melena negra con afectación.

—Sé lo que quieres decir. Pero es un cambio solo aparente. Algunas cosas, en el fondo, siguen como siempre. Me llamo Lisabetta —añade tras una pausa.

—Angelo —responde él—. Precisamente andaba buscando a alguien que llevara aquí el tiempo suficiente como para orientarme un poco.

Lisabetta alza las cejas, divertida.

—Ya te he ayudado con el ángel, ¿qué más quieres? ¿De verdad crees que te voy a echar una mano a cambio de nada?

—Puedes quedarte con su espada —ofrece Angelo—. Quizá quieras conservarla, aunque sé que las espadas angélicas ya no están de moda.

Ella la observa, pensativa.

—Pero
madonna
Constanza todavía las colecciona. Está bien —acepta agachándose con desenvoltura para robar impunemente el arma del ángel caído—, me la quedo. ¿En qué más puedo ayudarte?

—Justamente buscaba a
madonna
Constanza, si es que sigue en la ciudad. Fui a su
palazzo
, pero está abandonado.

Lisabetta se ríe, mostrando unos dientes blanquísimos que contrastan con su piel morena.

—En efecto, ella ya no vive allí, pero no se fue muy lejos. Puedo llevarte hasta ella. Sin embargo, primero debo consultarle. ¿Qué quieres que le diga de ti?

—Utilizo el mismo nombre que entonces, y también tengo el mismo aspecto, pero no creo que me recuerde. De todos modos, solo quiero presentarle mis respetos y hacerle una consulta. He venido solo y no supongo un peligro para ella —sonríe.

Me siento ignorada. Angelo no solo ha tenido la desfachatez de asesinar a un ángel en mi presencia sin dirigirme siquiera una mirada de disculpa, sino que encima ahora resulta que ha venido «solo». Por no hablar del hecho de que coquetea con esta mujer de una forma patéticamente obvia. Tendríais que ver las miraditas que cruzan estos dos.

No es que me importe, no os vayáis a pensar. Pero me ofenden dos cosas:

1) Que solo por el hecho de estar muerta, la gente actúe como si yo no existiera.

2) Que se pongan a ligar cuando el cadáver del ángel aún está caliente.

Desde luego, no tienen el más mínimo respeto por los muertos.

—Hablaré con ella —promete Lisabetta, y vuelve a mirar a Angelo por debajo de sus largas pestañas—. Pero, de todos modos, aún es demasiado pronto para molestarla. No suele recibir a nadie antes de la caída del sol. Mientras tanto —añade sonriendo con descaro—, se me ocurren un par de cosas que podríamos hacer para pasar el tiempo.

Angelo alza las cejas y la mira de arriba abajo, evaluándola. Ah, por favor. Si aún tuviese estómago, vomitaría de asco.

—No tengo nada mejor que hacer —acepta—. Mi hotel no está lejos…

«Eh, eh, tiempo muerto», intervengo, malhumorada. «¿Qué se supone que estás haciendo?».

Angelo pone los ojos en blanco.

—¿Qué se supone que estás haciendo tú? Acéptalo de una vez: estás muerta. Así que actúa como tal y cierra la boca de una vez.

«Yo estaré muerta, pero no ciega, ni sorda, ¿sabes?», replico. «Mi idea de la existencia después de la muerte no consiste en tener que ver cómo te lo montas con tu amiguita, cosa que no me interesa ni me apetece lo más mínimo. Por desgracia, no tengo más opción que estar pegada a ti, y paso de escenitas, ¿queda claro?».

Chasquea la lengua con disgusto.

—El que tú ya no tengas vida no implica que los demás no podamos tenerla —me restriega por la cara—. Asúmelo y déjame en paz, ¿quieres?

Lisabetta, entre tanto, ha estrechado los ojos y nos mira con suspicacia. Parece ser consciente de mi presencia por primera vez.

—¿Tienes un fantasma vinculado a ti?

«Sí, señorita Vamos-A-Hacer-Un-Par-De-Cosas», le replico, mosqueada. «Y, para tu información, Angelo es mi enlace, lo cual quiere decir que es mi demonio, me guste o no, y mientras yo esté atada a este mundo y tenga que seguirlo a todas partes, no habrá diversión que valga, ¿estamos? Porque supongo que estarás de acuerdo conmigo en que tres son multitud, y aquí el amigo Angelo viene con un regalito que, por desgracia, ya está atado a él».

Lisabetta se ríe de mí en mi cara.

—¡Estás celosa! —me suelta con todo el descaro del mundo—. ¡Esto sí que es divertido!

Siento que la ira crece en mi interior. No es esa rabia incontrolable que me sacudía a veces, cuando estaba viva, y que tenía mucho que ver con un estado hormonal adolescente que ya no me afecta lo más mínimo. Es… otra cosa. Es un sentimiento que viene de dentro, del corazón, de todo el dolor que me he estado guardando, que he intentado ignorar, pero que no ha desaparecido en ningún momento.

«¡No estoy celosa, y no tiene nada de divertido!», estallo, y proyecto este pensamiento con todas mis fuerzas, provocando que los dos demonios se lleven las manos a la cabeza con un gesto de irritación. «¿Qué tiene de gracioso estar muerta, eh? ¿Crees que me dan ganas de reírme cuando veo a otras personas paseándose por la calle, disfrutando del sol, del aire, del contacto humano? ¿Te parece que puedes venir aquí a restregarme que estás viva, y que lo estarás probablemente durante toda la eternidad, que puedes divertirte, que puedes echar una cana al aire delante del pobre fantasma que desde su muerte no ha podido disfrutar ni de un mísero abrazo de consuelo? ¡Pues no te lo consiento! No tienes derecho… ¡ningún derecho a burlarte de mí! ¡Y en cuanto a ti…!», añado volviéndome hacia Angelo. Me topo con la mirada de sus ojos grises, veteados de rojo brillante, y ya no siento rabia. Solo un cansancio pesado y profundo, un cansancio que no tiene nada que ver con lo físico: es como si mi alma, de pronto, estuviese hecha de plomo. «Haz lo que te dé la gana», concluyo con frialdad. «Seguro que puedo irme lo bastante lejos como para no tener que aguantar que me restriegues por las narices lo vivo que estás. Aunque para eso no necesitas a otra persona. Ya lo haces constantemente, todos los días».

