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Authors: Agatha Christie

Cita con la muerte (12 page)

BOOK: Cita con la muerte
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—Y la señora Boynton padecía ya una dolencia cardíaca, ¿no es así?

—Sí. De hecho, estaba tomando ya una medicina que contenía digitalín.

—Eso —dijo Poirot— es enormemente interesante.

—¿Quiere decir que su muerte podría ser atribuida a una dosis excesiva de su propia medicina? —preguntó el coronel Carbury.

—Sí, eso. Pero pretendía ir más allá.

—En cierto sentido —dijo el doctor Gerard—, el digitalín puede ser considerado como una droga acumulativa. Además, por lo que se refiere a la apariencia post—mortem, los principios activos de la digitalis pueden matar sin dejar ninguna señal visible.

Poirot asintió lentamente con la cabeza.

—Sí, es muy inteligente. Mucho. Casi imposible demostrar nada delante de un jurado. Déjenme que les diga, caballeros, que si esto es un crimen, es un crimen muy astuto. La aguja hipodérmica devuelta a su lugar, el veneno utilizado, el mismo que la víctima ya estaba tomando..., las posibilidades de que se trate de un error, o de un accidente, son enormes. Sí señor, aquí hay un cerebro. Hay pensamiento, meticulosidad, genio.

Durante un momento permaneció sentado en silencio. Luego alzó la cabeza.

—Y, sin embargo, hay algo que me desconcierta.

—¿De qué se trata?

—El robo de la jeringuilla.

—Alguien se la llevó —dijo rápidamente el doctor Gerard.

—Se la llevó... ¿y la devolvió?

—Sí.

—Curioso —dijo Poirot—. Muy curioso. Por lo demás, todo encaja perfectamente...

El coronel Carbury lo miró con curiosidad.

—¿Y bien? —dijo—. ¿Cuál es su opinión como experto? ¿Fue un asesinato o no lo fue?

Poirot levantó una mano.

—Un momento. Aún no hemos llegado a ese punto. Debemos considerar aún otras pruebas.

—¿Qué pruebas? Ya se lo hemos contado todo.

—¡Ah! Pero ésta es una prueba que yo, Hércules Poirot, aporto al caso.

Meneó la cabeza y sonrió levemente ante los rostros atónitos de los otros dos.

—Sí, es muy divertido que yo, a quien ustedes han contado la historia, les regale una prueba de la cual no sabían nada. La cosa fue así. Una noche, en el Hotel Salomón, me acerco a la ventana para asegurarme de que está cerrada.

—¿Cerrada o abierta? —preguntó Carbury.

—Cerrada —replicó firmemente Poirot—. Estaba abierta, así que naturalmente voy a

cerrarla. Pero antes de hacerlo, cuando ya tengo la mano en el tirador, oigo una voz que habla, una voz agradable, suave y clara, en la que se percibe un cierto temblor propio de la excitación nerviosa. Me digo a mí mismo que es una voz que podría reconocer si la escuchara de nuevo. ¿Y qué es lo que dice esa voz? Dice estas palabras: "Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla". En ese momento, naturellement, no las interpreto como una referencia a un verdadero asesinato. Pienso que es un novelista o quizá un dramaturgo quien habla. Pero ahora, no estoy tan seguro. Mejor dicho, estoy seguro de que no se trataba de nada de eso.

Hizo una nueva pausa antes de decir:

—Messieurs, les diré una cosa: hasta donde alcanzan mi saber y mi convencimiento, aquellas palabras fueron pronunciadas por un joven a quien más tarde tuve ocasión de ver en el vestíbulo del hotel y cuyo nombre, según me dijeron, es Raymond Boynton.

Capítulo III

¡Raymond Boynton dijo eso!

La exclamación partió de Gerard.

—¿Lo cree usted improbable, hablando desde el punto de vista psicológico? —inquirió plácidamente Poirot.

Gerard negó con la cabeza.

