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Authors: Jordi Sierra

Donde esté mi corazón (4 page)

BOOK: Donde esté mi corazón
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Le sorprendió la pregunta. Era la primera vez que abordaba el tema. Ni siquiera supo qué decir.
 

—Normal —se encogió de hombros.
 

—Entonces recuerda tan sólo que, pese a lo que se diga en las novelas y en las películas, el amor nunca ha roto realmente un corazón, ¿de acuerdo?
 

—De acuerdo —se echó a reír Montse.
 

—Perfecto —el doctor Molins se puso en pie—. Pues vamos a ver a tus padres y a tranquilizarlos un poco.
 

Ella también se levantó. El médico le pasó un brazo por encima de los hombros, amigable y distendido.
 

Salieron por la puerta del despacho riéndose, lo que dejó no poco sorprendidos a los padres de Montse.
 

 

Diez

 

Normalidad.
Una palabra sencilla, fácil de pronunciar, difícil de poner en práctica.
 

—¿Qué te ha dicho el doctor Molins?

Su madre había tardado exactamente siete minutos en preguntárselo. Un récord. Circulaban ya por Barcelona, en busca de la Diagonal, para enfilar primero por la autopista y después por la N-340 en dirección a casa.

Montse, sentada en solitario en el asiento posterior, se resignó.

—Nada que no te haya dicho a ti.

—Me refiero a cuando estabais solos —insistió la mujer.

—Mamá, ya te lo he dicho: nada.

—Pero si habéis estado un montón de tiempo solos.

—Me hacía pruebas. ¿Tú crees que, cuando un médico te examina, se pone a hablar por los codos?

—No, pero...

—Además, si me pasara algo, te lo diría a ti o a papá, no a mí.

—Mira, yo es que no entiendo por qué no podemos estar delante cuando...

—Maite —dijo en un tono de reproche muy claro su marido.

—Mamá, si estás tú, no paras —dijo Montse.

—Ya está —se enfadó ella—. Es normal que quiera saber cómo estás, ¿no?

—¡Pero si es que estoy bien!

—No grites, ¿eh? —se lo dijo con prevención, no con autoridad—. A ver si te va a dar algo.

—¿Lo ves? —Montse miró a su padre por el retrovisor interior—. ¡Estoy bien, así que puedo gritar, enfadarme, hacer lo que quiera! ¡Deja de darle vueltas, por Dios!

—Vaya, cualquiera diría.

Demasiado tarde. Su madre empezó a llorar.

—¡Oh, no, vamos! —se lamentó Montse.

—Vale ya, Maite —le dijo molesto su marido—. ¿No ves que así no la ayudas? Bueno, ni a ella ni a
nadie.

—Sí, ya —balbuceó la mujer—. Con lo que he pasado y encima...

Montse iba a decirle que era ella quien había estado a las puertas de la muerte,
pero logró contenerse. Por mucho que la irritara la actitud de su madre, y esto no podía evitarlo, debía acostumbrarse. Para eso formaban una familia, para compartir lo bueno y lo malo, y más cuando lo malo era muy malo. De hecho, la que
estaba ahora enferma, de los nervios, era su madre, y no mejoraba. Vivía al límite, pero lo peor era que parecía esperar una fatalidad a cada momento. Unos días antes su padre había hablado de llevarla a un psiquiatra.
 

Se negó en redondo. Dijo que la enferma no era ella, sino su hija.
 

—¿Estás bien? —le preguntó el padre de Montse a su mujer.
 

—Pse —exclamó ella con desidia.
 

—¿Por qué eres tan fatalista? —quiso saber su hija.
 

—No puedo evitarlo, ¿qué quieres que te diga?
 

—Ya, pero es que te vas siempre al extremo. Cuando papá llega cinco minutos tarde, no piensas en el tráfico o en que se ha podido quedar a hablar con un amigo, o simplemente que tenía más trabajo que de costumbre; tú en seguida piensas en un accidente. Y cuando Dani se perdió en la montaña y lo encontraron, no dijiste «gracias a Dios» o algo así. No, tú preguntaste: «¿está vivo?». ¿Por qué eres tan pesimista?
 

—Déjalo, Montse —le recriminó su padre.
 

—Es más fuerte que yo —se justificó Maite.
 

—Pues a los demás nos haces la vida imposible, ¿sabes? Cuando uno está en un
atasco y no puede llamar por teléfono, y encima sufre porque sabe que tú estás sufriendo...
 

—¿Y yo qué...?
 

—¡Eh, eh! —las acalló el hombre—. ¿Vais a estar todo el trayecto así?
 

