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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Criopolis (29 page)

BOOK: Criopolis
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La señora Sato era más alta de lo que Roic esperaba, al menos un metro ochenta. Eso y su pelo oscuro le daban un leve e inquietante parecido con la esposa de milord, lady Ekaterin, cosa que Roic decidió no comentar. El rostro de Sato era más redondeado, aunque con una hermosa disposición simétrica de mandíbula y pómulos, y su cuerpo era más delgado, de ese modo que sugiere más estrés que atletismo. Una elfa debilitada por las malas drogas y las malas compañías.

No es lo que… —empezó a decir Vorlynkin, hipnotizado—. Creí que había dicho que tendría un aspecto terrible. La piel agrietada y sangrante, el pelo caído y todo eso.

—No le pasaba nada malo cuando la pusieron en crioestasis —explicó Raven—, y parece que la sometieron a una preparación de primera clase, y además reciente. Cuando llegó a la mesa de operaciones, lord Vorkosigan estaba en mucho peor estado que la media. Por decirlo suavemente. Supongo que alguien tiene que estar mejor, para mantener la media equilibrada.

—Parece salida de un cuento de hadas.

—¿Qué? —dijo milord, balanceando un talón para golpear una pata del taburete—. ¿Blancanieves con un solo enano?

Vorlynkin se ruborizó, con una expresión «no he dicho eso» en los ojos. Milord le sonrió burlón.

—Ahora todo lo que necesitamos es un príncipe.

—¿Y quién es la rana? —preguntó Roic, alegre de no ser el único que tenía estas caprichosas impresiones.

—Es un cuento diferente —le dijo milord amablemente—. Espero.

Raven cambió los tubos, y el fluido claro fue sustituido por otro rojo oscuro. La mujer congelada pareció cambiar lentamente, el tono de su piel pasó de leve rosado como una primavera helada a un cálido marfil dorado, como si estuviera recibiendo una transfusión de verano. Al cabo de un rato, Raven cerró la espita de salida de su pierna, y selló venas y piel con vendas plásticas. Raven y Tanaka se pusieron a trabajar con las conexiones y cables y el extraño gorrito.

—Despejen —dijo Raven, alzando la cabeza para asegurarse de que su público de aficionados se había retirado.

El chasquido del estímulo eléctrico fue más suave de lo que Roic esperaba, pero lo hizo retroceder de todas formas.

Por primera vez, el pecho de la silenciosa mujer se elevó, y su piel pareció de pronto no sólo maleable, sino viva. Unos pocos momentos de titubeo irregular, mientras Tanaka observaba sus monitores y Raven contemplaba a su paciente con ojos entornados. Su rostro era tranquilo, pero Roic advirtió que tenía los puños cerrados. Entonces los labios de la mujer se abrieron para inhalar aire con fuerza, y luego otra vez, y los puños de Raven se relajaron. Roic se acordó de exhalar antes de quedar en ridículo desmayándose, pero sólo a duras penas.

—Lo hemos logrado a la primera —dijo Raven, y desconectó la bomba externa.

Milord cerró los ojos con fuerza, lleno de gratitud. Vorlynkin, transfigurado, susurró:

—Es sorprendente.

—Me encanta esta parte —confesó Raven, a nadie en concreto, por lo que Roic podía decir—. Me hace sentirme como un dios. O al menos como un mago.

Milord hizo una mueca.

—¿Está diciendo que esto es un subidón de ego para usted?

—El mejor de todos —reconoció Raven—. Vivo para estos momentos.

—Siempre me alegra ver a un hombre feliz en su trabajo —murmuró milord.

Raven rodeó el cuerpo de su paciente, sondeando aquí y allá con un punzón en una pauta que Roic sospechó que tenía sentido. Y que era muy antigua.

—Tenemos reflejos. Los nervios periféricos reaccionan bien —informó. Se volvió hacia la cabeza, le apartó de la frente un mechón suelto de cabello con un gesto curiosamente tierno—. ¿Señora Sato? —llamó—. ¿Lisa?