—No, no diría eso. Me sorprende, porque Raymond Boynton es el más indicado para que recaigan sobre él las sospechas.

El coronel Carbury suspiró. Su mirada parecía decir: "¡Estos psicólogos!".

—La cuestión es —murmuró— qué vamos a hacer al respecto.

Gerard se encogió de hombros.

—No veo qué pueda hacerse —confesó—. No hay pruebas concluyentes. Tal vez usted sepa que se ha cometido un crimen, pero será muy difícil probarlo.

—Ya veo —dijo el coronel Carbury—. Sospechamos que ha habido un asesinato y simplemente nos sentamos a jugar con nuestros pulgares. ¡No me gusta!

Añadió, en tono fatigado, su anterior y curiosa declaración:

—Soy un hombre muy ordenado.

—Lo sé, lo sé —dijo Poirot meneando la cabeza con simpatía—. A usted le gustaría aclarar este asunto y saber exactamente qué sucedió y cómo. ¿Y usted, doctor Gerard? Ha dicho que no se puede hacer nada. Que las pruebas no son concluyentes. Tal vez sea verdad. Pero, ¿estará usted satisfecho si las cosas se quedan como están?

—Tenía una calidad de vida muy mala —dijo el doctor Gerard lentamente—. En cualquier caso, hubiera podido morir dentro de poco tiempo. Quizá hubiera durado una semana, un mes, un año.

—¿De modo que se da usted por satisfecho? —insistió Poirot.

Gerard prosiguió:

—No cabe duda de que su muerte ha sido, ¿cómo lo diría?, beneficiosa para la comunidad. Ha dado la libertad a su familia: Ahora tendrán la posibilidad de desarrollarse. Todos ellos son, en mi opinión, personas inteligentes y de buen carácter. ¡Ahora podrán ser útiles a la sociedad! Tal como yo lo veo, de la muerte de la señora Boynton resultan tan sólo cosas buenas.

—Entonces, ¿está usted satisfecho? —preguntó Poirot por tercera vez.

—No —Gerard descargó un puñetazo sobre la mesa—. No estoy "satisfecho", como usted dice. Mi instinto me empuja a salvar vidas, no a acelerar la muerte. Por lo tanto, aunque, conscientemente, mi razón me dice que la muerte de esa mujer ha sido un bien, mi inconsciente se rebela contra ella. No es justo, caballeros, que un ser humano muera antes de que haya llegado su hora.

Poirot sonrió. Se echó hacia atrás, contento con esta respuesta, que, con tanta paciencia, había conseguido obtener.

El coronel Carbury dijo en tono indiferente:

—¡A él no le gusta el crimen! ¡Estupendo! ¡A mí tampoco!

Se levantó y se sirvió un whisky con soda. Los vasos de sus invitados todavía estaban llenos.

—Y ahora —dijo, volviendo sobre el tema—, vayamos al grano. ¿Hay algo que podamos hacer? ¡A ninguno de nosotros nos gusta este asunto! ¡Pero tendremos que soportarlo! ¡No sirve de nada remover las cosas si no se puede sacar algo en claro!

Gerard se inclinó hacia delante.

—¿Cuál es su opinión profesional, señor Poirot? Usted es un experto.

Poirot se tomó su tiempo antes de responder. Metódicamente dispuso sobre la mesa un par de ceniceros e hizo un pequeño montón con las cerillas usadas. Entonces, dijo:

—Usted desea saber quién mató a la señora Boynton, ¿no es así, coronel Carbury? (Es decir, si fue asesinada, en vez de fallecer de muerte natural.) Exactamente cómo y cuándo la mataron y, en definitiva, toda la verdad de este asunto.

—En efecto. Eso es lo que quiero saber —declaro, impasible, Carbury.

—No veo ninguna razón por la cual no vaya usted a saberlo —dijo lentamente Hércules Poirot.

El doctor Gerard parecía incrédulo. El coronel Carbury, discretamente interesado.

—¡Oh! —dijo—. ¿De veras? Interesante. ¿Y por dónde se propone empezar?

