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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (39 page)

BOOK: Criadas y señoras
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Lo mataron por hablar, por contar la verdad. Recuerdo que, hace tres meses, pensaba que me resultaría muy fácil conseguir que una docena de criadas aceptaran colaborar conmigo. Me imaginaba que todas estarían deseosas de contarle sus historias a una blanca. ¡Qué estúpida he sido!

Cuando ya no puedo soportar más el calor, me siento en el único sitio fresquito de todo Longleaf: el coche de Madre. Pongo el motor en marcha y cierro las ventanillas. Me levanto el vestido hasta que casi se me ven las bragas y pongo el aire acondicionado a toda potencia. Reposo la cabeza en el asiento y noto que el mundo se desvanece, atrapada por el olor a refrigerante y a cuero de la tapicería del Cadillac. Oigo el ruido de un vehículo que aparca delante de casa, pero no abro los ojos. Un segundo más tarde, se abre la puerta del copiloto.

—¡Ostras, qué bien se está aquí dentro!

—¿Qué haces tú aquí? —grito, bajándome el vestido.

Stuart cierra la puerta y me besa en los labios.

—Sólo me he pasado a saludar. Salgo ahora mismo hacia la costa para una reunión.

—¿Cuándo volverás?

—Dentro de tres días. Tengo que ver a unos tipos de la Comisión de Gas y Petróleo de Misisipi. Ojalá lo hubiera sabido antes.

Me agarra la mano y sonrío. Llevamos ya dos meses saliendo un par de veces por semana, contando la fatídica primera cita. Supongo que para otras chicas será muy poco tiempo, pero para mí supone la relación más larga que he tenido nunca, y la mejor.

—¿Quieres venir? —me pregunta.

—¿A Biloxi? ¿Ahora?

—¡Ahora! —dice, posando su mano en mi pierna.

Como siempre que hace esto, doy un respingo. Miro su mano y luego me aseguro de que Madre no nos está espiando.

—¡Vamos! Aquí hace mucho calor. Además, me alojo en el hotel Edgewater, justo delante de la playa.

Me río, y eso me hace bien, después de lo preocupada que he estado estas últimas semanas.

—En el Edgewater..., ¿eh? ¿Juntos tú y yo? ¿En la misma habitación?

Asiente con la cabeza y me pregunta:

—¿Piensas que podrás escaparte?

A Elizabeth le daría algo sólo de pensar en compartir habitación con un hombre sin estar casados, y Hilly me diría que soy idiota sólo por considerarlo. Ambas conservaron su virginidad con la misma furia con la que un niño se niega a compartir sus juguetes. Sin embargo, me lo pienso.

Stuart se me acerca. Huele a pino, a tabaco y a jabón del caro, del que en mi familia nunca usamos.

—A mi madre le daría un síncope, Stuart. Además, tengo muchas cosas que hacer...

¡Ay, Dios, qué bien huele este hombre! Me mira como si quisiera comerme, y me entran escalofríos con el aire del Cadillac.

—¿Estás segura? —susurra, y me besa en la boca, pero sin tanta educación como antes.

Todavía tiene la mano posada en la parte superior de mi muslo. Me pregunto si se portaría así con su ex novia, Patricia. No sé si se acostaban juntos, pero sólo la idea de que la tocara me pone enferma y le aparto de mí.

—Yo... No puedo —digo—. Sabes que no puedo engañar a mi madre.

Suelta un largo suspiro decepcionado y me mira con una cara de desengaño que me encanta. Ahora comprendo por qué se resisten las chicas. Esa dulce mirada apesadumbrada merece la pena.

—Mejor que no mientas —dice al fin—. Ya sabes que odio las mentiras.

—¿Me llamarás desde el hotel? —le pregunto.

—Pues claro. Siento tener que marcharme tan rápido. ¡Ah! Casi se me olvida. Mis padres quieren que vengáis a cenar a casa el sábado de la semana que viene.