Los párpados aletearon, se abrieron, volvieron a cerrarse. Los párpados mostraban los pliegues epicánticos de sus antepasados terrestres, los clásicos ojos almendrados. Los iris eran de un marrón rico y oscuro, reduciendo aún más su parecido con lady Vorkosigan, cuyos ojos eran de un nítido azul grisáceo.

—Oye —murmuró Roic—. En un sentido general, al menos. ¿Lisa? —repitió—. ¿Está con nosotros?

Difícilmente podría resultar tranquilizador para la mujer abrir los ojos ante un círculo de rostros enmascarados, como bandidos. Sobre todo si lo último que recordaba eran las caras de sus casi-asesinos.

¿Se estaban riendo? ¿Como fríos profesionales? ¿Indiferentes? Pero eran bandidos, en efecto, que robaron su voluntad, su mundo, su vida. Roic se inclinó hacia delante. Con su mejor tono tranquilizador, probó a decir:

—Señora, está usted bien. Sana y salva. Rescatada. Sus hijos están también sanos y salvos. Los podrá ver pronto.

Otro aleteo de los párpados; un gemido.

—Su laringe funciona —dijo Raven felizmente—. Eso debería agradarle, lord Auditor.

—Desde luego —dijo milord.

Ella suspiró de nuevo, suavizando la tensión.

—Dormirá unas cuantas horas después de esto —dijo Raven—. Cuanto más duerma, mejor.

—La limpiaremos y la trasladaremos a la cabina de aislamiento —informó la tecnomed Tanaka—. Ako, puedes ayudar con el tratamiento de la piel.

Retiraron tubos y agujas, enrollaron cables, desconectaron máquinas. Roic ayudó a pasar a la mujer viva de la mesa de operaciones a la camilla de traslado. Milord se bajó de su taburete, cuadró los hombros y se apoyó en su bastón.

—¿Cuándo podremos trasladarla al consulado?

—Depende del cómputo de sus glóbulos blancos, y unas cuantas cosas más —dijo Raven—. Pero posiblemente pasado mañana. Tendrá que alojarla en uno de esos dormitorios del piso de arriba unos cuantos días.

—Podremos hacerlo —dijo Vorlynkin.

Milord volvió la cabeza hacia el cónsul.

—Espere, ¿por qué está usted aquí? ¿Ha aparecido Leiber?

—No, todavía no. Recibió usted un mensaje sellado de Barrayar que llegó por tensorrayo. No podemos abrirlo, y no sabemos si puede ser urgente. —Con reticente sinceridad, añadió—: Además, sentía curiosidad por cómo iban las cosas. Ya que hay que tratar con Jin y Mina.

Roic interpretó esto como que no quería ser puenteado de nuevo. Comprensible.

—Ah, muy bien —dijo milord—. Raven, si usted se encarga de todo esto, supongo que puedo regresar.

Raven asintió y se volvió para seguir a la tecnomed y Ako, que retiraban a su paciente. La sala pareció muy vacía cuando se marcharon, desconsolada y sucia como la mañana después de una fiesta del solsticio de invierno.

Vorlynkin parpadeó y se irguió, como si intentara regresar de un lugar muy lejano.

—Qué extraño. No he visto morir a nadie, pero esto… es como ver el tiempo marchar al revés. O algo por el estilo.

—Yo sí, y sí —dijo milord.

—¿Estamos jugando a dios? —preguntó Vorlynkin, incómodo.

—No más que la gente que la puso así en primer lugar. Y nuestra causa es mucho más justa. —Y, con un murmullo, milord añadió—: Espero.

Frunciendo el ceño, cogió su sello de Auditor, que colgaba de su cadena, y le echó un vistazo.

—Un mensaje sellado, ¿eh? ¿Sabe? Cuando yo tenía la edad de Jin, me habría encantado tener un anillo secreto decodificador. Ahora tengo uno, y parece como si fuera un saco de ladrillos. Hay algo tristemente desfasado en eso.

