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Authors: Laura Esquivel

Tags: #Drama, romántico

Como agua para chocolate (8 page)

BOOK: Como agua para chocolate
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Pedro no se sorprendió en lo más mínimo ni necesitó recibir una explicación. Embelesado y sonriente, se acercó a ellos, se inclinó y le dio un beso a Tita en la frente. Tita le quitó al niño el pecho, ya estaba satisfecho. Entonces los ojos de Pedro contemplaron realmente lo que ya antes había visto a través de la ropa: los senos de Tita. Tita intentó cubrirse con la blusa, Pedro la ayudó en silencio y con gran ternura. Al hacerlo, una serie de sentimientos encontrados se apoderaron de ellos: amor, deseo, ternura, lujuria, vergüenza… temor de verse descubiertos. El sonido de los pasos de Mamá Elena sobre la duela de madera les advirtió oportunamente del peligro. Tita alcanzó a ajustarse correctamente la blusa y Pedro a tomar distancia de ella antes de que Mamá Elena entrara en la cocina. De tal manera que cuando abrió la puerta no pudo encontrar, dentro de lo que las normas sociales permiten, nada de qué preocuparse. Pedro y Tita aparentaban gran serenidad. Sin embargo, algo olió en el ambiente que la hizo agudizar todos sus sentidos y tratar de descubrir qué era lo que la inquietaba.

—Tita, ¿qué pasa con ese niño? ¿Lograste hacerlo comer?

—Sí, mami, tomó su té y se durmió.

—¡Bendito sea Dios! Entonces, Pedro, ¿qué esperas para llevar al niño con tu mujer? Los niños no deben estar lejos de su madre.

Pedro salió con el niño en brazos, Mamá Elena no dejaba de observar detenidamente a Tita, había en sus ojos un destello de turbación que no le gustaba nada.

—¿Ya está listo el champurrado para tu hermana?

—Ya mami.

—Dámelo para que se lo lleve, necesita tomarlo día y noche, para que baje la leche.

Pero por más champurrado que tomó, nunca le bajó la leche. En cambio Tita tuvo desde ese día leche suficiente como para alimentar no sólo a Roberto sino a otros dos niños más, si así lo hubiera deseado. Como Rosaura estuvo delicada algunos días, a nadie le extrañó que Tita se encargara de darle de comer a su sobrino; lo que nunca descubrieron fue la manera en que lo hacía, pues Tita, con la ayuda de Pedro, puso mucho cuidado en que nadie la viera.

El niño, por tanto, en lugar de ser un motivo de separación entre ambos, terminó por unirlos más. Tal parecía que la madre del niño era Tita y no Rosaura. Ella así lo sentía y así lo demostraba. El día del bautizo, ¡con qué orgullo cargaba a su sobrino y lo mostraba a todos los invitados! Rosaura no pudo estar presente más que en la iglesia pues aún se sentía mal. Tita entonces tomó su lugar en el banquete.

El doctor John Brown miraba a Tita embelesado. No le podía quitar los ojos de encima. John había asistido al bautizo sólo para ver si podía conversar con ella a solas. A pesar de que se veían a diario durante las visitas médicas que John le hacía a Rosaura, no habían tenido la oportunidad de platicar libremente y sin ninguna otra persona presente. Aprovechando que Tita caminaba cerca de la mesa donde él se encontraba, se levantó y se le acercó con el pretexto de ver al niño.

—¡Qué bien se ve este niño, al lado de una tía tan bella!

—Gracias doctor.

—Y eso que no es su propio hijo, ya me imagino lo bonita que se va a ver cuando el niño que cargue sea el suyo.

Una nube de tristeza cruzó por el semblante de Tita. John la detectó y dijo:

—Perdón, parece que dije algo incorrecto.

—No, no es eso. Lo que pasa es que yo no me puedo casar, ni tener hijos, porque tengo que cuidar a mi mamá hasta que muera.

—¡Pero cómo! Eso es una tontería.

—Pero así es. Ahora le ruego que me disculpe, voy a atender a mis invitados.

Tita se alejó rápidamente, dejando a John completamente desconcertado. Ella también lo estaba, pero se recuperó de inmediato al sentir en sus brazos a Roberto. Qué le importaba su destino mientras pudiera tener cerca a ese niño, que era más suyo que de nadie. Realmente ella ejercía el puesto de madre sin el título oficial. Pedro y Roberto le pertenecían y ella no necesitaba nada más en la vida.

Tita estaba tan feliz que no se dio cuenta de que su madre, lo mismo que John, aunque por otra razón, no la perdía de vista un solo instante. Estaba convencida de que algo se traían entre manos Tita y Pedro. Tratando de descubrirlo, ni siquiera comió, y estaba tan concentrada en su labor de vigilancia, que le pasó desapercibido el éxito de la fiesta. Todos estuvieron de acuerdo en que gran parte del mismo se debía a Tita, ¡el mole que había preparado estaba delicioso! Ella no paraba de recibir felicitaciones por sus méritos como cocinera y todos querían saber cuál era su secreto. Fue verdaderamente lamentable que en el momento en que Tita respondía a esta pregunta diciendo que su secreto era que había preparado el mole con mucho amor, Pedro estuviera cerca y los dos se miraran por una fracción de segundo con complicidad, recordando el momento en que Tita molía en el metate, pues la vista de águila de Mamá Elena, a 20 metros de distancia, detectó el destello y le molestó profundamente.

