Read Concierto para instrumentos desafinados Online

Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

Concierto para instrumentos desafinados (6 page)

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
2.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

De allí al «departamento de sucios» del manicomio provincial donde le hemos encontrado; donde ha iniciado un alivio a su destino, y un sentido de utilidad a la vida en un departamento de esquizofrénicos graves y la mayoría incurables.

Ya hemos llegado al dormitorio. Hace rato que Cristobalia camina de nuevo emparejado conmigo, pero ahora en silencio. ¿Está pensando, igual que yo, en qué nueva tribulación va a brindar el destino a esta cabeza indefensa, que ahora parece empezar a desmoronarse por dentro? Manuel está desnudo. El enfermero le asea con ayuda de la esponja y la palangana. Cómo se ha acentuado la atrofia! Se pueden contar todos los huesos del esqueleto rígido, con la piel pegada a ellos y a las articulaciones. Manuel sonríe. «Buenos días, doctor — sabiendo que yo aún no Io era, siempre me llamaba así —, hola, Cristobalia». Nos saludamos con el enfermero, y terminado el arreglo de Manuel quedamos de tertulia en torno a la cama, como tantas veces.

La orden del jefe «haz bien la exploración de Manuel» obliga a cambiar disimuladamente varias veces de tema de conversación. El paralítico muestra la lucidez y la radiante alegría interna de siempre. Pienso retirarme pues se acerca la hora de comer de los enfermos, y de salida de nuestro autobús a Madrid, cuando Manuel pide afablemente:

—Cristobalia, ¿puedes traer una silla para mi Amigo?, quiere sentarse con nosotros.

Mientras el defensor de Colón la acerca hay un pesado silencio. Recuerdo en la historia clínica anotaciones del jefe en los últimos días, sobre la presencia en la conversación de Manuel de un amigo imaginario, antes nunca aludido. La petición de una silla hace probable la sospecha del jefe clínico sobre alucinaciones visuales de Manuel. Al parecer con tanta corporeidad que no sólo ve a su personaje, sino que éste adquiere una realidad de presencia como la de las otras personas que le rodeamos. Es extraño porque nunca había presentado el menor trastorno mental, y cuando aparecen algunos tan graves como ideas delirantes y alucinaciones, suelen acompañarse de otros síntomas, por ejemplo alteraciones de la conducta y del estado de ánimo, y esto no ocurre en Manuel. Repaso mentalmente las posibilidades clínicas. La esquizofrenia no se contagia, y como he comentado Manuel no presenta los síntomas concomitantes que tendrían que haber acompañado a los que ahora muestra. El deterioro mental por hospitalización prolongada, el «hospitalismo», tiene otros rasgos. En algunas ocasiones la enfermedad psíquica no es muestra del derrumbamiento de las funciones mentales, sino un intento desesperado del psiquismo por no desmoronarse ante realidades que no puede soportar, y se refugia en fantasías consoladoras, como los delirios y alucinaciones de algunos histéricos; pero el paralítico no tiene el menor rasgo histérico en su personalidad. De todos modos la situación de Manuel es tan desconsoladora y sin esperanza, que incluso este alma de temple privilegiado puede doblegarse buscando refugio en un mundo irreal. Como aprendiz de psiquiatra llevo mala mañana, no atino con ningún diagnóstico.

—Manuel, ¿de qué amigo hablas?

—De mi Amigo. Siempre lo he tenido conmigo dentro, ayudándome. Ahora ha venido en persona porque me va a llevar.

—¿Dónde vais a ir, Manuel?

—Marcho con Él. Vosotros no le podéis ver, pero quiere estar con todos, por eso he pedido el asiento.

Manuel tuvo que cerrar casi los párpados para dirigir la mirada desde la cabeza inmóvil hacia la silla, que Cristobalia había colocado a los pies de la cama.