Cuando milord se marchó cojeando para intercambiar unas últimas palabras con Raven, Roic se encontró brevemente a solas con el cónsul, quien miró asombrado a la forma bajita que se retiraba pasillo abajo.

—Lord Vorkosigan no es exactamente lo que yo esperaba cuando me dijeron que el consulado debería prepararse para la visita de un Auditor Imperial.

Roic no pestañeó.

—Los nueve Auditores Imperiales son muy distintos, una vez que los conoces a todos. Milord Auditor Vorthys, que es también el tío de mi dama, parece un viejo profesor de ingeniería porque eso es exactamente lo que es. Tenemos un almirante gruñón, un diplomático retirado, un industrial… Milord se ha convertido más o menos en el experto en asuntos galácticos de Gregor. El Emperador tiene una habilidad sorprendente para encajar a sus Auditores con sus casos. Aunque supongo que tendremos un caso aburrido un día de éstos, todavía no nos ha enviado a una misión tonta.

Roic esperaba una misión aburrida, algún día. Sería un descanso.

—Eso resulta tranquilizador. —Vorlynkin vaciló—. Creo.

Roic sonrió con picardía a la apostilla.

—Sí.

De vuelta en la sala hermética del consulado, Miles vio el código remitente de su mensaje y se relajó. Parecía ser el informe semanal de Ekaterin, lo que explicaba que no tuviera ninguno de los habituales marcadores de seguridad. Algo agradable, entre toda esta inmundicia.

Mientras reflexionaba sobre la diferencia entre lo urgente y lo importante, se inclinó hacia delante para que su sello de Auditor colgara de su cadena y abriera el mensaje.

El rostro de su esposa apareció, sonriente, sobre la placa vid, y él detuvo la reproducción sólo para echarle un buen vistazo. Ekaterin vivía bajo un constante bombardeo de interrupciones, últimamente, y él apenas la veía tranquila excepto cuando dormía. Los ojos claros gris-azulados con una mirada sincera, el pelo negro intacto por la escarcha aunque era unos pocos meses mayor que él. Teniendo en cuenta que él la había hecho cargar con cuatro hijos en menos de seis años, su falta de canas resultaba cada vez más notable. Todos habían sido gestados en replicadores uterinos, pero incluso así. Miles había sido hijo único, asaltado desde la infancia por problemas médicos que no fueron tanto resueltos como cambiados por otros nuevos. Tal vez (no, era seguro) había subestimado cuánto trabajo daban los niños normales y sanos, incluso con toda la ayuda que su dinero y posición podían comprar. Pues había algunas tareas que uno no quería delegar, porque entonces te perdías lo mejor.

Ella estaba mirando a una cámara vid, no a él, se recordó, pero bajo el peso de su mirada levemente irónica volvió a poner el aparato en marcha, irracionalmente culpable por retrasarla.

—Saludos, mi amor —dijo ella—. Hemos recibido tus últimas noticias con gran alivio y alegría, aunque por fortuna no les hablé a los niños de ese primer alarmante mensaje antes de que el segundo lo anulara. Aunque supongo que tu padre mantuvo su labio superior de alto-Vor adecuadamente tieso, y su madre, bueno, apenas puedo imaginarlo. Diría tacos betanos, supongo.

De hecho, Miles había esquivado esos temas durante sus días de operaciones encubiertas no enviando casi nunca mensajes, ni puestas al día. No es que su padre no hubiera exigido un informe de sus misiones al jefe de Seglmp cuando hubiera querido. «O hubiera sido obligado a ello», imaginó aclarar con retintín a la voz de su madre.