Entre todos los invitados ella era realmente la única molesta, pues curiosamente, después de comer el mole, todos habían entrado en un estado de euforia que los hizo tener reacciones de alegría poco comunes. Reían y alborotaban como nunca lo habían hecho y pasaría bastante tiempo antes de que lo volvieran a hacer. La lucha revolucionaria amenazaba con acarrear hambre y muerte por doquier. Pero en esos momentos parecía que todos trataban de olvidar que en el pueblo había muchos balazos.

La única que no perdió la compostura fue Mamá Elena, que estaba muy ocupada en buscar una solución a su resquemor, y aprovechando un momento en que Tita estaba lo suficientemente cerca como para no perder una sola de las palabras que ella pronunciara, le comentó al padre Ignacio en voz alta:

—Por cómo se están presentando las cosas padre, me preocupa que un día mi hija Rosaura necesite un médico y no lo podamos traer, como el día en que dio a luz. Creo que lo más conveniente sería que en cuanto tenga más fuerzas se vaya junto con su esposo y su hijito a vivir a San Antonio, Texas, con mi primo. Ahí tendrá mejor atención médica.

—Yo no opino lo mismo doña Elena, precisamente por cómo está la situación política, usted necesita de un hombre en casa que la defienda.

—Nunca lo he necesitado para nada, sola he podido con el rancho y con mis hijas. Los hombres no son tan importantes para vivir padre —recalcó—. Ni la revolución es tan peligrosa como la pintan, ¡peor es el chile y el agua lejos!

—¡No, pues eso sí! —respondió riéndose—. ¡Ah, qué doña Elena! Siempre tan ocurrente. Y, dígame, ¿ya pensó dónde trabajaría Pedro en San Antonio?

—Puede entrar a trabajar como contador en la compañía de mi primo, no tendrá problema, pues habla inglés a la perfección.

Las palabras que Tita escuchó resonaron como cañonazos dentro de su cerebro. No podía permitir que esto pasara. No era posible que ahora le quitaran al niño. Tenía que impedirlo a como diera lugar. Por lo pronto, Mamá Elena logró arruinarle la fiesta. La primera fiesta que gozaba en su vida.

Continuará

Siguiente receta
:

Chorizo norteño

Chorizo norteño

V. Mayo

INGREDIENTES:

8 kilos de lomo de puerco

2 kilos de retazo o cabeza de lomo

1 kilo de chile ancho

60 g de cominos

60 g de orégano

30 g de pimienta

6 g de clavo

2 tazas de ajos

2 litros de vinagre de manzana

¼ de kilo de sal

Manera de hacerse
:

El vinagre se pone en la lumbre y se le incorporan los chiles, a los que previamente se les han quitado las semillas. En cuanto suelta el hervor, se retira del fuego y se le pone a la olla una tapadera encima, para que los chiles se ablanden.

Chencha puso la tapa y corrió a la huerta a ayudar a Tita en su búsqueda de lombrices. De un momento a otro, llegaría a la cocina Mamá Elena a supervisar la elaboración del chorizo y la preparación del agua para su baño y estaban bastante atrasadas en ambas cosas. El motivo era que Tita, desde que Pedro, Rosaura y el niño se habían ido a vivir a San Antonio, Texas, había perdido todo interés en la vida, exceptuando el que le despertaba un indefenso pichón al que alimentaba con lombrices. De ahí en fuera, la casa podía caerse, que a ella no le importaba.

Chencha no quería ni imaginar lo que pasaría si Mamá Elena se enteraba que Tita no quería participar en la elaboración del chorizo. Habían decidido prepararlo por ser uno de los mejores recursos para utilizar la carne de cerdo de una manera económica y que les aseguraba un buen alimento por mucho tiempo, sin peligro de que se descompusiera. También habían dispuesto una gran cantidad de cecina, jamón, tocino y manteca. Tenían que sacarle el mejor provecho posible a este cerdo, uno de los pocos animales
sobrevivientes
de la visita que miembros del ejército revolucionario les habían hecho unos días antes.

El día que llegaron los rebeldes sólo estaban en el rancho Mamá Elena, Tita, Chencha y dos peones: Rosalío y Guadalupe. Nicolás, el capataz, aún no regresaba con el ganado que por imperiosa necesidad había ido a comprar, pues ante la escasez de alimentos habían tenido que ir matando a los animales con que contaban y era preciso reponerlos. Se había llevado con él a dos de los trabajadores de más confianza para que lo ayudaran. Había dejado a su hijo Felipe al cuidado del rancho, pero Mamá Elena lo había relevado del cargo, tomando ella el mando en su lugar, para que Felipe pudiera irse a San Antonio, Texas, en busca de noticias sobre Pedro y su familia. Temían que algo malo les hubiera pasado, ante su falta de comunicación desde su partida.