Enfermo y enfermero miraban perplejos a Manuel, la silla vacía, y mi cara, temo que tan desconcertada como la de ellos. Las instrucciones del jefe eran: «no te metas a hacer interpretaciones, que no estás preparado. Haz observaciones, las apuntas bien, y lo otro ya te enseñaré a hacerlo». Resultaba violento ponerme a apuntar las frases de Manuel en la ficha, nunca lo había hecho en conversaciones anteriores. Además el tono de Manuel al pronunciar Amigo, y E1, diciéndolo en mayúsculas, provocaba una aureola especial de presencia entre mágica y sagrada. Manuel nos miraba de nuevo plácidamente sin hablar, y no se me ocurrían nuevas preguntas.

Aquellos instantes quedaron congelados en el tiempo, pero el reloj avanzaba porque oímos pasos y voces. Algunos enfermos subían siempre al dormitorio a recoger algo antes de las comidas. El «Rey de Portugal» venía a buscar el servilletero de celuloide nacarado, con la servilleta impoluta, nunca usada, pues se limpiaba con el pañuelo para no mancharla. Anselmo una gorra que encasquetaba durante las comidas, «para que no se me escapen los vapores del alimento por el cráneo, porque si no desmejoro».

Tras ellos Lorenzo «el Judas», y «Don Luis» que venía a colocarse su dentadura postiza. Don Luis era el fundador y presidente de un partido político. «El Partido Razonable y Justiciero». «Nuestro partido no mata a los criminales, los deshuella».

Además de no matar a los criminales, don Luis sólo utilizaba la dentadura durante las comidas. «No se me ocurre andar todo el día con la cuchara y el tenedor a cuestas. ¿Para qué voy a cargar con la dentadura después de comer? ¿Para parecerles a ustedes más guapo? No me da la gana». Efectivamente no estaba nada guapo ni con la dentadura, ni sin ella. Desdentado, seguía todo el día mascullando impertinencias con la mayor soltura, que es lo que le gustaba de verdad.

Al acercarse a nuestro grupo parecieron contagiados del sobrecogimiento que nos invadía, y caminaron silenciosamente. Don Luis abrió con ceremonia la alacena en que guarda el vaso con el «utensilio para comer». Lorenzo se dirigió a su cama, luego como cambiando de idea, silencioso y torvo se acercó pausadamente. Tras quedar un rato parado mirando la silla vacía, ante el asombro de todos se inclinó sobre Manuel, le dio un beso en la frente, y marchó caminando unos pasos hacia atrás sin apartar la vista de Manuel, y luego dio la vuelta y aceleró el paso correteando hasta salir del dormitorio.

—¿Ves Cristobalia como no es mala persona?, está muy enfermo, y no sabe cómo portarse.

—No te fíes, Manuel, ese Judas es un arrastrao, ha sido «el beso de Judas».

—Es muy triste hacer el papel de Judas, obligado por una enfermedad.

Fueron las últimas palabras que le escuché, pues respondió a nuestra despedida sólo con la sonrisa luminosa.

Las últimas las pronunció aquella misma noche, mientras otros enfermos sujetaban a Lorenzo.

El drama se desarrolló en un instante, pero Lorenzo debió rumiarlo mucho tiempo porque es laborioso desprender un trozo de cemento del alcorque de un árbol, sin herramientas. En el silencio de la madrugada en el dormitorio corrido, débilmente iluminado por una bombilla azul sobre la puerta, Lorenzo se deslizó hasta la cama de Manuel y golpeó una y otra vez brutalmente el cráneo del paralítico con el bloque de cemento. El ruido y los gritos despertaron a los vecinos que sujetaron a Lorenzo que vociferaba con la boca espumeante de rabia:
«¡maldiiitooo!, ¡maldiitoooo!»
Los que aterrados se acercaron a Manuel le oyeron decir: «no sabe lo que hace». Palabras muy parecidas a las de su Amigo en la agonía. Repitiéndolas quedó inconsciente.

Hoy le hubiesen salvado en cualquier quirófano de neurocirugía. Murió veinte horas después sin recuperar el conocimiento.

