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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Criopolis (12 page)

BOOK: Criopolis
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—No lo sé. No he visto a nadie entrar ni salir.

—Puede que sea un cobertizo para barcas. O un cobertizo de herramientas: un lugar aislado como éste necesitaría uno. Pero lo más probable es que sea un cobertizo para barcas.

Raven miró tristemente el lecho seco del lago y murmuró:

—Nunca he montado en barco. Ésta no parece la noche adecuada para empezar. Pero si son herramientas… ¿crees que podrías abrir un volador? Aunque luego harían falta los códigos para ponerlo en marcha. No sirve de nada una palanca. ¿Excepto tal vez para darle un golpe en la cabeza al propietario?

—Milord posee varios barcos. Tiene un sitio en un lago del Distrito Vorkosigan, allá en Barrayar, a un par de horas de la capital en volador. —Una idea mordisqueó la cabeza dolorida de Roic—. Vayamos a echar un vistazo.

Roic le dirigió una mirada dubitativa, pero acabó por encogerse de hombros.

Con dolorosa cautela, bajaron del tejado y caminaron de puntillas hacia las lejanas escaleras. Fueron en línea recta hacia la cobertura de los árboles, y luego dieron la vuelta hasta el lado del edificio que daba a la orilla. El efecto de los palos, rocas y basura en los pies descalzos de Roic le hizo estar de acuerdo a regañadientes con la visión negativa de Raven de internarse en el bosque.

El cristal de la ventana era irrompible, la entrada que daba al antiguo lago tenía un candado, pero cedió con el mismo método que Roic había utilizado con la puerta de su habitación. Raven dio un respingo ante el crujido; los dos se quedaron inmóviles, prestando atención, pero no se oyó ningún grito de alerta. Se colaron en el interior.

La puerta exterior daba a una oficina; la puerta siguiente, menos mal, no estaba cerrada con llave. Roic la abrió y hallaron una especie de garaje. También muy oscuro, pero… ¿se podían «oler» las barcas? El olor a madera y combustible y a sentina y algas secas era inconfundible, y extrañamente feliz, como un verano conservado en la memoria. Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, Roic pudo distinguir media docena de formas de kayaks o canoas colgando del techo, y un par de quillas más anchas en recios armazones. Había un banco de trabajo al fondo de la sala, mayormente despejado. Raven se acercó, tanteando por si había alguna columna que pudiera lastimarle la cabeza u otros obstáculos en la sombra, pero Roic le susurró que volviera.

—Ven aquí. Esa gran barca de motor… ayúdame a quitarle la cubierta.

—Roic, aunque podamos sacarla por la puerta, el lago está seco.

—No es eso. Ayúdame, ¿quieres?

El casco tendría unos cinco metros de eslora y la mitad de manga, y una cobertura de plástico extendida protegía una gran cabina descubierta. Los broches se abrieron con cierta dificultad, y Roic apartó la cobertura y subió. Raven lo siguió, curioso.

Roic se dirigió a los controles, justo detrás de un parabrisas, y abrió lo que resultó ser (¡sí!) una pequeña placa vid. Si este enlace de comunicación funcionaba de forma independiente, como debería… Los dedos de Roic encontraron por fin el interruptor, y luces verdes y ambarinas iluminaron la oscuridad.

—¡Oh! —dijo Raven, con tono verdaderamente impresionado; la mayoría de los Durona sobresaltaba siempre a Roic—. ¿Sabías que esto estaría aquí?

—Lo imaginaba. Si este sitio alquilaba botes a sus clientes, tendrían que tener algo para ir a rescatarlos. Los enlaces comunicadores vienen de serie en los barcos de recreo de este tamaño, junto con sondas y conexiones con la marina y similares.

Fue fácil encontrar el canal de emergencia. En cuestión de minutos, Roic había llegado al sistema para comunicarse con la policía de Northbridge. Sus años como guardia urbano le habían dado una buena idea de qué decir para poner en marcha a la gente, y el sistema de navegación del barco proporcionó la localización exacta. Informó, brevemente, de sus experiencias y las de Raven al sorprendido pero encantado detective a cargo del caso de secuestro, a estas alturas enormemente publicitado, según advirtió Roic en su tono. Para intensa preocupación de Roic, parecía que nadie había encontrado todavía a lord Vorkosigan. Mientras la policía de Northbridge se ponía en marcha, Roic cerró la comunicación y se acomodó en su asiento.

—¿Y ahora qué? —preguntó Raven.

—Ahora a esperar.

—¿A que nos rescaten? ¿No crees que deberíamos hacer algo por los demás?

—Es mejor no llamar la atención. No tiene sentido empezar a remover nada si nuestros captores no nos van a echar de menos durante un rato todavía. Dejemos que la gente de Kibou haga su trabajo, y esperemos que lleguen aquí primero.

Roic recordaba alguno de los consejos de milord sobre «responsabilidades locales», una preocupación a la que el propio milord sólo parecía hacer caso intermitentemente.