Me callo, humillada. Qué patético ha sonado eso. Todo este tiempo me he esforzado por no lloriquear, por no autocompadecerme, por no mostrar debilidad delante de este maldito demonio que me ha tocado por enlace… y, ahora que he caído tan bajo, no solo lo he hecho ante él, sino delante de la frívola diablesa que se lo va a llevar a la cama.

Pues muy bien, que les aproveche. He intentado sobrellevar mi pequeña tragedia con toda la dignidad de la que he sido capaz, pero así no se puede. De verdad que no.

«Adiós», murmuro, y dejo que mi esencia levite cada vez más alto, dejándolos atrás.

Y floto por encima de los tejados de Florencia sin volverme a mirarlos ni una sola vez. Me alejo todo lo que puedo, sabiendo que llegará un momento en que tenga que detenerme, porque mí vínculo con Angelo me impide apartarme demasiado de él, para desgracia mía. Pero mientras pueda… todo lo que pueda…

No tardo en sentir en mi esencia ese tirón que me es tan familiar. Como sospechaba, no he podido ir muy lejos. Como un vulgar chucho atado a su amo por una correa, no tengo más remedio que detenerme, porque ya no puedo seguir avanzando. Una sensación angustiosa oprime mi espíritu, como si mi misma esencia fuera a desgarrarse si se me ocurre alejarme más.

Alicaída, desciendo hasta flotar por encima del aluvión de turistas que recorre el Ponte Vecchio. Me retiro hasta sentarme en el pretil del puente, con mis fantasmagóricos pies colgando sobre el agua. Nadie detecta mi presencia. Una turista americana está haciendo fotos del paisaje a través de mí, como si yo no existiera. No creo que la tecnología digital sea capaz de detectar un ectoplasma como el mío, pero sería interesante ver si en esas fotos aparece algo, una neblina, una luz… algo, lo que sea, que delate mi presencia.

Para qué engañarnos. Le van a salir estupendas, seguro. Ni ella ni su cámara son capaces de verme. Solo los ángeles y los demonios, y todos ellos pasan de mí. Después de todo, estoy muerta.

Cierro los ojos y dejo, por fin, que el dolor que me ha estado persiguiendo desde la tarde de mi muerte me alcance y se apodere de mí.

No es tan fácil aceptar tu propia muerte. Intentas fingir que no te importa, bromeas con ello incluso, pero cuando te detienes un solo momento a pensar, la añoranza te atraviesa como mil puñales de fuego. Y ves a las personas reír, hablar, tocarse… disfrutar de cosas que a ti te están ya vedadas.

Desde que aparecí flotando en el apartamento de Angelo y fui consciente de lo que me había pasado, me muero por un abrazo. Sueño con que me abracen, sí, y sueño con poder llorar amargas lágrimas, por mí, por mi padre, por todo lo que he perdido. Pero no soy más que un estúpido fantasma, y todo eso se acabó para mí.

No voy a rebajarme a pedirle a un demonio que me consuele, que sea un poco amable conmigo, que trate de aliviar mi tristeza. No lo he hecho en ningún momento, y no tenía la menor intención de hacerlo ahora. Pero duele, oh, duele tanto… Me siento horriblemente sola. Y a la única persona con la que podría compartir todo esto no le importa lo más mínimo.

¿Por qué tras mi muerte no me vincularía a un ángel? ¿Alguien un poquito más compasivo? ¿Alguien un pelín más empático?

Pero no hay más. Al otro lado del lazo solo hay un demonio, y eso es lo más terrible de todo. Me gustaría poder cortar ese lazo y flotar libre, pero eso solo significaría perderme para siempre, como aquellos pobres fantasmas que flotan eternamente, abandonados en los retazos de sus propios recuerdos, olvidados en un dolor y una añoranza inimaginables. Y no quiero ese destino para mí. Sin embargo, mientras no encuentre una manera de marcharme por el túnel de luz, mi única esperanza es seguir vinculada a un enlace vivo. Pero ¿por qué, de entre todos los enlaces posibles, me ha ido a tocar un demonio?

Me siento como un náufrago rescatado por un tiburón. Sabes que, mientras sigas prendido a su aleta, no te ahogarás, pero en cualquier momento puede darse la vuelta y darte una dentellada… y temes y odias al tiburón, porque dependes de él, porque no puedes abandonarlo, pero lo siento, amigo, no había amables delfines cerca para salvarte. Esto es todo lo que hay. Muerte y dolor.

Y hablando del tiburón…

—¿Estás bien? —me pregunta Angelo.

No me molesto en mirarlo. Se acoda sobre el pretil de piedra y dirige una larga mirada al paisaje que se extiende más allá.

BOOK: Dos velas para el diablo
11.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

John Adams - SA by David McCullough
The Troubled Air by Irwin Shaw
Empty Promises by Ann Rule
Walking to the Moon by Kate Cole-Adams
Caprice by Carpenter, Amanda
Aries Rising by Bonnie Hearn Hill
Eternity by Elizabeth Miles
Sapphire: New Horizons by Heather Brooks
Writing from the Inside Out by Stephen Lloyd Webber