—Le imagino junto a su Amigo, contando cosas de Basilio «el hombre más fuerte del mundo», de Nemesio «el caballo de oro», de Cristobalia, de Don Luis y su dentadura… Siempre que pienso en esto no puedo evitar una pregunta: ¿Le habrá hablado de mí? ¿Qué le habrá dicho?

4. El teniente de tranvías

N
uestro Nicanor no tiene tambor, pero es dueño de una gorra con estrellas, que también da aires marciales que es lo que a él le gusta.

Su afición castrense viene probablemente de que no le dejaron cumplir el servicio militar, y a todos nos apetece lo prohibido.

Las ambiciones marciales de Nicanor fueron causa del conflicto entre el director del manicomio y el Ejército. Un conflicto pintoresco y tontiloco, como todo lo relacionado con Nicanor.

¿Por qué lleva esa gorra? «Es que soy teniente de tranvías». En la gorra de plato gris, de guardacoches o algo parecido, ha cosido una cinta roja y las dos estrellas de teniente. Con ella pasea ufano por todo el hospital y por el pueblo. Es el recadero de las monjas. Turulato y pamplinero Nicanor sabe cumplir los encargos. Sorprendente ya que su lenguaje está disgregado, y en las pocas rachas de coherencia sale casi siempre por peteneras. En algunas ocasiones con alarde de certera malicia.

En un corte del agua seguía funcionado la fuente con caños de la plaza, y le enviaron las monjas con un cántaro. Nicanor, muy serio y callado como de costumbre, hacía cola entre las mozas y una de ellas le interpeló: Nicanor, ¿cuándo te casas? «Cuando encuentre una mujer honrada, no quiero que me pase lo que a tu marido». La chica era soltera y sin compromiso, en aquel pueblo nos enterábamos de todo, pero no volvieron a ensayar burlas con él.

De otra salida inesperada fue víctima uno de mis colegas, por culpa de una repentina indisposición que me impidió dar clase en la Facultad. Habían enviado del hospital dos enfermos como de costumbre, y mi improvisado sustituto decidió aprovechar aquel «material docente». Parecía muy interesante la historia clínica de uno de los enfermos. El médico los desconocía ya que trabaja sólo en la cátedra y no en el hospital. La ficha describe un enfermo con autismo, Felipe Sánchez, tan adecuado para lo que había que explicar aquel día, que sin tiempo para estudiar antes a ninguno de los dos decidió renunciar a uno —Nicanor—, y presentar a Felipe a los alumnos.

«Baje usted con los dos pacientes, y espere en el banco que hay a la puerta del aula». Los enfermeros de manicomio son también de carne y hueso, y el nuestro tuvo lo que luego describió como «un apretón». No viendo a nadie a quien encomendar el «material docente», pidió al más cuerdo que cuidase del otro: Nicanor, quédate con Felipe, le metes en la clase cuando abran la puerta, y cuando salga esperas con él aquí hasta que yo vuelva.

Nicanor obedece siempre… a las monjas, y aquel enfermero en aprietos no tenía cara de hermana de la caridad. Además en el pasillo hace frío, y es muy aburrido quedarse solo con un compañero que no habla.

Se abrió la puerta: que pase Felipe Sánchez. El interesado siguió en la Luna, que para eso es un autista, y Nicanor entró tan campante en el aula. Ya lo ha hecho otras veces y le gusta. En la clase hace calor y a los alumnos les interesa mucho eso de los tranvías.

Con la gorra ladeada, el palillo en una comisura de la boca, un vistazo de reojo a los estudiantes, marchó directamente a la silla ante el profesor, y se sentó con las piernas cruzadas mirando pensativo hacia el centro de los escaños, sin hacer el menor caso al médico. Luego explicó que le había «caído gordo».