Rosalío llegó a galope a informar que una tropa se acercaba al rancho. Inmediatamente Mamá Elena tomó su escopeta y mientras la limpiaba pensó en esconder de la voracidad y el deseo de estos hombres los objetos más valiosos que poseía. Las referencias que le habían dado de los revolucionarios no eran nada buenas, claro que tampoco eran nada confiables pues provenían del padre Ignacio y del Presidente Municipal de Piedras Negras. Por ellos tenía conocimiento de cómo entraban a las casas, cómo arrasaban con todo y cómo violaban a las muchachas que encontraban en su camino. Así pues, ordenó a Tita, Chencha y el cochino que permanecieran escondidos en el sótano.

Cuando los revolucionarios llegaron, encontraron a Mamá Elena en la entrada de la casa. Bajo las enaguas escondía su escopeta; a su lado estaban Rosalío y Guadalupe. Su mirada se encontró con la del capitán que venía al mando y éste supo inmediatamente, por la dureza de esa mirada, que estaban ante una mujer de cuidado.

—Buenas tardes, señora, ¿es usted la dueña de este rancho?

—Así es. ¿Qué es lo que quieren?

—Venimos a pedirle, por las buenas, su cooperación para la causa.

—Y yo, por las buenas, les digo que se lleven lo que quieran de las provisiones que encuentren en el granero y los corrales. Pero eso sí, las que tengo dentro de mi casa no las tocan, ¿entendido? Ésas son para mi causa particular.

El capitán, bromeando, se le cuadró y le respondió:

—Entendido, mi general.

A todos los soldados les cayó en gracia el chiste, y lo festejaron, pero el capitán se dio cuenta de que con Mamá Elena no valían las chanzas, ella hablaba en serio, muy en serio. Tratando de no amedrentarse por la dominante y severa mirada que recibía de ella, ordenó que revisaran el rancho. Lo que encontraron no fue gran cosa, un poco de maíz para desgranar y ocho gallinas. Uno de los sargentos, muy molesto, se acercó al capitán y le dijo:

—Esta vieja ha de tener todo escondido dentro de la casa, ¡déjeme entrar a supervisar!

Mamá Elena, poniendo el dedo en el gatillo, respondió:

—¡Yo no estoy bromeando y ya dije que a mi casa no entra nadie!

El sargento, riéndose y columpiando unas gallinas que llevaba en la mano, trató de caminar hacia la entrada. Mamá Elena levantó la escopeta, se recargó en la pared para no caer al piso por el impulso que iba a recibir, y le disparó a las gallinas. Por todos lados se esparcieron pedazos de carne y olor a plumas quemadas.

Rosalío y Guadalupe sacaron sus pistolas temblando y plenamente convencidos de que ése era su último día en la tierra. El soldado que estaba junto al capitán intentó dispararle a Mamá Elena, pero el capitán con un gesto se lo impidió. Todos esperaban una orden suya para atacar.

—Tengo muy buen tino y muy mal carácter, capitán. El próximo tiro es para usted y le aseguro que puedo dispararle antes de que me maten, así es que mejor nos vamos respetando, porque si nos morimos, yo no le voy a hacer falta a nadie, pero de seguro la nación sí sentiría mucho su pérdida, ¿o no es así?

Realmente era difícil sostener la mirada de Mamá Elena, hasta para un capitán. Tenía algo que atemorizaba. El efecto que provocaba en quienes la recibían era de un temor indescriptible: se sentían enjuiciados y sentenciados por faltas cometidas. Caía uno preso de un miedo pueril a la autoridad materna.

—Sí, tiene razón. Pero no  se preocupe, nadie va a matarla, ni a faltarle al respeto, ¡faltaba más! Una mujer así de valiente siempre tendrá mi admiración. Y dirigiéndose a sus soldados dijo:

—Nadie va a entrar a esta casa, vean qué más pueden encontrar aquí y vámonos.

Lo que descubrieron fue el gran palomar que formaba todo el techo de dos aguas de la enorme casa. Para llegar a él se tenía que trepar una escalera de siete metros de altura. Subieron tres rebeldes y se quedaron pasmados un buen rato antes de poder moverse. Imponían el tamaño, la oscuridad y el canturreo de las palomas ahí reunidas que entraban y saltaban por pequeñas ventanas laterales. Cerraron la puerta y las ventanas para que ninguna pudiera escapar y se dedicaron a atrapar pichones y palomas.

Juntaron tal cantidad, que pudieron alimentar a todo el batallón por una semana. Antes de retirarse, el capitán recorrió a caballo el patio trasero, inhaló profundamente el indeleble olor a rosas que aún permanecía en ese lugar. Cerró los ojos y así permaneció un buen rato. Regresando al lado de Mamá Elena le preguntó:

—Tengo entendido que tiene tres hijas, ¿dónde están?

—La mayor y la menor viven en Estados Unidos, la otra murió.

La noticia pareció conmover al capitán. Con voz apenas perceptible respondió:

—Es una lástima, una verdadera lástima.

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