A propósito de los locales… Roic se inclinó hacia delante de nuevo y buscó el número del consulado de Barrayar en Northbridge. Por desgracia, la red pública sólo proporcionaba el número público, no el enlace de emergencia seguro y codificado de su comunicador de muñeca, presumiblemente eliminado en la ciudad por sus captores por miedo a que fuera rastreado. Una amable voz grabada le dijo que llamara durante horas de oficina, o que dejara un mensaje. La musiquilla de fondo era una popular marcha militar barrayaresa que provocó en Roic un arrebato de añoranza. Iba por la mitad de un sucinto informe sobre su situación actual cuando, para su alivio, fue interrumpido por un humano.

Roic reconoció al teniente Johannes, el joven conductor que (junto con el cónsul Vorlynkin en persona, porque milord era, después de todo, milord) los había recogido en el espacio-puerto hacía una semana y los había transportado hasta el hotel de la conferencia. Agregado militar, miembro de Seglmp, y por lo que Roic sabía, cocinero, jardinero y el ordenanza del cónsul. Sintió una tenue sensación de camaradería por Johannes.

—¡Soldado Roic! —La voz de Johannes era cortante y ansiosa—. ¿Se encuentra bien? ¿Dónde está?

Roic empezó una vez más su resumen; hacia la mitad, el rostro tenso del cónsul Vorlynkin se unió a la imagen de Johannes sobre la placa vid.

—Si conectan con la policía de Northbridge, probablemente sabrán tanto como nosotros —concluyó Roic.

—El lord Auditor Vorkosigan no está con usted, ¿verdad? —preguntó Vorlynkin.

—No lo hemos localizado aquí. ¿Alguna señal por allí?

Una pausa demasiado larga.

—No estamos seguros del todo.

¿Qué demonios significaba eso?

—Cuando esté libre, preséntese de inmediato en el consulado —continuó Vorlynkin—. ¿Debería enviar a Johannes para coordinarse con la policía?

Roic se rascó la cabeza.

—Si milord no está aquí, no tiene sentido hacer cundir el pánico. Volveré con los demás.

—¿Y yo? —preguntó Raven. Era difícil decir si indignado o divertido.

—El doctor Durona. Un conocido de Escobar, uno de los delegados —respondió Roic.

Raven se inclinó para asomar al vid y sonrió benigno. Vorlynkin lo miró con el ceño fruncido.

—Milord querría saber que está —«a salvo» parecía una idea prematura— conmigo —explicó Roic.

—¿Sabe? —dijo Vorlynkin, distante—, si fueran ustedes más claros podríamos hacer nuestro trabajo de apoyo mucho mejor.

La leve amargura en la voz del cónsul resultó más tranquilizadora para Roic de lo que el hombre habría podido imaginar. Parecía que Vorlynkin había tratado recientemente con milord, una relación que no quería transmitir por un enlace no seguro.

—Sí, señor —dijo Roic, con tono conciliador.

Cortó la comunicación.

—¿Y ahora qué? —preguntó Raven—. ¿Nos quedamos aquí sentados y esperamos las sirenas?

—Más vale que no haya sirenas —respondió Roic—. Será mejor que desembarquen y aseguren primero a los rehenes antes de hacer ningún ruido.

Era lo que él había sugerido, al menos.

Después de una pausa más larga, Raven comentó:

—En realidad los Libertadores no actúan como si quisieran matarnos. Sólo quieren convertirnos.

—El pánico causa cosas extrañas en la gente.

Raven suspiró.

—Podrías ser más tranquilizador, Roic, ¿sabes?

Congregados en torno a las luces indicadoras como si fueran una hoguera diminuta, esperaron en la oscuridad.

Miles sacudió la verja de hierro forjado del consulado, descubrió que estaba cerrada a cal y canto, y la miró con cansancio. Tras un jardincillo había una casa pequeña, insignificante en comparación con sus vecinas más grandes, aunque al menos parecía bien cuidada. ¿Tal vez fue en su tiempo la vivienda de los criados? Kibou-daini nunca había sido considerado suficientemente importante desde un punto de vista estratégico como para gastar mucho dinero imperial, pues su sistema estaba en un agujero de gusano sin salida al otro lado de Escobar, bien lejos de la red de influencias de Barrayar. Este consulado existía principalmente para facilitar el comercio barrayarés ocasional, o más bien komarrés y sus regulaciones planetarias, ayudar a los miembros del Imperio que tenían problemas locales, y dirigir y atender al todavía más raro viajero de Kibou que planeaba visitar el Imperio. La llegada de Miles era probablemente lo más emocionante que habían vivido aquí en años. «Sí, bueno, está a punto de aumentar aún más.»

El frío anterior al amanecer era húmedo y penetrante, Miles tenía calambres en las piernas y le dolía la espalda. Suspiró y saltó torpemente la verja, recogió su bastón, recorrió el breve sendero y se apoyó en el timbre de la puerta.