Enderezo la espalda en el asiento. Todavía no conozco a sus padres.

—¿A qué te refieres... con eso de «vengáis»?

—Pues a ti y a tus padres. Que vengáis a la ciudad y conozcáis a mi familia.

—Pero... ¿por qué con mis padres?

—Mamá y papá quieren conocerlos —contesta, encogiéndose de hombros—. Y yo quiero que te conozcan.

—Pero...

—Lo siento, muñeca —dice, recogiéndome el pelo detrás de la oreja—. Tengo que irme. Te llamo mañana por la noche, ¿vale?

Le respondo asintiendo con un gesto. Sale al calor, sube a su coche y saluda a Padre, que se acerca caminando por la pista.

Me quedo sola en el Cadillac, preocupada. El sábado de la semana que viene, cena en casa del señor senador, con Madre haciendo un millón de preguntas y comportándose como si estuviera desesperada por conseguirme un marido. Seguro que saca el tema de la cuenta que tengo en el banco.

Tres noches terriblemente calurosas más tarde, sin haber recibido noticias de Yule May ni de ninguna otra criada, Stuart pasa por casa en su viaje de regreso de la costa. Estoy harta de pasarme el día entero delante de la máquina escribiendo las noticias del boletín de la Liga de Damas y los consejos de Miss Myrna. Bajo las escaleras corriendo y Stuart me abraza como si hubiera pasado semanas sin verme.

Se ha puesto bastante moreno. Tiene la espalda de la camisa arrugada de conducir y las mangas subidas. Me dedica su sonrisa perpetua de diablillo. Nos sentamos en la sala de estar en sillones separados, esperando a que Madre se vaya a dormir. Padre lleva en la cama desde que se puso el sol.

Stuart tiene los ojos clavados en los míos mientras Madre parlotea sin descanso sobre el calor y sobre cómo parece que Carlton por fin ha encontrado a «la definitiva».

—Estamos encantados ante la idea de cenar con tus padres, Stuart. Por favor, coméntaselo a tu madre.

—Descuide, señora. Lo haré.

Me sonríe otra vez. Hay tantas cosas que me gustan en él: el modo en el que me mira a los ojos cuando hablamos; sus manos duras al tacto pero con las uñas limpias y bien cortadas; el roce de sus dedos en mi cuello... Mentiría si dijera que no me agrada tener a alguien con quien acudir a bodas y fiestas. Ya no tengo que soportar la mirada de Raleigh Leefolt al ver que otra vez tienen que cargar conmigo, ni ese gesto hosco que pone cuando tiene que guardar mi abrigo junto al de su esposa o traerme una bebida.

Además, ahora Stuart me sirve como escudo en casa. En cuanto pone el pie en nuestro hogar, me siento protegida, a salvo. Madre no se atreve a criticarme delante de él, por miedo a que se dé cuenta de mis defectos, y tampoco me lleva la contraria porque sabe que reaccionaría mal y le respondería, reduciendo con eso mis posibilidades de matrimonio. Para Madre es muy importante mostrar sólo una de mis caras y conseguir que mi verdadero yo no aparezca antes de que ya no haya «vuelta atrás».

Por fin, a las nueve y media, Madre se alisa la falda, dobla su mantita con precisión milimétrica, como si se tratara de una carta con gran valor sentimental, y dice:

—Bueno, creo que ha llegado la hora de irse a la cama. —Me mira y añade—: ¿No te parece que ya es un poco tarde?

Sonrío con dulzura. Tengo veintitrés años, ¡por Dios!

—Pues claro que no, mamá.

Se marcha, y Stuart y yo nos miramos sonriendo.

Esperamos.

Se oyen los pasos de Madre por la cocina, una ventana que se cierra, un grifo que se abre... Pasados unos segundos, escuchamos el ruido de la puerta de su dormitorio al cerrarse. Entonces, Stuart se levanta y dice:

—Ven aquí.