—Por un metódico examen de las evidencias, por un proceso de razonamiento.

—Me gusta —dijo el coronel Carbury.

—Y por un estudio de las posibilidades psicológicas.

—Eso le gustará al doctor Gerard, espero —dijo Carbury—. Y después de todo eso, después de haber examinado las pruebas, de haber razonado y haber chapoteado en la psicología, ¿cree que por el hilo podrá sacar el ovillo?

—Me sorprendería mucho no poder hacerlo —dijo Poirot con toda tranquilidad.

El coronel Carbury lo miró fijamente por encima del borde de su vaso. Sólo por un momento, aquellos ojos indefinidos dejaron de serlo y examinaron y midieron al detective.

Con un gruñido, dejó el vaso sobre la mesa.

—¿Qué dice usted a eso, doctor Gerard?

—Admito que soy un poco escéptico con relación a nuestras posibilidades de éxito... Sí, ya sé que el señor Poirot tiene excelentes facultades...

—Estoy bien dotado, es cierto —dijo el hombrecillo y sonrió modestamente. El coronel Carbury volvió la cabeza y tosió.

Poirot dijo:

—Lo primero que hay que hacer es determinar si se trata de un crimen colectivo, es decir, si fue planeado y llevado a cabo por la familia Boynton al completo, o si es obra tan sólo de uno de ellos. Si fuera éste el caso, habría que decidir cuál es el miembro de la familia que tiene más probabilidades de haberlo cometido.

—Tenemos la prueba que usted aportó —dijo el doctor Gerard—. Yo creo que el principal sospechoso es Raymond Boynton.

—De acuerdo —dijo Poirot—. Las palabras que yo escuché y las discrepancias entre su declaración y la de la joven doctora lo colocan a la cabeza de los posibles sospechosos. Fue la última persona que vio a la señora Boynton con vida, según su propia versión de los hechos. Sarah King lo contradice. Dígame, doctor Gerard, ¿existe... eh... ya sabe lo que quiero decir... cierta tendresse entre ellos?

El francés asintió.

—Sí, sin ningún género de dudas.

—¡Ajá! Ella es una morenita con melena larga peinada hacia atrás desde la frente, ojos grandes de color avellana y temperamento decidido, ¿verdad?

El doctor Gerard parecía un tanto sorprendido.

—Sí. La ha descrito usted perfectamente.

—Me parece que la vi en el Hotel Salomón. Estaba hablando con el tal Raymond Boynton y después él se quedó plantado... como en un sueño, bloqueando la salida del ascensor. Tuve que decir tres veces pardon antes de que me oyera y se apartara.

Se quedó pensativo durante unos momentos. Después dijo:

—Así pues, para empezar, aceptaremos el informe médico de la señorita Sarah King con ciertas reservas. Es parte interesada.

Hizo una pausa y siguió:

—Dígame, doctor Gerard, ¿cree usted que Raymond Boynton sería capaz de cometer fácilmente un asesinato?

—¿Quiere decir un crimen planeado deliberadamente? —dijo Gerard con lentitud—. Sí, me parece posible. Pero sólo bajo unas condiciones de presión emocional excesiva.

—¿Existían esas condiciones?

—Sin duda. Este viaje al extranjero incrementó la tensión nerviosa y mental que soportaban todos los miembros de la familia. El contraste entre sus propias vidas y las de otras personas se les hizo mucho más palpable. Y en el caso de Raymond Boynton...

—¿Sí?

—Las cosas se complicaban aún más debido a la fuerte atracción que sentía por Sarah King.

—¿Eso le habría dado un motivo adicional, un nuevo estímulo?

—Así lo creo.

El coronel Carbury carraspeó.

—Permitan que les interrumpa. Aquellas palabras que usted le oyó pronunciar: "Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla", tuvo que decírselas a alguien.