Las luces del porche y el vestíbulo se encendieron: una cara asomó al cristal, y se abrió una rendija en la puerta. Un joven a quien Miles no reconoció habló con acento de Kibou:

—Señor, tendrá que volver en horas de oficina. Abriremos dentro de unas dos…

Miles introdujo el bastón en la abertura, ampliándola, agachó la cabeza y entró.

—¡Señor…!

El lacayo sólo se salvó de un atronador estallido de ira auditora porque el cónsul Vorlynkin apareció al fondo de un pasillo, diciendo:

—¿Qué ocurre, Yuuichi…? ¡Oh, Dios mío, lord Vorkosigan!

Mostrando un rápido sentido de autoconservación, Yuuichi se quitó de en medio.

Vorlynkin, alto y esbelto, iba medio vestido con pantalones, camisa y zapatillas, tenía los ojos hinchados y sostenía un tazón que humeaba con el suave perfume del té verde caliente. Miles se distrajo tanto con el olor que casi olvidó su bien ensayada introducción, pero había pasado un montón de horas la noche pasada ensayando.

—Vorlynkin, ¿qué demonios ha hecho con mi correo?

Vorlynkin se irguió al instante, revelando inconscientemente un pasado militar en sus años mozos. Una expresión de alivio parcial (pero sólo parcial) iluminó sus ojos azules.

—¡Podemos responder a eso! Milord.

—¿De modo que Jin consiguió llegar hasta aquí?

—Hummm… Sí, señor.

El problema había surgido entonces en el camino de vuelta. Eso no era bueno… Miles había esperado con creciente ansiedad hasta medianoche, y luego convenció a Ako para que lo sustituyera como cuidador de mascotas y decidió tomar el asunto en sus propias manos, o sus pies. Las horas que le había costado llegar aquí no habían mejorado su humor. Tampoco la lluvia.

El cónsul hizo una mueca al ver el aspecto de Miles, tan distinto del cultivado aspecto de eminencia gris de su breve encuentro de la semana anterior. Aunque las ropas harapientas y sucias, dos días de barba sin afeitar, el hedor general y los peculiares zapatos tal vez no fueran toda la causa de su estremecimiento. Pero, demostrando la agudeza que tanta importancia tenía en el cuerpo diplomático, vio que Miles miraba su tazón, y añadió rápidamente:

—¿Quiere venir a la cocina y sentarse, milord Auditor? Estábamos desayunando.

—Té, sí—dijo Miles, aliviado por poder contener su impulso de arrebatarle la taza de las manos. «Dioses, sí.»

Vorlynkin lo condujo hacia el pasillo del fondo.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?—preguntó.

—Caminando. Treinta y tantos kilómetros desde la medianoche, por callejones secundarios, escondiéndome un par de veces porque no quería tener que dar explicaciones en mi estado actual a los guardias callejeros locales. No hace falta decir que éste no era mi plan original.

La cocina era una habitación ordenada y modesta, con una mesa redonda colocada en una especie de mirador que daba al jardín trasero amurallado. Las ventanas reflejaban sobre todo el brillante interior de la habitación, pero más allá, la húmeda negrura de la noche se convertía en una sombra más azul. El muchacho rubio, el agregado Johannes, se volvió desde el microondas y casi soltó el desayuno precocinado que acababa de calentar. A una señal de su jefe, corrió a acercar una silla al importantísimo, aunque desaliñado, visitante. Miles se desplomó en ella, tratando de que su gratitud no superara su exasperación, porque esta última era lo que lo mantenía en funcionamiento.

—¿Puedo traerle algo, milord? —preguntó el teniente, solícito.

—Té. Y también una ducha, ropa seca, comida, sueño y una comuconsola segura, aunque me contentaría con una cualquiera, pero empecemos por el té.

De lo contrario se arriesgaba a acunar la cabeza entre sus brazos y ponerse dormir aquí mismo.

—¿Transmitieron mi mensaje de tranquilidad a Barrayar y a mi esposa? ¿Codificado, supongo?

Vorlynkin, un poco envarado, respondió:

—Notificamos a Seglmp de Asuntos Galácticos de Komarr que teníamos noticias suyas, y que no estaba en manos de los secuestradores.

—Muy bien. Enviaré mi propia información dentro de un ratito.

Miles confiaba en que eso compensaría cualquier información que alguien lo bastante torpe hubiera podido transmitir a Ekaterin, o tendría que arrastrarse por los suelos cuando volviera a casa.

—Mientras tanto, no he tenido ninguna noticia desde ayer. ¿Saben algo más de los rehenes que tomaron en la crioconferencia? ¿Alguna noticia sobre el soldado Roic?

Vorlynkin se sentó en una silla junto a Miles, casi al otro lado de la mesa.

—Tenemos buenas noticias, señor. Su hombre de armas consiguió escapar de sus captores el tiempo suficiente para encontrar un comunicador y llamar a las autoridades de Northbridge. El equipo de rescate de la policía los encontró no hace mucho: hemos estado despiertos toda la noche siguiendo los acontecimientos. Parece que todos fueron liberados con vida. No sé cuánto tiempo tardará en regresar: dijo que tenía que quedarse hasta prestar declaración.

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