De una zancada se coloca a mi lado, me agarra las manos, las lleva a sus caderas y me besa en la boca como si fuera una bebida que lleva todo el día deseando tomarse. He oído hablar a las otras chicas de que cuando te besan parece que te derrites, pero yo siento que crezco, que me hago más alta y veo cosas que estaban ocultas detrás de una tapia, colores que nunca antes había percibido.

Tengo que hacer un esfuerzo para apartarle de mi lado. Tengo cosas que decirle.

—Ven aquí. Siéntate.

Nos sentamos en el sofá. Intenta besarme otra vez, pero aparto la cara. Procuro no mirarlo a los ojos, que parecen más azules en contraste con el moreno de su piel, ni fijarme en el vello de sus brazos, que está dorado por el sol, como si se lo hubiera decolorado.

Trago saliva, preparándome para hacerle la temible pregunta:

—Stuart, cuando estabas prometido, ¿tus padres se enfadaron después de lo que pasó con Patricia?

Al momento, se le borra la sonrisa y sus labios se tensan.

—Mi madre se enfadó mucho —dice, mirándome a los ojos—. Se llevaba muy bien con ella.

Empiezo a lamentar haber sacado el tema, pero tenía que saberlo.

—¿Cómo de bien?

Mira a su alrededor, buscando algo en el salón.

—¿Tenéis algo para beber? ¿Bourbon?

Me dirijo a la cocina y le sirvo una copa de la botella que utiliza Pascagoula para cocinar, rebajándola con agua. Aquella primera vez que se presentó en el porche de casa, Stuart ya dejó claro que el tema de su ex novia era tabú. Pero necesito saber qué pasó. No sólo por curiosidad. Tengo que aprender qué reglas se puede una saltar sin que te abandonen, y cuáles son las más importantes.

—Entonces, ¿eran buenas amigas? —insisto.

Dentro de nueve días voy a conocer a su familia. Madre ya ha organizado una visita para mañana a los almacenes Kennington, para preparar el vestuario.

Stuart da un largo trago a su bebida, frunce el ceño y dice:

—Se pasaban el día encerradas en su cuarto conversando sobre ramos de flores y sobre quién se había casado con quién. —El más mínimo rastro de su pícara sonrisa ha desaparecido—. A mi madre le afectó mucho cuando... lo nuestro se acabó.

—Entonces..., ¿me comparará con Patricia?

Stuart pestañea un segundo y luego contesta:

—Probablemente.

—¡Genial! Me muero de ganas por que llegue el momento —ironizo.

—Mi madre es sólo un poco... protectora. Le preocupa que vuelvan a hacerme daño —dice, apartando la vista.

—¿Dónde está ahora Patricia? ¿Todavía vive por aquí o...?

—No, se marchó. Está en California. ¿Podemos cambiar de tema?

Suspiro y me reclino en el respaldo del sofá.

—Bueno... Tus padres, por lo menos, ¿saben lo que pasó? Es decir, ¿se supone que yo puedo saberlo?

Empiezo a sentirme furiosa porque no me quiere contar algo tan importante como esto.

—Skeeter, ya te lo he dicho, odio hablar de... —Se interrumpe, rechina los dientes y añade, bajando la voz—: Mi padre sólo sabe una parte de la historia, pero mi madre conoce la verdad, igual que los padres de Patricia... y ella, por supuesto. —Se termina el resto de su copa de un trago y añade—: Porque ella sabe muy bien lo que hizo, mierda.

—Stuart, sólo quiero saber qué pasó para no cometer yo el mismo error.

Me mira e intenta reír, pero le sale algo más parecido a un gruñido.

—Tú nunca serías capaz de hacer algo similar ni en un millón de años.

—Pero ¿qué? ¿Qué hizo?

—Skeeter —suspira y posa su vaso—, estoy muy cansado. Creo que es mejor que me marche.