Ekaterin se lanzó a un breve resumen de unos cuantos asuntos del distrito Vorkosigan antes de las noticias de la casa; lo primero es siempre lo primero: si alguna vez pusiera los temas al revés, él sabría que tendría que alarmarse de veras por su familia. Le recordó que estaba dando de lado a sus deberes en el Distrito, también, aunque esta semana no parecía haber nada allí que requiriera un mensaje urgente a su voto delegado (de su padre, en realidad) en el Consejo de Condes. Pero sus dos progenitores estaban atendiendo a los negocios del Emperador en Sergyar, como virrey y virreina respectivamente, en lo que llevaban ya varios años.

Una hermosa tradición la de descuidar a los tuyos en servicio al Imperio, la de estos Vorkosigan. Por un precio. Miles recordó con un toque de amargo orgullo que un portavoz del pueblo le dijo una vez a él sobre Ekaterin: «Consideramos que usted le pertenece al Imperio, pero lady Vorkosigan nos pertenece a nosotros.»

Ciertamente.

—En el frente de casa —continuó Ekaterin—, éste es el último logro…

El vid pasó a otra imagen, menos firme.

—Buen trabajo, Helen —decía la voz de Ekaterin mientras la habitación giraba de forma mareante. Miles reconoció la biblioteca de la Casa Vorkosigan a pesar de su endiablada velocidad—, pero mueve la cámara más despacio o le provocarás vértigo a tu padre.

—¿Qué es vértigo? —dijo una voz joven desde un lado.

¿Sasha? No, Lizzie, santo cielo. Y Ekaterin respondió de inmediato:

—Mareo.

—¡Oh! —La nueva palabra fue aceptada al punto.

El vid se centró en Taurie, de diez meses, ojos grises abiertos de par en par bajo una mata de rizos negros, que se aferraba con fuerza al borde de una mesita baja. Sasha, de cinco para seis, como lo expresaban su hermana gemela Helen y él, y su hermana Lizzie, de tres, estaban sentados en un sofá al fondo, Sasha mirando con interés, Lizzie con aspecto aburrido y agitando los pies, como diciendo: «Yo ya he hecho esto, ¿a qué tanto alboroto?»

—Vamos, Taurie —animó la voz de Ekaterin—. Ven con mamá.

Efectiva. Miles se esforzó por no abalanzarse hacia la placa vid, en busca de aquella voz seductora.

Taurie se volvió, tambaleándose sobre sus gruesas piernecitas, soltó una mano, que agitó en busca de equilibrio. Luego, la otra. Entonces empezó a caminar a trompicones hacia los brazos extendidos de su madre. Miles no comprendía cómo eran capaces de andar los niños mientras tenían puestos los pañales, pero allí fue, plin-plin-plin, para caer riendo en brazos de Ekaterin y ser alzada en triunfo.

—Déjame que lo intente yo —dijo Sasha, como si su hermana pequeña fuera un coche robot. Se puso de rodillas en la alfombra, frente a Ekaterin, y llamó—: ¡Vamos, Taurie, puedes hacerlo!

Animada por su primera victoria, Taurie soltó un gritito y avanzó hacia él aún más rápido, para caer enseguida de boca y soltar un alarido, claramente más por enfado que por dolor: Miles había aprendido a distinguir los diferentes timbres mientras se levantaba de la cama. Sasha la recogió riendo.

—¡Eh, se supone que tienes que aprender a andar antes de correr!

Le dio la vuelta y la apuntó hacia su madre, y la prueba se repitió con más éxito.

Lizzie, que se había levantado del sofá durante todo esto, dejó de dar vueltas en círculo cantando «¡Vértigo, vértigo, vértigo!», y echó mano hacia la grabadora vid, que, a juzgar por la forma en que se sacudió salvajemente, su hermana mayor alzó para ponerla fuera de su alcance.

—¡No, quiero manejar el vid ahora! —dijo la voz de Lizzie—. ¡Déjame, déjame! ¡Mamá, dile que me deje…!

Demasiado pronto, el drama doméstico llegó a su fin. Miles lo rebobinó y lo volvió a pasar, preguntándose si éstos eran en efecto los primeros pasos de Taurie, o una recreación para su beneficio. La grabación en vid sugería lo segundo.

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