Se callaron. La mujer, que hasta aquel momento había estado girada hacia atrás, mirando a su hija, se puso recta en su asiento delantero y, tras exteriorizar su enfado respirando con fuerza, fingió interesarse por el tráfico. Montse agradeció la determinación de su padre. No quería discutir. Nunca quería discutir. Pero su madre no la dejaba en paz, sobre todo desde lo sucedido.
 

Probablemente jamás la dejaría en paz después de eso.
 

Y tenía que vivir con ello.
 

Ya no volvieron a discutir durante el resto del viaje hasta Vallirana, adonde llegaron en menos de veinte minutos.
 

 

Once

 

A
cababa de llegar y se había sentado sola cuando apareció él, tan misteriosamente como siempre, igual que si saliera de la nada, como si se materializara a su lado, o... como si la esperase.
 

—Hola.

—Hola —correspondió a su saludo.

Sergio se quedó de pie, aguardando algo, tal vez una invitación por su parte. Montse no se la sirvió en bandeja. Prefirió ver sus nervios, aquella contenida tensión que lo dominaba cuando estaba con ella, la sensación de inquietud, aunque al menos ya no se mostrara tan tímido como para no acercarse a hablar con ella.

Fueron apenas unos segundos. Decidió no ser una sádica.

—¿No te sientas? —le sugirió.

—Bueno... —lo hizo bien, fingiendo despreocupación, pero no la engañó—. Sí, gracias —luego buscó una excusa para iniciar una conversación trivial—. ¿Y Carolina?

—En Barcelona, con sus padres.

El escaso público del polideportivo saludó en ese momento un gol de su equipo. Las gradas cobraron una inusitada vigorosidad y colorido, con dos docenas de chicos y chicas en pie dando saltos. En el centro de la pista, protegida por su cubierta de color amarillo, los jugadores del equipo de balonmano se abrazaban entre sí.

—¿Quién gana? —preguntó Sergio.

—Ni idea, acabo de llegar y me he sentado aquí como podía haberlo hecho en la piscina. No soy muy amante de los deportes que digamos —le tendió la bolsa de
ganchitos
que estaba disfrutando—. ¿Quieres?
 

—Gracias —metió la mano en su interior y sacó uno—. ¿Te gustan estas cosas?

—Es para tener algo en las manos —se justificó Montse.

—Ah.

Ella se echó a reír.

—¿Qué pasa, qué he dicho? —abrió mucho los ojos él.

—A veces eres tan serio...

—Defecto de fabricación, supongo —se resignó el otro.

—Bueno, no me hagas caso. Yo también tengo fama de seria. ¿Has encontrado ya trabajo?

—No.

—Pues lo vas a tener crudo —insistió una vez más al respecto—. Mira, aquí hay unas cinco mil personas, me refiero al censo del pueblo, pero nos rodean nada menos que diecisiete urbanizaciones. En ellas vive mucha gente de manera habitual, aunque la mayoría son segundas residencias de los de Barcelona. Y no todos los que viven todo el año están empadronados en el pueblo. Eso quiere decir que no es un pueblo con industrias ni nada de eso, salvo la fábrica de chocolates o, un poco más arriba, la fábrica de cemento. Aquí abundan los pequeños comercios, eso sí, pero casi todos son negocios familiares. Quizás te iría mejor en Cervelló.

—Tampoco tengo prisa —reconoció él.

—¿Qué hacías antes de venir aquí?

—Estudiar.

—¿Y tu familia?

Sergio dejó de mirarla como solía hacerlo, de forma fija y absorbente. Dirigió sus ojos a la pista, donde de nuevo atacaba el equipo favorito de la mayoría de los asistentes, a juzgar por los gritos de ánimo que les dirigían desde las pequeñas gradas de cemento. Montse percibió que su observación había sido inoportuna.

—Perdona —dijo—. A veces olvido que a mí también me joroba bastante hablar de según qué.

—No, no, qué va, es sólo que... —fingió indiferencia— no hay mucho que decir, salvo que necesitaba estar solo y por eso me he ido.

—Ojalá también pudiera marcharme yo —reflexionó Montse.

—¿Por qué?

Ahora la que no respondió al momento fue ella.

—Vale, uno a uno —se disculpó él.

—¿Qué harás si no encuentras trabajo? —cambió de tema Montse.

—No lo sé. Ya te dije que tenía dinero para aguantar un par de meses.

—Te acabarás marchando —aseguró ella.

—No tiene por qué ser así.