A la mañana siguiente, entro en la calurosa cocina asustada sólo de pensar en el día que tengo por delante. Madre está en su cuarto preparando nuestra salida de tiendas para comprar el vestuario para la cena con los Whitworth. Llevo puestos unos vaqueros azules y una blusa ancha.

—Buenos días, Pascagoula.


Güenos
días, señorita. ¿Le sirvo su desayuno?

—Sí, por favor.

Pascagoula es pequeñita y lista. Aprende rápido. El pasado mes de junio le dije que me gustaban el café solo y la tostada con poca mantequilla, y desde entonces no he tenido que recordárselo. En eso se parece a Constantine, que nunca se olvidaba de nuestros gustos. A veces me pregunto cuántos desayunos de mujeres blancas tendrán grabados estas criadas en su cerebro. ¿Qué se siente al pasarte media vida recordando las preferencias de otras personas respecto a la cantidad de mantequilla en la tostada, de azúcar en el café o cada cuánto hay que cambiarles las sábanas?

Pascagoula prepara el café y lo deja en la mesa delante de mí, pero no me lo acerca. Aibileen me dijo que hay que hacerlo así para evitar que las manos de las criadas rocen las de las señoras. No recuerdo cómo lo hacía Constantine.

—Gracias —le digo—. Muchas gracias.

Parpadea sorprendida y me ofrece una ligera sonrisa.

—De... nada.

Me doy cuenta de que es la primera vez que le doy las gracias de todo corazón. Parece incómoda.

—Skeeter, ¿estás lista? —grita Madre desde su cuarto. Le contesto que sí. Me como la tostada deseando que esta historia de las compras termine rápido. Ya soy un poco mayorcita para que mi madre tenga que elegirme la ropa. Levanto la mirada y veo que Pascagoula me observa desde el fregadero. Se gira con presteza cuando la miro.

Ojeo el
Jackson Journal
que hay en la mesa. Mi próxima columna de Miss Myrna, en la que desvelo los misterios de las manchas de agua dura, no sale hasta el lunes. En la sección de noticias nacionales hay un artículo sobre una nueva pastilla, Valium dicen que se llama, que «ayuda a las mujeres a superar las dificultades del día a día». Ay, Dios, me tomaría diez de esas pastillas ahora mismo.

Alzo los ojos y me sorprendo al comprobar que Pascagoula está a mi lado.

—Esto... ¿quieres algo, Pascagoula? —le pregunto.

—Tengo que decirle algo, Miss Skeeter. Algo sobre...

—¡Eugenia! ¡No puedes ir a Kennington en vaqueros! —me recrimina Madre desde el marco de la puerta.

Antes de que me dé cuenta, Pascagoula ha desaparecido de mi lado, se ha desvanecido como el humo. En menos de un segundo está de nuevo en el fregadero, ajustando la manguera de goma negra del lavavajillas al grifo.

—Sube a tu cuarto y ponte algo decente, anda.

—Madre, voy a salir con lo que llevo puesto. ¿De qué sirve ir arreglada a comprarse ropa nueva?

—Eugenia, por favor, no me lo pongas más difícil de lo que ya es.

Madre regresa a su cuarto, pero sé que las cosas no han terminado aquí. El sonido del lavavajillas llena la estancia. El suelo vibra bajo mis pies descalzos, y el ruido es suficiente para cubrir nuestra conversación. Contemplo a Pascagoula en el fregadero.

—¿Querías decirme algo, Pascagoula? —le pregunto.

Pascagoula mira al suelo. Es muy bajita, casi la mitad de alta que yo. Es tan tímida que tengo que apartar la mirada cuando le hablo. Se acerca un poquito.

—Yule May es prima mía —me informa Pascagoula entre el ruido de la máquina.

Aunque habla entre susurros, no hay nada de timidez en el tono de su voz.

—No... lo sabía.

—Nos llevamos
mu
bien. El otro día vino a mi casa a ver qué tal estaba y me contó lo que está
usté
haciendo.

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