—… Vean ustedes este típico comportamiento. Aunque llevamos un rato hablando de él, el enfermo sigue con la mirada perdida en el vacío, indiferente a cuanto ocurre en su torno, encerrado en su mundo interior, desconectado del mundo real. Estas son las características del autismo. Sin embargo tienen la capacidad de conectar, y orientarse adecuadamente. Suele ocurrir que abstraídos en su vida imaginaria hace falta un estímulo especialmente enérgico para que hagan el esfuerzo de volver a la realidad. Veamos si lo conseguimos con este enfermo.
¡Felipeee!,
¿en qué estás pensando?


«En las tonterías que está usted diciendo. Me llamo Nicanor, y soy teniente de tranvías»
—se acabó la clase.

Pese a estas dos andanadas certeras, más fruto de la casualidad que de una intención sarcástica, Nicanor es un chiflado tolondro y zarramplín, de pocas luces, que siempre va a su aire. Padece un síntoma llamado «incoordinación entre mímica y estado de ánimo», por lo que la expresión del rostro no indica su buen o mal humor. Puede aparecer con gesto ceñudo y estar alegre, o sonreír beatíficamente encontrándose de mal talante.

Triste historia de niño de suburbio madrileño, en las fronteras entre la mendicidad y la delincuencia menor, sin una familia ni una inteligencia despierta como punto de apoyo. Autonombrado guardacoches al encontrar una gorra de plato, los titulares de las zonas rentables le fueron echando. El hambre le indujo a cargar bultos en la estación de Atocha, pero también los maleteros tienen nombramiento y placa. No sé quién los proporciona. Tampoco lo sabe Nicanor, por eso le expulsaron también de allí pese al amparo «oficial» de su gorra. Con ella apareció en la comisaría tras un altercado. Incoherente durante el interrogatorio le enviaron a un hospital psiquiátrico «para observación». Lo que observaron debió ser muy significativo, ya que rodando de un hospital a otro apareció en el nuestro, en el que me precedió varios años, con las dos estrellas cosidas a la gorra.

¿Por qué teniente de tranvías? En su vida de truhancillo con anhelo de trabajo estable, Nicanor debió conocer pocas figuras dignas con quienes desear una identificación. En las correrías por la estación de Atocha, vio tratar con respeto a un individuo obeso uniformado y con galones, del que entendió que era «brigada de ferrocarriles». Al iniciar su delirio de grandezas eligió este modelo, el de más rango con quien había tenido contacto; pero en un grado mayor «teniente». Como en la estación no había recibido más que golpes, transfirió el nombramiento a otro medio de transporte más familiar: el tranvía, en cuyo parachoques trasero tantas veces había viajado acurrucado para pasar inadvertido al cobrador.

Las monjas del hospital fueron las primeras personas que le trataron con afecto, y correspondió a su modo, con una lealtad de perro fiel que no transfirió a las demás figuras autoritarias del hospital. Nunca se despojaba de la gorra en mi despacho en el que mantenía una actitud despegada: «¿qué quiere usted?» En cambio se la quitaba reverencialmente ante sor Carmen, la superiora. Reconozco que el asunto no me era indiferente. Nicanor me caía simpático, pero yo a él parece que no. Supongo que ustedes han oído hablar de los amores no correspondidos. Cuando le toca a uno el turno fastidia bastante, ¡caramba!

En realidad no me percaté del cariño que tenía a Nicanor hasta que la primera llamada del cuartel amenazó su rango militar.

A mediados de los cincuenta el pueblo seguía siendo una pequeña villa agrícola, congelada en el tiempo, de campesinos con huertas de pozo y noria, lechugas, coles y cebollas para el mercado de Madrid ; ese Madrid tan próximo y tan remoto. Pasó en tres lustros de cuatro mil habitantes, a ser una ciudad monstruo de cien mil, unida en un infierno de tráfico, asfalto y ladrillo con otras villas próximas, pero entonces no podíamos preverlo.

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
2.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Wild Rodeo Nights by Sandy Sullivan
Designs in Crime by Carolyn Keene
Karolina's Twins by Ronald H. Balson
The Keeper by Darragh Martin
Banishing Shadows by Lorna Jean Roberts
Savage Instinct by Jefferson, Leila