Se sintió observada al milímetro, así que mantuvo los ojos en la pista, dejando que él la mirara. Se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, no se
sentía incómoda. No era el tipo de mirada que le dirigían los vecinos del pueblo después de la operación, aunque cada vez se encontraba menos con ello; ni la mirada de los chicos que se le acercaban con ánimo de ligar antes de sus problemas de salud. Era como si Sergio la acariciase con los ojos, la mimase y le hablara con
ternura a través de ellos. Percibía que le gustaba y sentirse así le producía una tranquilidad, una sensación de normalidad mayor que todo cuanto pudiera decirle el doctor Molins. Había llegado a creer que nunca
más volverían a mirarla como lo hacía Sergio, si es que
alguien lo había hecho alguna vez de aquella forma.
 

Más aún, había creído que jamás sentiría otra vez lo que estaba sintiendo ahora.

Aunque sólo fuese un juego: chico, chica, verano...

Pero si era así, ¿por qué se sentía como se sentía?

—Yo antes hacía muchos planes —se oyó decir a sí misma, sin saber en qué momento había decidido volver a hablar—. Ahora sé que lo importante es vivir al día.

—Yo pienso lo mismo —reconoció Sergio—, aunque sé que no es justo.

—¿Por qué ha de ser justo?

—Porque no puede vivirse tan sólo el momento, y porque siempre hay algo más, comenzando por un después, un más tarde, un mañana.

—Eres un filósofo —dijo Montse sin ánimo de burla.

—He aprendido algunas cosas, nada más.

Esperaba que ella le preguntase cuáles y, al ver que no lo hacía, que se había quedado súbitamente pálida, siguió la dirección de su mirada. No le costó encontrar el motivo de aquel silencio. Al otro lado de la pista un muchacho joven, de dieciocho o diecinueve años, también miraba hacia ella. Iba acompañado por otro chico y dos chicas.

Fueron apenas unos segundos.

Luego él apartó su mirada y Montse apretó las mandíbulas con tanta fuerza que sus sienes palpitaron levemente.

A continuación se puso en pie.

—Vámonos —le pidió.

Sergio no tuvo tiempo de nada más: se levantó para seguirla porque ella ya le llevaba un par de metros de ventaja.

 

 

Doce

 

N
o logró alcanzarla hasta llegar casi a la carretera y, aun así, no por ello dejó de caminar.
 

—¿Quién era?

—¿Quién era quién?

—Ése, el que te ha puesto tan furiosa.

—Yo no estoy furiosa.

—Bueno, pues el que te ha incomodado.

—Tampoco estoy incómoda.

—Vale, sólo era por curiosidad.

Montse se detuvo en seco.

—Era un amigo, nada más —le dijo con chispas en los ojos—. Un amigo que no se portó bien y ya está.

Esperaba una nueva pregunta, pero Sergio no se la formuló. Al contrario, pareció aceptar su somera explicación. Eso la desconcertó aún más. Comprendió que no era como los demás, por extraño que se le antojara. Comprendió que era un buen tío. Y comprendió que le gustaba.

Carolina tenía razón.

Siempre la tenía.

Le gustaba, y eso sí era asombroso.

Tan rápido, tan inmediato a lo otro, a Arturo.

—Perdona —le pidió sinceramente mientras reanudaba la marcha—, no me hagas caso.

—Es la segunda vez que me pides perdón en poco rato y no tienes por qué hacerlo —dijo él—. La verdad es que yo soy un redomado palizas.

—No, en serio —insistió Montse—. Me has conocido en un mal momento, eso es todo. Por lo general no soy así. Incluso hay quien me encuentra encantadora —pudo bromear.

—Hay epidemia de malos momentos, ¿verdad?

—El mío fue asqueroso —asintió con la cabeza haciendo un gesto de supremo abatimiento.

—Pero ahora..., ¿estás bien?

—No lo sé. Cuando se pasa una temporada difícil, te queda una resaca de aúpa.

—¿Has estado enferma?

—Sí —reconoció.

De nuevo esperaba la pregunta siguiente, los interrogantes que se escondían detrás de su pequeña claudicación. No quería hablar de ello, ni de nada, y menos con él, allí y ahora. Por eso los segundos transcurrieron muy lentos y por ello se extrañó otra vez de que Sergio no le preguntase por su enfermedad. Pensó que él la entendía. Pensó que le evitaba deliberadamente un mal trago, o la incomodidad de decirle que no quería hablar de ello.

Ciertamente no quería hablar de ello.

Aunque sí de otras cosas.

Por primera vez.

—Se llama Arturo —le confesó—, y salíamos juntos hace un año.

—¿Erais novios?

Montse se encogió de hombros.

—Supongo —dijo no muy segura.

—¿Rompisteis?

—Simplemente dejamos de... Bueno —se enfrentó a ello en voz alta—, él dejó de verme.

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