—Buena observación —dijo Poirot—. No me había olvidado de eso. Sí, ¿con quién estaba hablando Raymond Boynton? Sin duda, era un miembro de su familia, pero ¿cuál? Doctor, ¿puede decirnos algo del estado mental de los otros hermanos? Gerard replicó en seguida:

—Carol Boynton se encontraba, poco más o menos, en las mismas condiciones que Raymond: una actitud de rebeldía acompañada de una fuerte excitación nerviosa, pero, en su caso, sin la complicación que supone el factor de la atracción sexual. Lennox Boynton había pasado ya la fase de rebeldía. Estaba hundido en la apatía y, en mi opinión, le costaba trabajo concentrarse. Su manera de reaccionar contra lo que le rodeaba consistía en encerrarse cada vez más en sí mismo. Era definitivamente un ser introvertido.

—¿Y su esposa?

—Su mujer, aunque cansada y desdichada, no daba muestras de sufrir conflictos mentales. Creo que estaba vacilante y a punto de tomar una decisión.

—¿Qué decisión?

—La de abandonar a su marido.

Repitió la conversación que había mantenido con Jefferson Cope. Poirot movió la cabeza.

—¿Y qué hay de la más joven? Se llama Ginebra, ¿no es así? El rostro del francés expresaba gravedad.

—Creo que mentalmente se halla en un estado muy peligroso —dijo—. Ha comenzado ya a presentar síntomas de esquizofrenia. Incapaz de soportar la anulación de su propia vida, está empezando a escapar hacia un mundo de fantasía. Imagina que la persiguen; dice que es una princesa real, que está en peligro, rodeada de enemigos... ¡Lo de siempre!

—¿Y eso es peligroso?

—Mucho. Es el principio de lo que llamamos manía homicida. El enfermo mata no por el ansia de matar, sino en defensa propia. Mata para que no lo maten a él. Desde su punto de vista, es algo totalmente racional y lógico.

—Entonces, ¿cree que Ginebra Boynton pudo asesinar a su madre?

—Sí, pero dudo mucho que tuviera los conocimientos o la capacidad mental para hacerlo del modo en que suponemos fue cometido el crimen. La astucia de los que padecen este tipo de manía es bastante limitada. ¡Estoy casi seguro de que ella habría elegido un método más espectacular!

—¿Pero es una posible culpable? —insistió Poirot.

—Sí —admitió Gerard.

—Y después, cuando ya estaba hecho, ¿cree usted que el resto de la familia sabía quién era el responsable?

—¡Lo saben! —dijo el coronel Carbury inesperadamente—. ¡Si alguna vez he visto personas que tengan cosas que ocultar, son éstas! ¡Todos esconden algo!

—Haremos que nos digan lo que es —dijo Poirot.

—¿El tercer grado? —dijo el coronel Carbury.

—No —replicó Poirot moviendo la cabeza—. Conversación, simple y llana. En general, la gente acaba contándote la verdad. ¡Es más fácil! ¡Las facultades inventivas se ven menos presionadas! Puedes decir una mentira, o dos, o tres, o incluso cuatro, pero no puedes mentir continuamente. Y así, la verdad sale a relucir por sí sola.

—Es una buena idea —aprobó Carbury.

Después dijo francamente:

—¿Dice usted que hablará con ellos? Eso significa que está deseando encargarse del asunto.

Poirot inclinó la cabeza.

—Pero dejemos las cosas bien claras —dijo—. Lo que ustedes piden, y lo que yo me comprometo a darles, es la verdad. No olviden que, aun en el caso de que lleguemos a desentrañar la verdad, tal vez no consigamos pruebas. O sea, nada que pueda ser aceptado por un tribunal de justicia. ¿Lo entienden?

—Bastante bien —dijo Carbury—. Usted me informa acerca de lo que sucedió realmente. Después seré yo quien decida si es posible emprender alguna acción o no, teniendo en cuenta todos los aspectos referentes a las relaciones internacionales. De todos modos, todo quedará aclarado. No habrá embrollos. No me gustan los embrollos.

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